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Carta de Jamaica transcrita Simon Bolivar, Transcrições de História

texto do cdocumento histórico referido no título

Tipologia: Transcrições

2020

Compartilhado em 06/01/2020

ingrid-mariana
ingrid-mariana 🇧🇷

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Carta de Jamaica*
Simón Bolívar
Muy señor mío: Me apresuro a contestar la carta de 29
del mes pasado que usted me hizo el honor de dirigirme,
y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible como debo, al interés que usted ha querido
tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por
los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta
estos últimos períodos, por parte de sus destructores los es-
pañoles, no siento menos el comprometimiento en que me
ponen las solícitas demandas que usted me hace, sobre los
objetos más importantes de la política americana. Así, me
encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a
la confianza con que usted me favorece, y el impedimento
de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y de li-
bros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de
un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo
Mundo.
En mi opinión es imposible responder a las preguntas
con que usted me ha honrado. El mismo barón de Hum-
boldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y
prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque
una parte de la estadística y revolución de América es
conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta
de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer
conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo
relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de
los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la
historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la
nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la
guerra, y por los cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar atención a la
apreciable carta de usted, no menos que a sus filantrópicas
miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales cierta-
mente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas
las ingenuas expresiones de mis pensamientos.
«Tres siglos ha —dice usted— que empezaron las bar-
baridades que los españoles cometieron en el grande hem-
isferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha
rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la
perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos
modernos, si constantes y repetidos documentos no testi-
ficasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de
Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado
a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de
las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores,
con el testimonio de cuantas personas respetables había
entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos
que los tiranos se hicieron entre sí: como consta por los
más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los
*Texto disponível em <https://docs.google.com/file/d/0B5LvcFo
6F8zsQWdaaGV5T2tCbUE/edit>. Acesso em 12/6/2014.
imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes
de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y
firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los
actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la
carta de usted en que me dice «que espera que los suce-
sos que siguieron entonces a las armas españolas, acom-
pañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos
americanos meridionales». Yo tomo esta esperanza por
una predicción, si la justicia decide las contiendas de los
hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque
el destino de América se ha fijado irrevocablemente: el
lazo que la unía a España está cortado: la opinión era
toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las
partes de aquella in mensa monarquía; lo que antes las
enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha
inspirado la Península que el mar que nos separa de ella;
menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los
espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un
comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca
benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria
de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra es-
peranza nos venía de España. De aquí nacía un principio
de adhesión que parecía eterno; no obstante que la incon-
ducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o,
por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la
dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el
deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo
lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se
ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere volver a las
tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y
nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por
lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la
desesperación no ha arrastrado tras la victoria.
Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados,
no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triun-
fan los in dependientes, mientras que los tiranos en lugares
diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado
final? ¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y ar-
mado para su defensa? Echemos una ojeada y observare-
mos una lucha simultánea en la misma extensión de este
hemisferio.
El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata
ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedo-
ras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietado
a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes
disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas,
está lidian do contra sus enemigos que pretenden domi-
narlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un tér-
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Carta de Jamaica

Simón Bolívar

Muy señor mío: Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción. Sensible como debo, al interés que usted ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los es- pañoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted me hace, sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que usted me favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y de li- bros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo. En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que usted me ha honrado. El mismo barón de Hum- boldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política. Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de usted, no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales cierta- mente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos. «Tres siglos ha —dice usted— que empezaron las bar- baridades que los españoles cometieron en el grande hem- isferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testi- ficasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí: como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los

*Texto disponível em <https://docs.google.com/file/d/0B5LvcFo 6F8zsQWdaaGV5T2tCbUE/edit>. Acesso em 12/6/2014.

imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario. Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que me dice «que espera que los suce- sos que siguieron entonces a las armas españolas, acom- pañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales». Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente: el lazo que la unía a España está cortado: la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella in mensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra es- peranza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la incon- ducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria. Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triun- fan los in dependientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y ar- mado para su defensa? Echemos una ojeada y observare- mos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio. El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedo- ras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietado a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad. El reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidian do contra sus enemigos que pretenden domi- narlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un tér-

mino a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el pueblo que ama su inde- pendencia, por fin la logra. El virreinato del Perú, cuya población asciende a mi- llón y medio de habitantes, es, sin duda, el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey, y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias. La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su patria; y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos moradores del interior. En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia a una soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una pre- caria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor, en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habi- tantes se contaba en Venezuela y sin exageración se puede conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la guerra. En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, siete millones ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la in- surrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo podrá usted ver en la exposición de Mr. Wal- ton que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas es- pecies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolu- ción de vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya

ellos dicen con Reynal: llegó el tiempo en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar. Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de setecientas a ochocien- tas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los indepen- dientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar? Este cuadro representa una escala militar de dos mil leguas de longitud y novecientas de latitud en su mayor ex- tensión en que dieciséis millones de americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad permite que una vieja ser- piente por sólo satisfacer su saña envenenada, devore ta más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América, pero es imposible porque toda Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas. Sin producciones territori- ales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la paci- ficación, los hijos de los actuales americanos únicos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo? Europa haría un bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones vi- olentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por miras de sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse es- tablecimientos ultramarinos de comercio. Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como España, parece que estaba au- torizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses. Cuantos escritores han tratado la materia se acorda- ban en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas venta- jas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo,

estas consideraciones para elevar la cuestión. Los Estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego un pueblo es esclavo, cuando el go- bierno por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos princi- pios, hallaremos que América no solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y domi- nante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gu- bernativas: la voluntad del gran sultán, Kan, Bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es casi ar- bitrariamente ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la ad- ministración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tar- taria. China no envía a buscar mandarines, militares y letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros. ¡Cuán diferente entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia per- manente, con respecto a las transacciones públicas. Si hu- biésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, moraríamos tam- bién de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario con- servar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones. Los americanos en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo y, cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes; tales son las prohibi- ciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias ameri- canas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta. Tan negativo era nuestro estado que no encuentro se- mejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las na- ciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad? Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digá-

moslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy ex- traordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáti- cos nunca; militares sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contraven- ción directa de nuestras instituciones. El emperador Carlos V formó un pacto con los des- cubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo eje- cutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la admi- nistración y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendi- entes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favore- cen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despo- jar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código. De cuanto he referido, será fácil colegir que América no estaba preparada, para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regen- cia nos declaró sin derecho alguno para ello no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos con- minatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo. Los americanos han subido de repente y sin los conoci- mientos previos y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, ad- ministradores del erario, diplomáticos, generales, y cuan- tas autoridades supremas y subalternas forman la jerar- quía de un Estado organizado con regularidad. Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía, con esperanzas halagüeñas siem- pre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los ene-

migos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que susti- tuimos a las que acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gob- ierno constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación. Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pa- sos con el establecimiento de juntas populares. Estas for- maron en seguida reglamentos para la convocación de con- gresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal, declarando previ- amente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se consti- tuyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribu- ciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones. Los sucesos de México han sido demasiado varios, com- plicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos, además, de docu- mentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabe- mos, dieron principio a su insurrección en septiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dicta- dor que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autori- dad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre her- manos y conciudadanos; pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen trata- dos como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las

poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quitasen para sacrificarlas y, concluye, que en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones origi- nales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mien- tras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absolutaen el ejercicio de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y el número de sus miem- bros muy limitado. Los acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos par- tidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel pre- cioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatri- otas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas en- teramente populares, lejos de sernos favorables, temo mu- cho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que sólo ha sobresal ido en fiereza, ambición, venganza y codicia. Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones libe- rales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la es- fera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconce- bible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio

Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a con- venirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan pro- pio para la agricultura como para la cría de ganados, y una gran de abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras pose- siones se aumentarían con la adquisición de la Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo, electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tem- pestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elec- ción, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las for- mas y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para de- searla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la fede- ración; y entonces formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros. Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central en que los militares se lleven la primacía por consecuen- cia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal caso sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria. El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel ex- tremo del universo. Su territorio es limitado; estará siem- pre fuera del contacto inficionado del resto de los hom- bres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre. El Perú, por el contrario, encierra dos elementos ene- migos de todo régimen justo y liberal; oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por

sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apre- ciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían apli- cables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto, y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus pro- pios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por es- tablecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia. De todo lo expuesto, podemos deducir estas conse- cuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso; algunas se consti- tuirán de un modo regular en repúblicas federales y cen- trales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que de- vorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil conso- lidar; una gran república imposible. Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un ori- gen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un au- gusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos in- tereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra re- generación, otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un Congreso europeo, para decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones. «Mutuaciones importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que dice: que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América del Sur resignó su administración y los abandonó, les pro- metió que volvería después que los siglos designados hu- biesen pasado, y que él restablecería su gobierno, y reno- varía su felicidad. ¿Esta tradición, no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo apare- ciendo entre ellos demostrase los caracteres de Quetzal- coatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus

tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas? Pienso como usted que causas individuales pueden pro- ducir resultados generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac, Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos be- neficios que usted propone. Este personaje es apenas cono- cido del pueblo mexicano y no ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus pro- fecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Em- plumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yu- catán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los au- tores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el ver- dadero carácter de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador di- vino entre los pueblos paganos de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de él su au- toridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras. Felizmente los directores de la independencia de Méxi- co se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha pro- ducido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es su- perior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta. Seguramente la unión es la que nos falta para comple- tar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades estable- cidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se pro- longa, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia. Yo diré a usted lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar un gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos ven-

drá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y es- fuerzos bien dirigidos. América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxi- lios militares y combatida por España que posee más ele- mentos para la guerra, que cuantos furtivamente podemos adquirir. Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Es- tado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los aus- picios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está des- tinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo. Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a usted para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a usted en la materia. Soy de usted, etc., etc. Kingston, 6 de septiembre de 1815