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Vampiros libro entretenimiento Libros entretenimiento literatura
Tipo: Resúmenes
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Vida y muerte es una nueva y sorprendente reformulación de la historia completa — Crepúsculo — realizada por la autora, junto con un detallado prefacio y epílogo.
Los lectores disfrutarán de la icónica historia de amor de Bella y Edward con una perspectiva renovada.
Título original: Life and Death Stephenie Meyer, 2015 Traducción: José Miguel Pallarés & Sara Cano Fernández Fotografía de cubierta: Roger Hagadone
Editor digital: Titivillus ePub base r1.
Para mis hijos Gabe, Seth y Eli, por permitirme participar de la experiencia adolescente desde el punto de vista de un chico. No podría haber escrito esto sin vosotros.
tiempo? Afortunadamente, este proyecto no solo fue divertido, sino también rápido y fácil. Resulta que no hay mucha diferencia entre una chica humana enamorada de un vampiro y un chico humano enamorado de una vampira. Y así fue como nacieron Beau y Edythe. Un par de apuntes sobre la transformación:
sus pensamientos, y que es mucho menos iracundo: no tiene el mismo sentido de inferioridad que Bella carga sobre sus hombros.
Espero que disfrutes la historia de Beau y Edythe, aunque no es algo que estuvieras esperando. Desde luego, yo he disfrutado en grande creando esta nueva versión. Adoro a Beau y Edythe con una pasión que no me esperaba, y su historia ha vuelto a convertir el mundo ficticio de Forks en un lugar fresco y feliz para mí. Espero que para ti sea igual. Si lo disfrutas aunque sea una décima parte de lo que yo lo he hecho, habrá merecido la pena. Gracias por leer esta historia. Gracias por ser parte de este mundo, gracias por ser una asombrosa e inesperada fuente de alegría en mi vida durante estos últimos diez años.
Con mucho cariño, Stephenie
N
PREFACIO
unca me había detenido a pensar en cómo iba a morir, aunque me habían sobrado los motivos en los últimos meses, pero no hubiera imaginado algo parecido a esta situación incluso de haberlo intentado. Contemplé fijamente, al otro lado de la gran habitación, los ojos oscuros de la cazadora, y esta me devolvió la mirada, complacida. Al menos, morir en lugar de otra persona, alguien a quien se ama, era una buena forma de acabar. Incluso noble. Eso debería contar algo. Sabía que de no haber ido a Forks ahora no estaría a punto de morir, pero, aterrado como estaba, no me arrepentía de esta decisión. Cuando la vida te ofrece un sueño que supera con creces cualquiera de tus expectativas, no es razonable lamentarse de su conclusión. La cazadora sonrió de forma amistosa cuando avanzó con aire despreocupado para matarme.
M
PRIMER ENCUENTRO
17 de enero de 2005
i madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. Aunque era enero en el resto del país, en Phoenix la temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un intenso azul. Llevaba mi camiseta favorita: una de los Monty Python, la de las golondrinas y el coco que mi madre me regaló hace dos Navidades. Me quedaba casi pequeña, pero daba igual. Dentro de poco no iba a necesitar camisetas. En la península de Olympic, al noroeste del estado de Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad llueve más que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de aquel lugar y de sus deprimentes tinieblas cuando yo apenas tenía unos meses. Me había visto obligado a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin, al cumplir los catorce años, me impuse; así que, en vez de eso, los tres últimos años, Charlie, mi padre, había pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California. Y, a pesar de ello, ahora de alguna manera me exiliaba a Forks para terminar el instituto. Un año y medio. Dieciocho meses. Una sentencia penitenciaria. Dieciocho meses muy duros. Cuando cerré la puerta del coche tras de mí, sonó como el clang de los barrotes de hierro encajando en su lugar. Vale, me acabo de poner un poco melodramático. Tengo la imaginación un poco desatada, como le gusta decir a mi madre. Y, por supuesto, había sido elección mía. Un exilio autoimpuesto. Lo cual no lo hacía en absoluto más fácil. Adoraba Phoenix. Me encantaban el sol, el calor seco y la gran ciudad que se extendía en todas direcciones. Y me encantaba vivir con mi madre, donde alguien me necesitaba. —No tienes por qué hacerlo —me dijo mamá por enésima vez antes de llegar al control de seguridad del aeropuerto. Mi madre dice que nos parecemos tanto que podría usar la imagen de su cara como espejo para afeitarme. No es del todo cierto, aunque es verdad que no me parezco mucho a mi padre. Mi madre tiene el mentón afilado y los labios carnosos, y yo, no; pero sí que tenemos exactamente los mismos ojos. Los suyos son ingenuos (tan grandes y de un azul tan claro), lo que la hace parecer mi hermana más que mi madre. Nos lo dicen constantemente y, aunque finge que no, le encanta. En los míos, el azul claro parece menos ingenuo y más… indeciso. Al contemplar aquellos ojos grandes e ingenuos, tan parecidos a los míos, tuve un ataque de pánico. Llevaba toda la vida cuidando de mi madre. Bueno, seguramente
—Me alegro de verte, Beau —dijo con una sonrisa al mismo tiempo que me ayudaba a mantener el equilibrio. Nos dimos una palmadita en el hombro, incómodos, y nos apartamos—. Apenas has cambiado. ¿Cómo está Renée? —Mamá está bien. Yo también me alegro de verte, papá —se suponía que no podía llamarle Charlie a la cara. —¿De verdad te parece bien dejar de vivir con ella? Los dos sabíamos que aquella pregunta no tenía que ver con mi felicidad personal. Tenía que ver con si estaba eludiendo mi responsabilidad de cuidar de ella. Aquel era el motivo por el que Charlie nunca había peleado con mamá por mi custodia: sabía que ella me necesitaba. —Sí. No estaría aquí si no estuviera seguro. —Bueno, vale. Solo llevaba dos bolsas de lona. La mayoría de mi ropa de Arizona era demasiado ligera para llevarla en el clima de Washington. Mi madre y yo habíamos hecho un fondo común con nuestros recursos para complementar mi vestuario de invierno, pero, a pesar de todo, no era mucho. Podía con las dos, pero Charlie insistió en llevar una. Me tambaleé un poco: mi equilibrio nunca ha sido muy bueno, sobre todo desde que pegué el estirón. Se me enganchó el pie en la puerta de salida y la bolsa se balanceó y golpeó al tipo que estaba intentando entrar. —Ay, lo siento. El tipo no era mucho mayor que yo, y era mucho más bajito, pero se acercó a mí con la barbilla levantada. Vi los tatuajes a ambos lados de su cuello. Una mujer también bajita, con el pelo teñido de negro opaco, se me quedó mirando amenazadoramente desde el otro lado del chico. —¿«Lo siento»? —repitió la mujer, como si de alguna manera mi disculpa hubiera sido ofensiva. —Eh… Sí. Y entonces la mujer se fijó en Charlie, que iba de uniforme. Charlie no tuvo que decir nada. Simplemente miró al tipo, que retrocedió medio paso y de pronto me pareció mucho más joven, y luego a la chica, cuyos labios pintados de pegajoso carmín rojo compusieron un mohín disgustado. Sin decir palabra, me rodearon y se dirigieron hacia la minúscula terminal. Charlie y yo nos encogimos de hombros a la vez. Era divertido que tuviéramos los mismos gestos aunque no hubiéramos pasado demasiado tiempo juntos. Quizá fueran los genes. —He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato —anunció una vez que nos abrochamos los cinturones de seguridad del coche patrulla y nos pusimos en camino. —¿Qué tipo de coche? Desconfié de la manera en que había dicho «un coche perfecto para ti» en lugar
de simplemente «un coche perfecto». —Bueno, es una camioneta, una Chevy para ser exactos. —¿Dónde la encontraste? —¿Te acuerdas de Bonnie Black, la que vivía en La Push? La Push es una pequeña reserva india situada en la costa. —No. —Su marido y ella solían venir de pesca con nosotros durante el verano —me explicó. Por eso no me acordaba de ella. Se me da bien olvidar las cosas dolorosas. —Ahora está en una silla de ruedas —continuó Charlie cuando no respondí—, por lo que no puede conducir y me propuso venderme su camioneta por una ganga. —¿De qué año es? Por la forma en que le cambió la cara, supe que era la pregunta que no deseaba oír. —Bueno, Bonnie ha realizado muchos arreglos en el motor. En realidad, tampoco tiene tantos años. ¿De verdad pensaba que me iba a rendir tan fácilmente? —¿Cuándo la compró? —En 1984… Creo. —¿Y era nueva entonces? —En realidad, no. Creo que era nueva a principios de los sesenta, o a lo mejor a finales de los cincuenta —confesó con timidez. —¡Papá, por favor! ¡No sé nada de coches! No podría arreglarlo si se estropeara y no me puedo permitir pagar un taller. —Nada de eso, Beau, el trasto funciona a las mil maravillas. Hoy en día no los fabrican tan buenos. El trasto , repetí en mi fuero interno. Al menos tenía posibilidades como apodo. —¿Y qué entiendes por barato? Después de todo, ese era el punto importante. —Bueno, hijo, te lo he comprado como regalo de bienvenida. Charlie me miró de reojo con rostro expectante. Vaya. Gratis. —No tenías que hacerlo, papá. Iba a comprarme un coche. —No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquí. Charlie mantenía la vista fija en la carretera mientras hablaba. Se sentía incómodo al expresar sus emociones en voz alta. Otra cosa que tenemos en común, así que también miraba hacia la carretera cuando le respondí: —Es genial, papá. Gracias. Te lo agradezco de veras. Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto en Forks, pero él no tenía por qué sufrir conmigo. Y a caballo regalado no le mires el diente, ni el motor. —Bueno, de nada. Eres bienvenido —masculló, avergonzado por mis palabras de
no tener que sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la cortina de lluvia con desaliento y dejar que mis pensamientos se ensombrecieran. El instituto de Forks tan solo tenía trescientos cincuenta y siete, ahora trescientos cincuenta y ocho alumnos. Solamente en mi clase de tercer año en Phoenix había más de setecientos alumnos. Todos los jóvenes de por aquí se habían criado juntos y sus abuelos habían aprendido a andar juntos. Yo sería el chico nuevo de la gran ciudad, una curiosidad, un bicho raro. Tal vez habría podido utilizar eso a mi favor si hubiera sido uno de los chicos guays. Bienvenidos los chicos populares, los reyes del baile de graduación. Pero saltaba a la vista que yo no era ese tipo de chico: no era la estrella del equipo de fútbol americano, ni el presidente de la clase, ni el chico malo motero. Yo era el chico que daba la sensación de que se le daba bien jugar al baloncesto… hasta que empezaba a caminar. El chico al que encerraban en las taquillas hasta que de repente crecía de golpe veinte centímetros el segundo año de instituto. El chico que era demasiado callado y pálido, que no sabía nada de videojuegos ni de coches ni de estadísticas de béisbol, ni de ninguna otra cosa de las que se suponía que tenían que interesarme. A diferencia de los otros chicos, no tenía montones de tiempo libre para dedicarme a mis aficiones. Tenía libros de cuentas que comprobar, desagües atascados que destapar y compras semanales que hacer. O no solía tenerlo, al menos. No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi madre, la persona con quien mantenía mayor proximidad, me había entendido nunca. A veces me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Como si quizá yo fuera un verde que todos los demás vieran como si fuera un rojo. Como si yo oliera a vinagre mientras que ellos olieran a coco. Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido. Pero la causa no importaba, solo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando conseguí dejar de darle vueltas a la cabeza. El siseo constante de la lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo. Me tapé la cabeza con la vieja colcha y luego añadí la almohada, pero no conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino sirimiri. A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, era como la celda de cárcel que había imaginado. El desayuno con Charlie fue silencioso. Me deseó suerte en la escuela y le di las
gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran una pérdida de tiempo. La buena suerte solía esquivarme. Charlie se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia. Me quedé mirando la cocina después de que se fuera, todavía sentado en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, armarios amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Hacía dieciocho años, mi madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa. Había una hilera de fotos encima del microscópico hogar del cuarto de estar, que colindaba con la cocina. La primera foto era de la boda de Charlie con mi madre en Las Vegas, y luego la que nos tomó a los tres una amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis fotografías escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso. Tenía que convencer a Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí. Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Charlie no se había repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentir incómodo. No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más tiempo, por lo que me puse la chaqueta de plástico no transpirable, que recordaba a uno de esos trajes empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna. Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El ruido de mis botas de agua nuevas resultaba raro. Añoraba el crujido habitual de la grava al andar. Dentro de la camioneta estaba cómodo y a cubierto. Era obvio que Charlie o Bonnie debían de haberla limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la primera, lo que fue un alivio, aunque en medio de un gran estruendo, y luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí. Bueno, una camioneta tan antigua debía de tener algún defecto. La anticuada radio funcionaba, un añadido que no me esperaba. Fue fácil localizar el instituto: el edificio se hallaba, como casi todo lo demás en el pueblo, junto a la carretera. Al principio no resultaba obvio que fuera una escuela, solo el cartel que indicaba que se trataba del instituto de Forks me dio una pista. Se parecía a un conjunto de esas casas de intercambio en época de vacaciones construidas con ladrillos de color granate. Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté. ¿Dónde estaban las alambradas y los detectores de metales? Aparqué frente al primer edificio, encima de cuya entrada había un cartelito que rezaba «Oficina principal». No vi otros coches aparcados allí, por lo que estuve seguro de que estaba en zona prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en
Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba fácil de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro sobre un fondo blanco en forma de cuadrado en la esquina del lado este. Entré detrás de dos personas que llevaban impermeables de estilo unisex. El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara como la porcelana y otra, también pálida, de pelo castaño claro. Al menos, mi piel no sería nada excepcional aquí. Entregué el comprobante a la profesora, una mujer alta y de pelo fino a quien la placa que descansaba sobre su escritorio la identificaba como Sra. Mason. Se quedó mirándome embobada al leer mi nombre —poco alentador—, y yo noté cómo me subía la sangre a la cara, sin duda formando poco atractivas manchas en mis mejillas y mi cuello. Al menos me envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme al resto de los compañeros. Intenté meterme en el pequeño escritorio lo más discretamente que pude. A mis nuevos compañeros les resultaba difícil mirarme al estar sentado en la última fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la lista de lecturas que me había entregado la profesora. Era bastante básica: Brontë, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era cómodo… y aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras la profesora continuaba con su perorata. Cuando sonó el zumbido del timbre, una chica flacucha, con acné y pelo negro grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo para hablar conmigo. —Tú eres Beaufort Swan, ¿verdad? Parecía demasiado amable, la típica chica miembro del club de ajedrez. —Beau —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron para mirarme. —¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó. Tuve que comprobarlo con el programa que tenía en la mochila. —Eh… Historia, con Jefferson, en el edificio seis. Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier. —Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino —demasiado amable, sin duda—. Me llamo Erica —añadió. Sonreí con timidez. —Gracias. Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza. Varias personas parecían seguirnos lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas o algo así. Esperaba no estar volviéndome paranoico. —Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó. —Mucho. —Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año. —Vaya, no me lo puedo ni imaginar —reflexionó. —Hace mucho sol —le expliqué. —No se te ve muy bronceado. —Es la sangre albina de mi madre. Me miró con aprensión. Solté un gruñido. No parecía que las nubes y el sentido del humor encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear el sarcasmo. Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del gimnasio. Erica me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente. —En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez coincidamos en alguna otra clase. Parecía esperanzada. Le dediqué una sonrisa —que confiaba en que no comprometiera a nada— y entré. El resto de la mañana transcurrió igual. Mi profesora de Trigonometría, la señora Varner, quien de todos modos no me habría caído bien por la asignatura que enseñaba, fue la única que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis compañeros. Balbuceé, se me llenó la cara de manchas rojas y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre. Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada aula. Siempre había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba Forks. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no necesité el plano. En todas las asignaturas, los profesores empezaban llamándome Beaufort, y aunque yo los corregía inmediatamente, era deprimente. Había tardado años en superar lo de Beaufort: muchísimas gracias, abuelo, por morirte unos cuantos meses antes de que naciera y hacer que mi madre se sintiera obligada a honrar tu memoria. En casa, ya nadie se acordaba de que Beau solo era un diminutivo. Ahora tenía que empezar otra vez de cero. Un chico se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de Español, y me acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy bajito, ni siquiera me llegaba al hombro, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados. No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los profesores y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo. Nos sentamos al final de una larga mesa con varios de sus amigos, a quienes me presentó. Se me olvidaron los nombres de todos en cuanto los pronunció. Parecían pensar que era guay que me hubiera invitado. La chica de la clase de Lengua y Literatura, Erica, me saludó desde el otro lado de la sala, y todos se rieron. Ya me había convertido en el hazmerreír del grupo. Probablemente, había batido mi propio récord. Pero ninguno parecía tener malas intenciones.