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Fragmentos de Sentido común de Thomas Paine, relevantes en la independencia de EEUU.
Tipo: Apuntes
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Traducción: Vicente Rocafuerte
Traducción publicada en el libro: “Ideas necesarias a todo pueblo americano independiente que quiera ser libre” D. Huntington, Philadelphia, 1821
Algunos escritores han confundido de tal modo la sociedad con el gobierno, que hacen muy poca o casi ninguna distinción entre ambas cosas, cuando no solamente son diferentes entre sí, sino que tienen también distinto origen. La sociedad es el resultado de nuestras necesidades, y el gobierno el de nuestras iniquidades: la primera promueve nuestra felicidad positivamente, uniendo nuestras afecciones, y el segundo negativamente, restringiendo nuestros vicios: la una activa el trato de los hombres, el otro cría las distinciones: aquélla es un protector, y éste un azote de la humanidad.
La sociedad en todos casos ofrece ventajas, al paso que el gobierno siendo un mal necesario en su mejor estado en su estado peor es intolerable; porque cuando nosotros sufrimos o estamos expuestos por causa del gobierno, a las mismas miserias que podíamos experimentar sin él, nuestras calamidades se aumentan con la reflexión de que hemos causado nuestros padecimientos, por los mismos medios con que pretendíamos evitarlos.
El gobierno es como el vestido, la divisa de la inocencia perdida; los palacios de los reyes están edificados sobre las ruinas del paraíso. Si el hombre obedeciera uniformemente los impulsos de la recta conciencia, no necesitaría de otro legislador; pero no siendo esto así, le es necesario sacrificar una parte de su propiedad para proveer a la seguridad y protección de las otras, siguiendo el dictamen de la prudencia, que le aconseja en este caso escoger de dos males el menor. Por tanto, siendo la seguridad el verdadero objeto y fin de los gobiernos, es consecuencia clara que será preferible a todas, aquella forma de gobierno que pueda garantirnos tan inapreciable bien, con el menor gravamen posible.
primer parlamento todos los hombres tendrían asiento por derecho natural.
Pero a medida que la sociedad fuese prosperando, los negocios públicos se irían aumentando igualmente: los miembros de la comunidad se separarían con el aumento de la población; y la distancia seria un obstáculo para que en todas circunstancias se juntasen todos ellos como al principio, cuando su número era más pequeño, sus habitaciones mas vecinas y sus negocios públicos de corta entidad. Entonces se conocería la ventaja de consentir en que la parte legislativa fuese dirigida por un número de individuos escogidos en todo el cuerpo, los cuales tuviesen el mismo interés que los restantes, y obrasen del mismo modo que obraría el cuerpo todo, si estuviese presente. Continuando el aumento de la población, sería necesario aumentar también el número de representantes, y para bien atender al interés de cada parte de la comunidad, se haría indispensable dividir el todo en partes proporcionales, encomendando a cada representante un número competente: la prudencia indicaría igualmente la necesidad de hacer frecuentes elecciones, a fin de que los elegidos nunca pudiesen tener un interés diferente del de los electores; pues de este modo, pudiendo aquellos volver a entrar en la clase de estos, serían fieles al público por la imposibilidad de perpetuarse en el mando; y como esta frecuente permuta debe establecer un interés igual entre todas las partes de la comunidad, estas se sostendrían mutua y recíprocamente unidas. En esta unión es, pues, en lo que consiste la fuerza de un gobierno y la felicidad de los gobernados, no en el detestable nombre de rey.
He aquí el origen y nacimiento del gobierno, que solo es necesario en el mundo a falta de virtudes morales; su objeto y fin es la libertad y seguridad; y estos principios de justicia, dictados por la naturaleza y confirmados por la razón, serán eternos, por más que una brillante y pomposa apariencia deslumbre un momento nuestros ojos, por más que la armonía lisonjee nuestro oído, que las preocupaciones extravíen nuestra
voluntad, y el interés particular ofusque nuestro entendimiento.
De un principio natural incontrovertible deduzco yo mi idea acerca del gobierno, y es: que la maquina más sencilla es la que está menos expuesta a descomponerse, y la que, una vez descompuesta, se repara con mayor facilidad guiado por esta máxima, haré unas breves observaciones sobre la famosa y decantada constitución inglesa. Convengamos en que fue buena, respecto a los tiempos de tinieblas y esclavitud en que se formó; porque cuando el mundo todo gemía agobiado bajo el peso de la tiranía, la menor mudanza hacia el bien era dar un paso a la libertad: pero es fácil demostrar que esta constitución es imperfecta, sujeta a convulsiones, e incapaz de producir lo que parece prometer.
Los gobiernos absolutos (aunque son una vergüenza de la naturaleza humana) tienen en sí la ventaja de ser sencillos; si el pueblo sufre, conoce bien la raíz de donde dimana su pena, y no está expuesto a confundirse y perderse en la variedad de causas y de remedios. Pero la constitución de Inglaterra está tan extremadamente complicada, que la nación puede sufrir por muchos años, sin poder descubrir en qué parte está el mal que le aqueja; unos dirán aquí, y otros acullá, y cada médico político recetará un emplasto diferente.
Yo bien conozco cuán difícil es desterrar las preocupaciones locales y arraigadas; con todo, si examinamos las partes de que se compone la constitución inglesa, hallaremos que sus cimientos son los escombros de dos antiguas tiranías, y que solo está compuesta de retazos, enmendada con algunas formas republicanas.
Primero: los restos de una monarquía tiránica en la persona del Rey.
Segundo: los restos de una monarquía aristocrática en las de los pares.
Tercero: las nuevas partes republicanas en las personas de la cámara de los Comunes, de cuya virtud pende la libertad de Inglaterra. Las dos primeras por ser hereditarias son
sentido por un análisis exacto de las complicadas ideas que contienen; porque dicho análisis incluye una previa cuestión, a saber: ¿Cómo pudo el rey obtener un poder, que el pueblo teme confiar, y que siempre está obligado a coartar? Un poder semejante no puede ser el don de un pueblo sabio, ni tampoco lo puede ser de Dios, siendo un poder que necesita de restricciones; con todo, la constitución lo concede y supone existir semejante poder.
Pero como este poder tiene unas fuerzas superiores a las que su objeto necesita, los medios que emplea para conseguirlo son desproporcionados y por consecuencia inútiles; la siguiente comparación aclarará más la materia. Puestas en movimiento todas las ruedas de una máquina a impulsos de otra, en quien resida la fuerza motriz; aunque alguna o algunas de aquellas pueda estorbar, o como es la palabra, coartar la rapidez del movimiento de esta, mientras no puedan detenerla, sus esfuerzos serán infructuosos; el primer poder que se mueva seguirá al fin su curso, y lo que pierda en velocidad lo ganará en tiempo. Y como el peso mayor hace siempre subir al menor, resta pues, conocer a que individuo concede la constitución inglesa este mayor peso o este poder; porque éste será el que gobernará al fin.
Es claro que la corona es esta parte opresiva en la constitución inglesa, y también es evidente que tiene el mayor influjo y transcendental consecuencia, por ser la única distribuidora de gracias, empleos y pensiones; pues aunque los ingleses fueron bastante sabios para cerrar la puerta a monarquía absoluta, fueron al mismo tiempo bastante locos para entregar la llave a la Corona.
La preocupación de los ingleses a favor de su gobierno, por el Rey, Lores y Comunes nace mas bien de un orgullo nacional, que de la ilustrada razón. Los individuos gozan sin duda de mayor seguridad en Inglaterra que en ningún otro país; pero la voluntad del Rey es una ley tan suprema en la Gran Bretaña como en Francia; con esta diferencia, que en vez de manar directamente de su boca, es anunciada al pueblo bajo la formidable forma de un decreto del Parlamento. La
desgraciada suerte de Carlos I, ha hecho reyes más sutiles; pero no más justos.
Dejando, pues, a un lado todo el orgullo y preocupación nacional a favor del sistema inglés, la pura verdad es, que si la corona no es tan opresiva en Inglaterra como en Francia, se debe a la constitución individual de aquellos naturales, mas bien que a la de su gobierno.
Es indispensable en este tiempo hacer un análisis de los errores constitucionales en la forma del gobierno inglés; porque así como nosotros nunca estamos en aptitud de hacer justicia a otros, mientras continuamos bajo el influjo de un partido dominante; así también somos incapaces de hacérnosla a nosotros mismos, mientras estamos dominados de una ciega pasión: y así; también, como un hombre aficionado a mujeres prostituidas es incapaz de conocer la felicidad que promete una esposa virtuosa; así una preocupación a favor de la constitución podrida de un gobierno, nos inhabilita para distinguir y juzgar el mérito de otra buena.
Siendo el género humano originalmente igual en el orden de creación, la igualdad pudo solamente ser destruida por algunas circunstancias subsecuentes; las distinciones de rico y pobre pueden muy bien existir, sin recurrir a los duros y disonantes nombres de opresión y avaricia. La opresión es muchas veces la consecuencia de la riqueza; pero rara o ninguna vez los medios de ella; y aunque la avaricia preserve al hombre del estado de mendicidad, también le infunde, casi generalmente, demasiado temor para poder enriquecer.
Pero hay una distinción tan enorme entre los hombres, que no se puede justificar ni con razones sacadas de la naturaleza, ni de la religión; esta es la que se nota entre reyes y vasallos: y es cosa muy digna de nuestra atención, inquirir como vino al
mismo método debe observarse con respecto a la ciencia del gobierno.
En lugar, pues, de embarazar al principio el problema con las numerosas subdivisiones en que están clasificadas las diferentes formas de gobierno, cuales son la aristocracia, oligarquía, monarquía, etc., el mejor método será comenzar por divisiones que pueden llamarse primarias, o por aquellas en las cuales se hallan comprendidas todas las varias subdivisiones de que es capaz.
Las divisiones primarias son solamente dos: Primera: gobierno por elección y representación. Segunda: gobierno por sucesión hereditaria. Todas las diferentes formas de gobierno, por numerosas y diversificadas que sean, están clasificadas bajo una u otra de estas divisiones primarias; porque ellas están o en el sistema de representación, o en el de sucesión hereditaria. En cuanto a esta forma equívoca, que se llama gobierno mixto, cual fue el último de Holanda, y es el presente de Inglaterra, no debe hacer alguna excepción la regla general; porque sus partes, consideradas separadamente, son o representativas, o hereditarias.
Comenzando, pues, nuestra investigación desde este punto, tenemos que examinar antes la naturaleza de estas dos divisiones primarias. Si ellas son igualmente exactas en sus principios, entonces la cuestión es de mera opinión. Si la una es de un modo demostrativo mejor que la otra, esta diferencia dirige nuestra elección; pero si una de ellas fuese tan absolutamente falsa que no tuviese derecho a existir, la cuestión cae por sí misma; porque en una concurrencia en que debe ser aceptada precisamente una de las dos, la negativa probada en la una, viene a ser una afirmativa para la otra.
Las revoluciones que se van extendiendo ahora en el mundo tienen su origen en la indagación de los derechos del hombre; y la presente guerra es un conflicto entre el sistema representativo, fundado en los derechos del pueblo, y el
hereditario, fundado en la usurpación. Las voces de monarquía, estado real y aristocracia por sí no significan nada; el sistema hereditario, si continuase, seria siempre el mismo o peor bajo de cualquier otro título.
Las revoluciones del día tienen un carácter muy pronunciado, por fundarse todas en el sistema del gobierno representativo en oposición al hereditario. Ninguna otra distinción abraza mas completamente sus principios.
Habiendo expuesto las divisiones primarias de todo gobierno con la posible generalidad, procedo en primer lugar al examen del sistema hereditario; porque tiene la primacía con respecto al tiempo. El sistema representativo es la invención del mundo moderno, y no cabe la menor duda, a lo menos según mi opinión, en que no hay un problema de Euclides mas matemáticamente exacto, que el de no tener el gobierno hereditario derecho alguno para existir. Por tanto, cuando nosotros quitamos a algún hombre (algún rey) el ejercicio del poder hereditario, le quitamos lo que él nunca ha tenido derecho de poseer, y para lo cual ninguna ley o costumbre pudo ni podrá jamás darle algún título de posesión.
Los argumentos que se han empleado hasta ahora contra el sistema hereditario, han sido principalmente fundados sobre su absurdidad e incompetencia para el presupuesto fin de todo gobierno. Nada puedo presentar a nuestro juicio, o a nuestra imaginación un ejemplo más sensible de nuestra estupidez, que el ver caer el gobierno de una nación entera, como sucede frecuentemente, en manos de un niño; necesariamente destituido de experiencia, y muchas veces poco mejor que un loco: este es un insulto que se hace a todos los hombres de edad, de carácter y de talento del país. Desde el momento que empezamos a raciocinar sobre la sucesión hereditaria, no es posible dejar de reírnos, así como se nos presenta repentinamente a la imaginación un autómata tan ridículo, como es un Príncipe heredero. Pero conteniendo la risa a que provoca un monifato de esta especie; dejemos a cualquier hombre que se haga a sí mismo esta pregunta: ¿Por cuál
que se llama ley, como ha sucedido en Inglaterra. Yo digo que no, y que toda ley o constitución hecha con este fin es una traición contra los derechos de los menores de la nación de aquel tiempo en que se hace, y contra los de las generaciones subsecuentes. Hablaré sobre cada uno de estos casos. Primeramente de los menores, y del tiempo en que se hace una ley semejante; y en segundo lugar, de las generaciones que han de suceder.
Una nación, tomando esta palabra en toda su extensión, comprende todos los individuos que la componen, de cualquiera edad que sean; desde su nacimiento hasta su muerte: una parte de éstos será de memores, y la otra de mayores. La igualdad de la vida no es exactamente una misma en todos los climas y países; pero en general la minoridad en años, compone el número mayor; es decir, que el de las personas de menos de veinte y un años, es mas grande que el de mayor edad. Esta diferencia en el número no es necesaria para establecer el principio que pienso sentar; pero sirve para manifestar su justicia con mayor fuerza. El principio seria siempre igualmente bueno, aunque la mayoría en años lo fuese también en el número.
Los derechos de los menores son tan sagrados como los de los mayores. La diferencia está únicamente en las edades de los dos partidos, y no en la naturaleza de los derechos; estos siempre son los mismos; y deben preservarse inmunes para la herencia de aquellos, cuando lleguen a mayor edad. Durante la minoridad de éstos, sus derechos están bajo la sagrada tutela de los mayores: los unos no pueden renunciarlos, ni los otros pueden disponer de ellos; y por consiguiente aquella parte de mayores que forma por aquel momento las leyes de una nación, gobierna por pocos años a aquellos que aun son menores y los deben reemplazar; y no tiene ni puede tener derecho para establecer una ley erigiendo un gobierno hereditario, o para hablar más claramente, una sucesión hereditaria de gobernadores; porque estableciendo semejante ley, cometen el atentado de privar a todos los menores de la nación de la herencia de sus derechos, antes de que lleguen a
la mayor edad, y subyugarlos a un sistema de gobierno, al cual durante su menor edad no podían ni asentir ni contradecir. Por tanto, si la ley trata de prevenirse contra el privilegio que tiene esta parte de la nación de ejercer sus derechos en llegando a la edad competente, como lo habría ejecutado estando habilitada por sus años al tiempo de establecerse: entonces innegablemente debe considerarse como una ley cuyo único objeto es el de quitar o anular los derechos de todos los individuos de la nación que se encuentran en la menor edad cuando se establece: por consiguiente no hubo derecho para establecer una ley semejante.
Paso ahora a hablar acerca del gobierno hereditario con respecto a las generaciones venideras; y a manifestar que tanto en este caso como en el de los menores, no puede haber en una nación derecho alguno para establecerlo.
Una nación, aunque existente en todos tiempos, está siempre en estado de renovarse por una continua sucesión; su curso no puede detenerse; cada día produce nuevos individuos, acerca los menores a la madurez, y arrastra los viejos a la tumba. En este no interrumpido curso de las generaciones no hay una parte superior en autoridad a la otra. Si pudiéramos nosotros concebir superioridad en alguna, ¿en qué instante de tiempo, o en qué siglo del mundo fijaríamos su nacimiento? ¿A qué causa la a atribuiríamos? ¿Por qué evidencia la probaríamos? ¿Por qué criterio la conoceríamos? Una sola reflexión nos enseñará que nuestros antepasados no fueron durante su vida, sino como nosotros, unos censatarios en el gran feudo de los derechos; el absoluto señorío de estos, ni ellos lo tuvieron, ni lo tenemos nosotros: pertenece a la entera familia de los hombres en todas las edades. Pensar de otro modo, es pensar o como esclavos, o como tiranos: como esclavos, porque creemos que alguna de las generaciones pasadas tuvo autoridad, para obligarnos; y como tiranos, porque creemos tenerla para obligar a las que nos han de suceder.
No me parece fuera de propósito procurar definir lo que deba entenderse por una generación; y en que sentido se usa
insolente de todas las tiranías. El hombre no tiene propiedad sobre otro hombre; ni una generación la tiene sobre las que están por venir.
En la primera parte de los Derechos del Hombre [4] he hablado del gobierno por sucesión hereditaria; y terminaré aquí con un extracto de esta obra en los dos capítulos siguientes.
Primero: Qué derecho tiene una familia para establecerse por sí misma con el poder hereditario.
Segundo: Qué derecho tiene una nación para establecer una familia particular con tales privilegios.
Con respecto al primero de estos capítulos (el de establecerse una familia por su misma autoridad, con poder hereditario independiente de la nación); todo hombre convendría en llamarlo despotismo, y cualquiera que intentase sostenerlo ofendería su propio entendimiento.
Con respecto al segundo capítulo (el de establecer una nación a una familia particular con poder hereditario), no se presenta como un despotismo a primera vista; pero si los hombres dan lugar a otras segundas reflexiones, y las llevan adelante, considerando, cuando no sus propias personas, las de su posteridad, verán entonces que la sucesión hereditaria viene a ser para los otros el mismo despotismo que las personas que les precedieron reprobaron para ellos. Esto es excluir el consentimiento de la generación que sigue, y la exclusión de, este consentimiento es despotismo.
Consideremos la generación que emprende establecer una familia con poder hereditario, separadamente de las generaciones que se han de seguir.
La generación que elige primero una persona, y la pone a la cabeza de su gobierno, bien sea con el título de rey, o bien con alguna otra distinción nominal hace su misma elección, sea sabia o loca, como un, libre agente de sí mismo. La persona así elevada no es hereditaria, sino propuesta y elegida; y la generación que la establece no vive entonces por esto bajo
un gobierno hereditario, sino bajo un gobierno que ella misma ha escogido. Aun cuando la persona elevada de este modo, y la generación que la eleva, viviesen para siempre; nunca seria sucesión hereditaria: y esta solamente se seguiría por muerte de una de las dos partes.
Siendo, pues, la sucesión hereditaria un asunto fuera de cuestión, con respecto a la primera generación que la establece; consideremos el carácter de esta, misma generación, y sus operaciones con respecto a la generación que comienza, y a las demás que la han de suceder.
Ella toma un carácter para el cual no ha tenido ni título, ni derecho; porque de legisladora pasa también a testadora, y legando el gobierno, afecta hacer un testamento que debe ejecutarse después de su muerte; y no solo atenta a legar, sino también a establecer sobre la generación venidera una nueva y diferente forma, bajo la cual ella misma no ha vivido. Ella vivió, como se ha observado ya, no bajo un gobierno hereditario, sino bajo un gobierno hecho por su misma elección; y ahora intenta, sin mas virtud que su voluntad, y un testamento que no tuvo autoridad para hacer, tomar de la generación que comienza, y las demás que se han de suceder, el derecho y libre agencia, en virtud de la cual ella obró para sí misma.
De cualquier modo que se considere la sucesión hereditaria, como naciendo de solo la voluntad y testamento de una nación precedente, no se presenta al entendimiento humano sino como un crimen y un absurdo. La letra A no puede forzar la letra B para tomar de ella su propiedad, y dársela a la C; sin embargo, este es el modo con que se obra en lo que se llama sucesión hereditaria por ley: una cierta generación por un acto de su voluntad pretende, bajo la forma de una ley, quitar los derechos de la generación que comienza, y de todas las otras venideras; y los traspasa a una tercera persona, la cual asume el gobierno en consecuencia de este traspaso ilícito.
La historia del Parlamento ingles nos presenta un ejemplo de este género; y que merece ser recordado, como prueba la
representación, o como puede decirse más concisamente, gobierno representativo por contraposición al hereditario.
Habiendo probado que el gobierno hereditario no tiene ningún derecho para existir, y que debe excluirse de toda sociedad, resulta que el gobierno representativo es el mejor, y el que se debe admitir.
Al contemplar el gobierno por elección y representación, no nos detendremos en inquirir como, cuando, o porque derecho existe: su origen está siempre a la vista. El hombre mismo es el origen y la evidencia de su derecho: le pertenece por su existencia, y su persona lo prueba.
La única verdadera base del gobierno representativo es la igualdad de derechos. Cada hombre tiene derecho a un voto, y no más, en la elección de representantes. El rico no tiene mas derecho para excluir al pobre del derecho de votar o elegir y ser elegido, que el pobre tiene para excluir al rico; y siempre que una de las dos partes lo intente o se lo proponga, será una cuestión de fuerza y no de derecho. ¿Quién es aquel que querría excluir a otro? Ese otro tiene derecho para excluirlo a él.
Aquello que se llama ahora aristocracia implica una desigualdad de derechos, ¿pero cuáles son las personas que tienen derecho para establecer esta desigualdad? ¿Los ricos se excluirán ellos a sí mismos? No: ¿Se excluirán los pobres? No: ¿por qué derecho, pues, puede alguno ser excluido? Sería una nueva cuestión saber si algún hombre o alguna clase de hombres tiene derecho para excluirse a sí mismo; pero sea como fuere, lo cierto es que ellos no lo pueden tener para excluir a otro. El pobre nunca delegará un derecho como éste al rico, ni el rico al pobre; y asumirlo es no solamente asumir un poder arbitrario, sino arrogarse un derecho para cometer un robo. Los derechos personales, entre los cuales el principal es el de votar por sus representantes, son una especie de propiedad del más sagrado carácter; y aquel que emplease su propiedad pecuniaria, y valido de su influjo, intentase quitar o robar a otro su propiedad de derecho, usarla de su dinero como si usase de armas de fuego; y merecería bien que se le quitase.
La desigualdad debe su origen a la combinación de una parte de la comunidad, que excluye a la otra de sus derechos. Siempre que se haga un artículo de constitución o ley, en que el derecho de votar o de elegir y ser elegido, pertenezca exclusivamente a un número de personas, que posea una cierta cantidad de bienes, sea grande o pequeña; es una combinación de aquellos individuos que poseen esta cantidad, para excluir a los que no la poseen: es revestirse de autoridad ellos mismos, y considerarse como parte superior de la sociedad para la exclusión de los demás.
Siempre debe considerarse como concedido u otorgado, que aquellos que se oponen a la igualdad de derechos, nunca quieren que la exclusión tenga lugar con respecto a ellos; y bajo de este aspecto se presenta la aristocracia como un objeto de risa. Esta vanidad tan lisonjera está sostenida por otra idea no menos interesada; y es que los que se oponen conciben bien que hacen un juego seguro, en que pueden tener la suerte de ganar sin el menor riesgo de perder; que de cualquiera manera el principio de igualdad los incluye; y que si no pueden obtener más derechos que las personas a quienes se oponen y quieren excluir, ellos no habrán perdido nada. Esta opinión ha sido ya fatal a muchos miles, que no contentos con la igualdad de derechos, han solicitado mas, hasta que lo han perdido todo, y han experimentado sobre sí mismos la degradante desigualdad que procuraban establecer sobre los otros.
De cualquier modo que se considere, es peligroso e impolítico, muchas veces ridículo, y siempre injusto, fundar en la riqueza el derecho de votar. Si la suma o cantidad de bienes de los sujetos en quienes deba recaer el derecho es considerable, será excluir la mayoría del pueblo, y unirla en un interés común contra el gobierno y contra aquellos que lo sostienen; y como quiera que el poder está siempre en la mayoría, esta puede muy bien destruir un gobierno semejante, y sus apoyos en el momento que quiera.
Si para evitar este peligro se fija como regla para el derecho una pequeña suma de bienes, esto mismo hace la libertad despreciable, por ponerla en competencia con unas