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Concepto de San Agustín sobre la Voluntad
Tipo: Monografías, Ensayos
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Autor: Alonso Martini Gil
C.I.: V-24.221.
Carnet: 20141110648
Caracas, 4 de junio de 2018
En el presente trabajo trataremos de explicar desde qué perspectiva San Agustín de Hipona resuelve el problema que surge entre la libertad y la “divina” providencia que envuelve el accionar de todos los hombres. ¿Ejercemos nuestra voluntad a placer? Es decir, ¿hacemos lo que queremos? ¿o cumplimos con un plan de Dios?
Comenzaremos planteando nuestra conclusión, y es que en el pensamiento de Agustín se encuentran pruebas que sostienen la teoría de que se es libre cumpliendo la voluntad de Dios, lo que trae consigo la pregunta de que si ¿realmente eres libre al cumplir una voluntad de otro?
A continuación, expondremos nuestros argumentos.
Lo primero que debemos dejar claro es que San Agustín enfoca todo desde Dios y para Dios, y por esto Dios es siempre fundamentalmente el objeto de su consideración; Dios en cuanto principio y fin de todo, y especialmente del hombre. Correlativamente a esto, San Agustín considera el hombre en cuanto ordenado hacia Dios como a su fin último.
Veamos primero a qué se refiere con la “voluntad de Dios“.
En La Ciudad de Dios , nos habla de tres formas en que se puede entender esta expresión. En primer lugar, observamos que, para San Agustín, la voluntad de Dios será aquella disposición divina que hace tender todas las cosas a fines determinados de acuerdo con su presciencia, de modo tal que estos fines se ajusten a buenos y malos en el sentido de corregirles y guiarles hacia el bien, y, en el caso de que la maldad no se corrija, de castigarla, así como de premiar a los buenos (Agustín de Hipona, Civ. Dei, XXII, II, 1 y 2). Por ende, esta voluntad se refiere al querer de Dios que se lleva a cabo por su omnipotencia y que está también guiado por su omnisciencia. Esta voluntad sería inmutable al igual que el propio Dios. En este sentido, a nuestro entender, el hablar de presciencia de Dios, es hablar de Dios desde una perspectiva humana, ya que para él, en su eternidad e inmutabilidad, todas las cosas son presentes, por lo que más correspondería hablar de omnisciencia que de presciencia divina. De cualquier modo, no está dentro de nuestros intereses resolver el misterio que tiene que ver con la relación de lo temporal con lo eterno.
En segundo lugar, notamos que por voluntad de Dios, San Agustín también entiende aquella que Dios infunde a los hombres que él dispone, haciéndolos obedientes a sus mandatos. Es decir, que esta voluntad más bien sería una voluntad de los hombres que, por la inspiración de Dios, quieren lo que Dios también quiere. Pero, como es inspirada por el propio Dios y coincide con su voluntad, la podemos llamar también voluntad de Dios.
Por último, la tercera forma de entender la voluntad de Dios sería lo que a Dios place que sea el obrar del hombre. Aquí aparece una cierta paradoja, y es que si todo lo que sucede es acorde con la voluntad de Dios, entendida según la acepción que mencionamos en primer lugar, entonces, tanto los que obran el bien como los que obran el mal estarían cumpliendo la voluntad de Dios. Pero en esta tercera noción de la
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a la finalidad, para llegar al extremo más pasivo como lo son las emociones y afectos, los que sin embargo van estrechamente ligados al amor y al deseo.
Nuestra idea es que San Agustín considera a la voluntad humana libre de volverse a Dios o apartarse de Dios, pero al mismo tiempo la mente humana debe reconocer la verdad: no solamente que lo que busca, la felicidad, únicamente puede encontrarse en la posesión del Bien inmutable, Dios, sino también que la dirección de la voluntad a ese Dios está implantada por Dios mismo, y querida por Él, que es el Creador. Entonces, al apartarse de Dios la voluntad se mueve contrariando la ley divina, que tiene expresión en la naturaleza humana, hecha por Dios para sí mismo. Todos los hombres son conscientes en cierta medida de normas y leyes morales: «incluso los impíos (...) censuran justamente y justamente alaban muchas cosas en la conducta de los hombres». ¿Cómo pueden hacerlo así, si no es porque ven las reglas según las cuales deben vivir los hombres, aun cuando ellos no obedezcan particularmente tales leyes en su propia conducta? Y ¿dónde ven esas reglas? No en sus propias mentes, puesto que éstas son mutables, mientras que «las reglas de la justicia» son inmutables; no en sus caracteres, puesto que tales hombres son, ex hypothesi, injustos. Ven las reglas morales, dice san Agustín, valiéndose de su acostumbrada, aunque oscura, manera de hablar, «en el libro de aquella luz que se llama la Verdad». Las leyes eternas de la moralidad están impresas en el corazón del hombre, «como la impresión de un anillo pasa a la cera, sin dejar por eso de estar en el anillo». Hay, ciertamente, algunos hombres que están más o menos ciegos para la ley, pero incluso ésos son «a veces tocados por el esplendor de la verdad omnipresente». Así, lo mismo que la mente humana percibe verdades teoréticas eternas a la luz de Dios, percibe también, a la misma luz, verdades prácticas, o principios que deben dirigir la voluntad libre. El hombre está por naturaleza, por su naturaleza considerada en concreto, dispuesto hacia Dios; pero debe satisfacer el dinamismo de esa naturaleza observando las leyes morales que reflejan la ley eterna de Dios, y que no son reglas arbitrarias, sino que se siguen de la naturaleza de Dios y de la relación del hombre a Dios. Las leyes no son caprichos arbitrarios de Dios, sino que su observancia es querida por Dios porque Él no habría creado al hombre sin querer que el hombre fuese lo que Él quería que fuese. La voluntad es libre, pero está al mismo tiempo sujeta a obligaciones morales, y amar a Dios es un deber.
Es por esto que afirmamos que, para San Agustín, el cumplir la voluntad divina conlleva un cierto tipo de liberación, e incluso, que es sólo por medio del seguimiento de esta voluntad que el hombre llega a alcanzar su máximo grado de libertad.
Aclarado los pilares de la discusión, pararemos a examinar la postura San Agustín con las diversas formas de ser libre cumpliendo la voluntad de Dios:
En cuanto a la libertad como libre albedrío, consideramos que consiste en una potencia o facultad que mueve a un ser en una determinada dirección y que equivale a la capacidad de elegir entre cursos alternativos de acción.
San Agustín distingue tres formas en que se puede dar el libre albedrío. La primera es la de poder no pecar. Esta era la que poseía el hombre creado por Dios antes de la caída. Luego de la caída la condición del libre albedrío sería la de no poder
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no pecar. Con la excepción de quienes se acogen a la gracia de Dios y recuperan la condición prelapsaria de poder no pecar. San Agustín lo expresa de la siguiente manera: “El albedrío de la voluntad es verdaderamente libre cuando no es esclavo de vicios y de pecados. En esa condición fue dado por Dios, y, una vez perdido por vicio propio, no puede ser devuelto sino por El, que pudo darlo” (Agustín de Hipona, Civ. Dei., XIV, XI, 1). La tercera forma del libre albedrío es la de no poder pecar, y corresponde a quienes han alcanzado la vida eterna. Y esto no es una restricción del libre albedrío, sino su máxima liberación.
Otro modo de explicar la libertad del hombre a través de los mandatos de Dios,
consiste en tratar de explicar la libertad como liberación del pecado, cuyo entendimiento se halla en el de la libertad como amor por el cumplimiento de los divinos
mandatos.
En su obra Del espíritu y de la letra, San Agustín se refiere a la distinción que hace San Pablo entre la ley de las obras y la ley de la fe.
La ley de las obras sería aquel pretendido principio de justificación según el cual el hombre se justifica por medio de la observancia de la ley revelada a través de Moisés en el antiguo testamento. Esta ley sería letra que mata, ya que no es capaz de justificar, pues se la observa mediante las solas fuerzas humanas y por temor al castigo, lo que sólo conduce a que uno se hunda más en el pecado, ya que el conocimiento de aquello que no se debe codiciar estimula, la concupiscencia de ello, y además el cumplir la ley por temor y no libremente no sería un auténtico cumplimiento de ésta.
Esto lo explica Agustín de la siguiente manera:
La ley de la fe, en cambio, es el principio de justificación según el que ésta última se obtiene mediante la fe de quien reconoce que no puede ser justificado por sus solas fuerzas, y que pide a Dios la gracia santificante. Esta gracia, al ser concedida por Dios, transforma la voluntad humana y le hace amar los preceptos divinos, con lo cual se llega a cumplir la ley en forma auténticamente libre y en su esencia más pura y simple: amar.
Entonces, al irse liberando de la tendencia al pecado por medio de la gracia otorgada por la fe, va aumentando el amor y deleite en la ley divina. Es así como en este amor al prójimo y a Dios y sus preceptos se llega a ser libre cumpliendo los mandatos divinos bajo la inspiración del Espíritu Santo.
Pero entonces, ¿cuándo seremos realmente libres? San Agustín explica que en la vida eterna se dará la plenitud de la libertad humana. Primero, el libre albedrío llegará a su máxima amplitud como el deleite en no pecar y no poder incurrir en ello.
En segundo lugar, en la vida eterna la felicidad será completa, lo que conllevará una cabal libertad en el sentido del cumplimiento de todos los deseos. Dice San Agustín
Revista de la Universidad Católica, No. 2. Lima, Perú.
de Balaguer and Opus Dei Virtual Library. Barcelona, España.
CESMA, S.A. Madrid, España.
Santiago de Chile: Universitaria.
Hipona (1991). Confesiones. O.C., II. Madrid: B.A.C.
de San Agustín. San Agustín a través del tiempo. Burgos: Monte Carmelo.
de Catalunya. Barcelona, España.
Navarra, España.