Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

MI HISTORIA POR RAFAEL NADAL, Ejercicios de Lingüística

RAFAEL NADAL Rafa Nadal, uno de los mejores deportistas de toda la historia, nos cuenta sus vivencias a partir del legendario partido que le enfrentó a Federer en Wimbledon 2008 https://freeditorial.com/es/books/mi-historia-por-rafael-nadal

Tipo: Ejercicios

2018/2019

Subido el 12/09/2019

pola__
pola__ 🇲🇽

2 documentos

1 / 164

Toggle sidebar

Esta página no es visible en la vista previa

¡No te pierdas las partes importantes!

bg1
MIHISTORIA
RAFANADALYJOHNCARLIN
pf3
pf4
pf5
pf8
pf9
pfa
pfd
pfe
pff
pf12
pf13
pf14
pf15
pf16
pf17
pf18
pf19
pf1a
pf1b
pf1c
pf1d
pf1e
pf1f
pf20
pf21
pf22
pf23
pf24
pf25
pf26
pf27
pf28
pf29
pf2a
pf2b
pf2c
pf2d
pf2e
pf2f
pf30
pf31
pf32
pf33
pf34
pf35
pf36
pf37
pf38
pf39
pf3a
pf3b
pf3c
pf3d
pf3e
pf3f
pf40
pf41
pf42
pf43
pf44
pf45
pf46
pf47
pf48
pf49
pf4a
pf4b
pf4c
pf4d
pf4e
pf4f
pf50
pf51
pf52
pf53
pf54
pf55
pf56
pf57
pf58
pf59
pf5a
pf5b
pf5c
pf5d
pf5e
pf5f
pf60
pf61
pf62
pf63
pf64

Vista previa parcial del texto

¡Descarga MI HISTORIA POR RAFAEL NADAL y más Ejercicios en PDF de Lingüística solo en Docsity!

MI HISTORIA

RAFA NADAL Y JOHN CARLIN

CAPÍTULO 1

EL SILENCIO DE LA CENTRE COURT

Lo que llama la atención cuando juegas en la pista central de Wimbledon es el silencio. Botas la pelota contra el césped y no se oye ningún sonido; la lanzas al aire para sacar; la golpeas y escuchas el eco del golpe. Y después de eso, el eco de cada golpe posterior, los tuyos y los del contrario. Clac... clac; clac... clac. La hierba bien cortada, la historia del lugar, la solera del estadio, el uniforme blanco de los jugadores, la multitud respetuosamente callada, la venerable tradición —no hay a la vista ni una sola valla publicitaria—, todo se combina para encerrarte y aislarte del mundo exterior. Esta sensación me viene bien; ese silencio de catedral que reina en la Centre Court le conviene a mi juego. Porque en un partido de tenis, la batalla más encarnizada que libro es con las voces que resuenan dentro de mi cabeza: quieres silenciarlo todo dentro de la mente, eliminarlo todo menos la competición, quiere concentrar cada átomo de tu ser en el punto que estás jugando. Si he cometido un error en el punto anterior, lo olvido; si se insinúa en el fondo de mi cabeza la idea de la victoria, la reprimo.

El silencio de la Centre Court se rompe cuando termina la lucha por el punto. Si ha sido un buen punto —los espectadores de Wimbledon conocen la diferencia—, estalla el clamor: aplausos, vítores, de un lugar lejano. No soy consciente de que hay quince mil personas a la expectativa en el recinto, siguiendo con la mirada cada movimiento mío y de mi rival. Estoy tan concentrado que no me entero para nada —no como ahora cuando recuerdo la final de 2008 contra Roger Federer, el partido más grande de mi vida— de que hay millones de personas de todo el mundo mirándome.

Siempre había soñado con jugar en Wimbledon. Mi tío Toni, que ha sido mi entrenador de toda la vida, me decía ya desde el principio que era la competición más importante de todas. Cuando tenía catorce años, mis amigos y yo compartíamos la fantasía de que un día jugaría aquí y ganaría. Sin embargo, hasta ese momento había jugado y perdido en dos ocasiones, las dos ante Federer, en la final de 2006 y en la de 2007. La derrota de 2006 no fue tan dura. Aquella vez salí a la pista con una sensación de gratitud y cierta sorpresa por haber llegado tan lejos, ya que acababa de cumplir veinte años. Federer me venció con mucha facilidad, más que si me hubiera enfrentado a él con mayor fe. Pero la derrota de 2007, en cinco sets, me dejó totalmente hundido. Sabía que habría podido hacerlo mejor, que lo que había fallado no había sido mi habilidad ni la calidad de mi juego, sino mi cabeza. Y lloré tras la derrota. Lloré sin cesar durante media hora en el vestuario. Lágrimas de decepción y

entonces hasta el momento del primer golpe en la pista, iba a ser exclusivamente mío. Cociné yo, como casi todas las noches durante la quincena de Wimbledon. Me gusta hacerlo y mi familia piensa que me sienta bien. Me ayuda a concentrarme. Aquella noche cociné pasta con gambas y pescado a la plancha. Después de cenar jugué a los dardos con mis tíos Toni y Rafael, como si pasáramos una velada cualquiera en nuestra casa de Manacor, la ciudad de la isla de Mallorca donde he vivido siempre. Gané yo. Rafael diría más tarde que me había dejado vencer para que estuviera con mejor disposición mental de cara a la final, aunque no creo que sea cierto. Para mí es importante ganar en todo. No me tomo las derrotas con buen humor.

Me fui a la cama a la una menos cuarto, pero no pude dormir. El tema que habíamos optado por obviar no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Vi un par de películas en la televisión y al final me dormí a las cuatro de la madrugada. A las nueve ya estaba en pie. Habría sido mejor dormir unas cuantas horas más, pero me sentía despejado. Rafael Maymó, mi fisioterapeuta, que siempre está a mi lado, dijo que no tenía importancia, que la emoción y la adrenalina me permitirían aguantar el partido, por mucho que durase.

Desayuné lo habitual: cereales, zumo de naranja, un batido de leche con chocolate —café nunca— y lo que más me gusta tomar en casa, tostadas con aceite de oliva y sal. Me había despertado sintiéndome bien. El tenis depende mucho de cómo te sientes ese día. Cuando te levantas por la mañana, cualquier mañana, unas veces te sientes ágil, sano y fuerte; otras pesado y frágil. Aquel día me sentía ligero y despierto, con más energía que nunca.

Así me encontraba cuando a las diez y media crucé la calle para entrenarme por última vez en la pista 17 de Wimbledon, una que queda cerca de la central. Antes de empezar a pelotear me tendí en un banco, como siempre, y Rafael Maymó —a quien yo llamo Titín— me dio masajes en las rodillas, las piernas y el hombro. A continuación, se concentró en los pies. (La parte más sensible de mi cuerpo es el pie izquierdo, la que me duele más a menudo y con más intensidad.) La idea es despertar los músculos para reducir la posibilidad de sufrir una lesión. Por lo general, antes de un partido importante, en el calentamiento peloteo durante una hora, pero aquel día lloviznaba y lo dejé al cabo de veinticinco minutos. Empecé con suavidad, como siempre, y aumenté el ritmo poco a poco, hasta que acabé corriendo y golpeando con la misma intensidad que en un partido. Aquella mañana entrené con más nervios que de costumbre, pero también con más concentración. Toni estaba presente y también Titín, y mi agente Carlos Costa, que ha sido tenista profesional y acudió a calentar conmigo. Yo estaba más callado de lo habitual. Todos lo estábamos. Nada de bromas. Tampoco sonrisas. Cuando terminamos me bastó una mirada para darme cuenta de que Toni no estaba satisfecho, de

que pensaba que yo no había golpeado la bola con toda la fluidez de que era capaz. Tenía cara de reproche —conozco esa expresión toda la vida— y de preocupación. Era cierto que no había rendido al máximo, pero yo sabía algo que él ignoraba y no podría saber nunca, a pesar de lo muy presente que había estado a lo largo de toda mi trayectoria tenística; que, exceptuando un pequeño dolor en la planta del pie izquierdo que tendría que tratar antes de salir a la pista, me sentía en prefecta forma física, y que por dentro albergaba la inquebrantable convicción de que iba a ganar. Cuando te mides frente a un rival con el que estás más o menos en igualdad de condiciones, o que sabes que tienes la posibilidad de vencer, todo depende de tu capacidad de elevar tu nivel de juego cuando el momento lo exige. Un campeón no da lo mejor de sí en los primeros encuentros de un torneo, sino en las semifinales y en las finales, cuando tiene delante a los rivales más difíciles, y cuando mejor juega un gran campeón de tenis es en la final de un Grand Slam. Yo tenía ciertos temores —luchaba sin cesar por contener los nervios—, pero los mantenía a raya y el único pensamiento que me daba vueltas en el cerebro era que tenía que ponerme a la altura de las circunstancias.

Estaba físicamente sano y en buena forma. Había jugado muy bien un mes antes, en Roland Garros, donde había derrotado a Federer en la final, y aquí había disputado algunos partidos excelentes sobre hierba. Las dos últimas veces que nos habíamos enfrentado en Wimbledon, él había sido el favorito. En 2008 seguía pensando que yo no era el favorito, pero había una diferencia y era que no creía tampoco que fuese Federer. Yo calculaba que los dos teníamos el cincuenta por ciento de posibilidades.

También sabía que era muy probable que, cuando todo terminara, los dos quedáramos muy igualados en el saldo de golpes fallidos. El tenis tiene esa característica, sobre todo cuando se trata de dos jugadores que conocen tan bien el juego del contrario como Federer y yo. Podría pensarse que, después de golpear millones y millones de pelotas, me debo saber de memoria los golpes básicos y que dar un golpe certero, limpio y seguro, está chupado, pero no es así. No sólo porque cada día te levantas con un ánimo diferente, sino porque cada golpe es distinto; cada uno es único. Desde el momento en que la bola se pone en movimiento, corre hacia ti describiendo un número infinito de ángulos posibles y a una cantidad infinita de velocidades posibles; puede llegar liftada o con efecto retroceso —en ambos casos se trata de efectos de rotación—, en trayectoria rasante o alta. Las diferencias pueden ser nimias, microscópicas, pero lo mismo cabe decir de las variantes de los movimientos que hace el cuerpo (hombros, codos, muñecas, caderas, tobillos, rodillas) cuando se golpea la pelota. Además, intervienen muchos otros factores: el clima, la superficie, el rival. Ninguna pelota llega igual que otra; ningún golpe es idéntico a otro. Así, cada vez que te colocas en una posición para dar un golpe, tienes que calcular en una fracción de segundo la trayectoria y

él es con quien paso la mayor parte del tiempo y siempre está tranquilo. Tampoco en aquella ocasión hablamos mucho. Creo que Toni murmuró algo sobre el tiempo, pero yo no respondí. Incluso cuando no estoy jugando un torneo, tiendo a escuchar más que a hablar.

A la una en punto, una hora antes de la señalada para el comienzo del partido, volvimos al vestuario. Algo curioso que tiene el tenis es que incluso cuando se celebra un torneo importante se comparte el vestuario con el rival. Cuando volví del comedor, Federer ya estaba allí, sentado en el banco de madera que siempre ocupa. Estamos acostumbrados a esta particularidad y no hubo incomodidad por ninguna parte, al menos no en mi caso. Un rato después estaríamos haciendo todo lo posible por machacarnos en el encuentro más importante del año, pero éramos amigos además de rivales. Otros rivales deportivos pueden odiarse a muerte fuera de la pista; nosotros, no. Nos caemos bien. Cuando empiece el partido, o cuando falte muy poco para el inicio, dejaremos a un lado la amistad. No es nada personal. Yo lo hago con todos los que me rodean, incluso con mi familia. Cuando un partido está en juego soy otra persona. Me esfuerzo por convertirme en una máquina del tenis, aunque en última instancia es un empeño imposible y el desafío consiste en escalar la cumbre de las propias posibilidades. Durante un partido estamos en lucha permanente por mantener a raya las debilidades de la vida cotidiana, por contener las emociones humanas. Cuanto más contenidas están, más posibilidades de ganar habrá, a condición de que se haya entrenado con el máximo rigor y el talento de nuestro rival no sea muy superior al propio. Existía cierta diferencia entre el talento de Federer y el mío, pero no era imposiblemente amplia. Era lo suficientemente estrecha y, aunque él jugara mejor sobre hierba, su superficie predilecta, si yo sabía acallar las dudas y temores que tenía dentro de mi cabeza así como mis expectativas exageradas, y lo hacía mejor que él, entonces podía ganarle. Hay que encerrarse tras una armadura protectora, convertirse en un guerrero sin emociones. Es una especie de autosugestión, un juego al que juega uno solo, con seriedad absoluta, para disimular las propias debilidades ante uno mismo y ante el rival.

Bromear o charlar de fútbol con Federer en el vestuario, como habríamos hecho antes de un partido de exhibición, habría sido una jugada que el otro habría detectado enseguida e interpretado como un signo de temor. Lejos de ello, tuvimos el detalle de ser sinceros. Nos dimos la mano, nos saludamos con la cabeza, nos sonreímos ligeramente y nos dirigimos a las respectivas taquillas, separadas quizás unos diez pasos, y desde ese momento nos comportamos como si el otro no estuviera allí. No es que necesitara fingirlo: yo estaba en aquel vestuario y no estaba. Me había retirado a un lugar profundo de mi ser y mis movimientos eran cada vez más prolongados, más automáticos.

Cuarenta y cinco minutos antes de la hora oficial del comienzo me di una ducha de agua fría. De agua helada. Lo hago antes de cada encuentro. Es el punto anterior al punto de inflexión; el primer paso de la última fase de lo que yo llamo el ritual anterior del juego. Bajo el agua fría entro en un espacio distinto en el que siento crecer mi fuerza y mi resistencia. Cuando salgo soy otro. Me siento activado. Estoy "en estado de flujo", o "de fluir", como los psicólogos deportivos llaman al estado de concentración y alerta en el que el cuerpo se mueve por puro instinto, como un pez en el río. En ese estado no existe nada más que la batalla que nos espera.

Y menos mal, porque lo siguiente que me tocaba hacer era algo que en circunstancias normales no aceptaría con calma. Bajé al botiquín para que mi médico de siempre, Ángel Ruz Cotorro, me pusiera una inyección calmante en la planta del pie izquierdo. Desde la tercera ronda me había salido una ampolla y una hinchazón alrededor de un hueso del metatarso. Tenían que dormirme esa zona, de lo contrario no podía jugar, pues el dolor habría sido excesivo.

Luego volví al vestuario y reanudé mi ritual. Me puse los cascos para escuchar música. Eso es algo que me agudiza la sensación de "fluir", me aísla aún más de mi entorno. Titín me vendó el pie izquierdo. Mientras lo hacía, puse los grips, las cintas adhesivas, a las empuñaduras de las raquetas, a las seis con que salgo a la pista. Siempre lo hago. Vienen con una cinta previa de color negro; yo pongo una cinta blanca encima de la negra, le doy vueltas y más vueltas en sentido diagonal. No necesito pensar en lo que hago, simplemente lo hago. Como si estuviera en trance.

Luego me tiendo en la camilla de masaje y Titín me pone un par de vendas en las piernas, por debajo de las rodillas. Ahí también me duele y las vendas impiden las irritaciones y calman el dolor si aparece.

Hacer deporte es saludable para las personas normales, pero el deporte a nivel profesional no es bueno para la salud. Hace que tu cuerpo alcance límites para los que los seres humanos no están, de forma natural, preparados. Ese es el motivo por el que casi todos los grandes deportistas profesionales sufren lesiones, que en ocasiones acaban con su carrera. En mi trayectoria hubo un momento en que me pregunté seriamente si iba a ser capaz de seguir compitiendo al máximo nivel. La mayor parte del tiempo siento dolor cuando juego, pero creo que eso le ocurre a todos los que se dedican a los deportes de élite. A todos menos a Federer. Yo he tenido que esforzarme para acostumbrarme al dolor, para soportar la tensión muscular de carácter repetitivo que impone el tenis, pero él parece haber nacido para jugar al tenis. Su anatomía y su fisiología —su ADN— parecen estar totalmente adaptadas al deporte, lo vuelven inmune a las lesiones que los demás mortales estamos condenados a padecer. Me han contado que no entrena con la misma dureza que yo. No sé si será cierto, pero no me extrañaría. También en otros deportes

«No pierdas de vista el plan de juego —me recordó—. Haz lo que tienes que hacer».

Yo escuchaba y no escuchaba. En esos momentos sé lo que tengo que hacer. Mi concentración es buena. Mi aguante también. Aguantar: he ahí la clave. Aguantar físicamente, no rendirme en ningún momento, afrontar todo lo que me salga al paso, no permitir que lo bueno ni lo malo —ni los golpes maestros ni los golpes flojos, ni la buena ni la mala suerte— me desvíen de mi camino. Tengo que estar centrado, sin distracciones, hacer lo que tengo que hacer en cada momento. Si tengo que golpear la pelota veinte veces al revés de Federer, lo haré veinte veces, no diecinueve. Si para encontrar la ocasión propicia tengo que prolongar el peloteo a diez golpes, a doce o a quince, lo prolongaré. Hay momentos en que aparece la ocasión de conectar una derecha ganadora, pero tienes el 70 por ciento de probabilidades de que salga bien; esperas otros cinco golpes y entonces las probabilidades aumentan al 85 por ciento. Hay que estar alerta, ser paciente, no precipitarse.

Si subo a la red es para lanzársela a su revés, no a su derecha, que es su golpe más fuerte. Pierdes la concentración, por ejemplo, cuando vas a la pared para enviársela a su derecha o cuando en un servicio olvidas que tienes que sacar buscando el revés del rival —siempre para forzar su revés—, o cuando vas en busca del golpe ganador cuando no toca. Estar concentrado significa hacer en todo momento lo que sabes que tienes que hacer, no cambiar nunca tu plan, a menos que las circunstancias del peloteo o del juego cambien de un modo tan excepcional que justifiquen la aparición de una sorpresa. Pero en términos generales significa disciplina, significa contenerte cuando surge la tentación de jugártela. Luchar contra esa tentación significa tener la impaciencia o la frustración bajo control.

Aun en el caso de que parezca que hay una oportunidad para presionar y hacerte con la iniciativa, hay que darle a la bola buscando el revés del contrario, porque a la larga, en el curso de todo el juego, es lo más prudente y lo que da mejores resultados. Ese es el plan. No es complicado. Ni siquiera puede llamarse táctica porque es muy sencillo. Yo he de jugar al golpe que me resulte más fácil y el otro, al que más le cueste, o sea, mi golpe de derecha con la zurda contra su revés. Es cuestión de ceñirse a eso. Hay que presionar a Federer sin pausa para que devuelva del revés, obligarlo a que juegue bolas altas, lanzarle la bola a la altura del cuello, someterlo a constante presión, agotarlo. Abrir grietas en su juego y en su moral. Contrariarlo, empujarlo a la desesperación, si puedes. Y cuando le pega bien a la bola, lo que es muy probable que suceda, puesto que no puedes estar poniéndolo en problemas todo el tiempo, neutraliza cualquier intento suyo de golpe ganador, devuélvele la bola en profundidad, hazle sentir que tiene que ganar el punto dos, tres, cuatro veces para conseguir el 15-0.

En esto es en lo único que pensaba, en el caso de que pensara en algo mientras estaba allí sentado, jugando nerviosamente con las raquetas, estirándome los calcetines, ajustándome las vendas de los dedos, con la cabeza llena de música, en espera de que escampara. Hasta que vino un señor vestido con blazer y nos dijo que ya era la hora. Me puse en pie de un salto, sacudí los hombros, giré la cabeza a un lado y a otro, e hice otro par de carrerillas por el vestuario.

Se suponía que ahora tenía que entregar mi bolsa a un asistente de pista para que me la llevara a la silla. Forma parte del protocolo de Wimbledon el Día de la Final. No se hace en ningún otro sitio y no me gusta, rompe con mi rutina. Le tendí la bolsa, pero me quedé una raqueta. Salí del vestuario el primero, apretando la raqueta con fuerza, pasé por pasillos decorados con fotos de los campeones de torneos anteriores y con trofeos expuestos en vitrinas, bajé unos peldaños, doblé a la izquierda y salí al aire fresco del julio inglés y al verde mágico de la Centre Court.

Me senté, me quité la chaqueta del chándal y tomé un sorbo de agua de una botella. Luego, otro de otra botella. Repito siempre estos movimientos antes de que dé comienzo el partido y en cada descanso entre juego y juego, hasta que el encuentro finaliza. Un sorbo de una botella, otro sorbo de otra. Luego dejo las dos botellas a mis pies, delante de la silla, a mi izquierda, una detrás de la otra, en sentido oblicuo al lateral de la pista. Algunos lo llamarían superstición, pero no lo es. Si fuera superstición, ¿cómo se explica que haga siempre exactamente lo mismo, gane o pierda? Es una forma de situarme yo en el partido, de poner orden en mi entorno para que se corresponda con el orden que busco en mi cabeza.

Federer y el juez de silla estaban al pie de la silla del juez, esperando para el lanzamiento de la moneda. Me levanté de un salto, me acerqué a la red y me quedé en el lado opuesto al de Federer. Me puse a saltar. Federer estaba quieto, siempre relajado, mucho más que yo, al menos en apariencia.

La última parte del ritual, tan importante como los preparativos anteriores, consistía en recorrer con la vista las gradas del estadio y buscar a los miembros de mi familia entre el gentío que atestaba la pista central, para situarlos en las coordenadas que yo había trazado en mi cabeza. En la otra punta del graderío, a mi izquierda, estaban mi padre, mi madre y mi tío Toni; detrás de mi hombro derecho, en diagonal con los primeros, se encontraba mi hermana, tres abuelos, mi padrino y mi madrina, que son también tíos míos, y otro tío. No dejo que interfieran en mis pensamientos durante un partido —ni siquiera me permito sonreír durante el juego—, pero saber que están allí, como siempre, me proporciona la paz en que se apoya mi éxito como jugador. Cuando juego levanto una muralla a mi alrededor, pero mi familia es el cemento que consolida la muralla.

hubieran llevado a cabo el ritual, si no me hubiera mentalizado ya por sistema para tener a raya el miedo que generalmente produce la Centre Court, estaban bajo control, aunque no habían desaparecido por completo. La muralla que había levantado a mi alrededor conservaba su solidez y su altura. Había conseguido el equilibrio justo entre la tensión y el dominio, entre el nerviosismo y la convicción de que podía ganar. Golpeaba las bolas con fuerza y puntería: los rebotes, las voleas, los remates y los saques con que cerramos la sesión de peloteo previo a que comenzase la verdadera batalla. Volví a mi silla, me sequé los brazos, la cara, di un par de sorbos más a las dos botellas de agua. Me vino al recuerdo una imagen de la final del año anterior, de aquel mismo momento, antes de que comenzase el partido. Me dije una vez más que estaba preparado para afrontar cualquier problema que se presentara y para resolverlo. Porque ganar este partido era el sueño de mi vida, nunca había estado tan cerca de realizarlo y podía ocurrir que no volviera a tener esa oportunidad. Podía fallarme cualquier otra cosa, la rodilla o el pie, el revés o el saque, pero la cabeza no. Puede que sintiera miedo, que en algún momento me pudieran los nervios, pero, a la larga, la cabeza no iba a traicionarme esta vez.

"CLARK KENT Y SUPERMAN" El Rafa Nadal que el mundo vio salir al césped de la Centre Court para disputar la final de Wimbledon de 2008 era un guerrero de mirada encendida por el instinto letal, que empuñaba la raqueta como un vikingo empuñaría el hacha. Una ojeada a Federer ponía de manifiesto la abismal diferencia de estilos entre uno y otro: el más joven iba con una camiseta sin mangas y pantalón pirata, mientras que el mayor llevaba una chaqueta de punto color crema con un estampado dorado y un clásico polo Fred Perry; uno interpretaba el papel del David que contra Goliat pelea con astucia, uñas y dientes; el otro, el de un caballero a quien le sale todo con facilidad, sin despeinarse, desenfadadamente superior.

Si Nadal, con sus protuberantes bíceps surcados de venas, parecía el vivo retrato de la fuerza bruta de la naturaleza, Federer, espigado y ágil a sus 27 años, desprendía pura elegancia natural. Si Nadal, que acababa de cumplir los 22, era el implacable killer, Federer era el aristócrata que se paseaba por la pista saludando a las multitudes como si fuese el dueño de Wimbledon, como si estuviera dando la bienvenida a los invitados a una fiesta en su jardín privado.

El comportamiento de Federer, casi distraído durante el calentamiento previo al partido, a duras penas permitía entrever que aquello iba a ser un duelo de titanes; la tempestuosa imagen de Nadal era una agresiva caricatura de los héroes en acción de los videojuegos. Nadal endosa derechas como si disparase un fusil. Amartilla el arma imaginaria, mira a su víctima entornando los ojos y aprieta el gatillo. En el caso de Federer —cuyo nombre significa

"vendedor de plumas" en alemán antiguo— no hay impresión de pausa, no hay mecanismos a la vista. Todo en él es fluidez natural. Nadal (que significa "Navidad" en catalán, una palabra con connotaciones más exuberantes que "vendedor de plumas") era el superatleta, el deportista automusculado de la era moderna; Federer pertenecía a un modelo que habría podido verse perfectamente en los años veinte, cuando el tenis era un pasatiempo de la clase alta, un animado ejercicio que cultivaban los jóvenes ricos después del té de la tarde.

Esto es lo que el mundo vio. Lo que Federer vio fue un joven aspirante que le enseñaba los dientes y amenazaba con destronarlo y expulsarlo de su reino tenístico, con impedir que batiera una marca consiguiendo su sexta victoria consecutiva en Wimbledon, y con desplazarlo de la posición de número uno mundial que ostentaba desde hacía cuatro años. El efecto que causó Nadal en Federer en el vestuario, antes del comienzo del partido, debió de ser de intimidación; si no fue así es que, como dijo Francis Roig, segundo preparador de Nadal, «Federer era de piedra».

«El momento en que se levanta de la camilla de masaje, cuando Maymó ha terminado de vendarle, es el que asusta a sus rivales —dice Roig, que ha sido también profesional del tenis—. El solo hecho de ponerse el pañuelo en la frente resulta inquietante; sus ojos miran al infinito y no parecen ver nada de cuanto le rodea. De pronto, respira profundamente y vuelve a la vida, se pone a flexionar las piernas, y, como si no se enterase de que tiene a su rival sólo a unos pasos de él, empieza a gritar: "¡Vamos! ¡Vamos!" Hay algo animal en eso. Puede que el otro jugador esté sumido en sus pensamientos, pero creo que es imposible que no le lance una cautelosa mirada de reojo; lo he visto muchas veces. Y seguro que piensa: "¡Madre mía! Este es Nadal, el que pelea por cada punto como si fuera el último. Hoy voy a tener que jugar al límite de mis posibilidades, va a ser el día más duro de mi vida. Y no para ganar, sino simplemente para tener la oportunidad de hacerlo".»

Esa actuación es aún más espectacular, según Roig, a causa de la brecha que separa al Nadal deportista, "que tiene ese algo que tienen los auténticos campeones", del Nadal ciudadano particular.

«Eres consciente de que parte de él es presa de los nervios y que, en la vida cotidiana, es un chico muy normal, simpático y siempre amable, que en según qué momentos se muestra inseguro y lleno de ansiedades. Pero luego lo ves allí, en el vestuario, y de pronto se transforma ante tus ojos en un conquistador.»

El Rafael que su familia vio salir a la pista central no era ni un conquistador, ni un gladiador, hacha en mano. Todos sentían miedo por él. Sabían que era brillante y valiente y, aunque nunca habrían dejado que lo

en el suelo de la ducha durante media hora, con el agua que caía sobre su cabeza mientras se mezclaba con las lágrimas que corrían por sus mejillas.

«Tenía mucho miedo de que sufriera otra derrota, no por mí, sino por él — dijo Sebastián, un hombre corpulento que en la vida cotidiana es un empresario tranquilo y seguro—. Me acordaba de haberlo visto entonces destrozado, totalmente hundido; tenía metida en la cabeza la imagen de aquella final de 2007 y no quería volver a verlo así otra vez. Y me dije: ¿qué haremos si pierde, qué podría hacer yo para que le resultara menos traumático? Era el partido de su vida, el día más importante para él. Lo pasé fatal. Nunca he sufrido tanto.»

Aquel día, las personas más cercanas a Nadal compartieron el sufrimiento de su padre, vieron el núcleo sensible y vulnerable que se escondía bajo el duro caparazón del guerrero.

A Maribel, la hermana de Nadal, una universitaria delgada, alegre, cinco años más joven, le divierte el abismo que hay entre la imagen pública de su hermano y la que tiene ella. Un hermano mayor inusualmente protector que la llama o le manda SMS diez veces al día, esté en la parte del mundo en que esté y que, según ella, se inquieta ante la menor insinuación de que pueda estar enferma.

«Una vez que él estaba en Australia, el médico me dijo que me hiciera unos análisis, por nada serio, pero fue lo único que no quise mencionarle en todos los mensajes que cambié con él. Le habría dado un ataque y habría puesto en peligro su juego» —confiesa Maribel, que está muy orgullosa de las hazañas de su hermano, pero que no se oculta a sí misma «la verdad», una verdad que ella expresa con afecto y humor: que Rafael es «un poco miedica».

Ana María Parera, la madre, no la contradice. «Está en lo más alto del tenis mundial, pero en el fondo es un ser humano supersensible, lleno de temores e inseguridades que la gente no lo conoce ni se imaginaría —comenta—. No le gusta la oscuridad, por ejemplo, y prefiere dormir con la luz o la tele encendidas. Tampoco le gustan los rayos ni los truenos. Cuando era pequeño y había tormenta, se tapaba con un cojín, e incluso en la actualidad, si hay que salir a la calle a buscar algo y hay tormenta, no deja que salgas. ¿Y las manías que tiene para comer? No soporta el queso ni el tomate, ni el jamón, que es lo más español que hay. A mí tampoco me enloquece tanto el jamón como a otras personas, pero ¿el queso? Es un poco raro.»

Quisquilloso con la comida, también lo es cuando se trata de conducir un coche. A Nadal le encanta conducir, pero más quizá que los coches de verdad, los del mundo ficticio de su PlayStation, compañera inseparable cuando está

de gira.

«Es un conductor prudente —asegura la madre—. Acelera y frena, acelera y frena, y tiene mucho cuidado a la hora de adelantar, por mucho que corra su coche.»

Su hermana Maribel es más categórica que su madre. Dice que Rafael «conduce fatal». Y también le hace mucha gracia que, aunque sea un enamorado del mar, le tenga miedo.

«Siempre está hablando de comprarse un barco. Le encanta pescar y las motos acuáticas, aunque no sube a una moto y no se baña si no ve la arena del fondo.»

Pero todas estas debilidades son minucias comparadas con su temor más persistente: que le ocurra algo malo a su familia. No es sólo que sienta pánico ante la menor insinuación de que cualquier pariente esté enfermo: es que está continuamente preocupado por la posibilidad de que sufran un accidente.

«Me gusta encender el fuego de la chimenea casi todas las noches de invierno —cuenta la madre, en cuya casa frente al mar, grande y moderna, sigue viviendo Nadal, en un ala con dormitorio, sala de estar y cuarto de baño propio—. Si sale, me recuerda que he de apagar el fuego antes de irme a dormir. Y luego me llama tres veces desde el restaurante o bar en que esté para comprobar que me he acordado. Si me voy en coche a Palma, que está a una hora de aquí, siempre me ruega que conduzca despacio y con cuidado.»

Ana María, una matriarca mediterránea prudente y fuerte, nunca deja de asombrarse de la incongruencia de que su hijo sea todo un valiente en la pista de tenis y un muchacho asustadizo fuera de ella.

«A primera vista, es muy sencillo, y también muy buena persona, pero es muy contradictorio. Aunque lo conozcas a fondo, ves que tiene cosas que no acaban de cuadrar.»

Por eso tiene que armarse de valor cuando prepara un partido importante, por eso hace lo que hace en el vestuario, propiciar el cambio de personalidad, reprimir los miedos y nervios del momento para liberar al gladiador que lleva dentro.

Para la multitud anónima, el hombre que salió a la Centre Court para disputar la final de Wimbledon 2008 era Superman; para sus íntimos era también Clark Kent. Los dos eran igual de reales; incluso podría decirse que el uno dependía del otro. Benito Pérez-Barbadillo, su jefe de prensa desde diciembre de 2006, está tan convencido de que sus inseguridades son el combustible que alimenta su fuego competitivo como de que su familia le da el afecto y apoyo que necesita para tenerlas controladas. Pérez-Barbadillo

cuanto a sus derechas, probablemente eran más determinantes que las mías; no podía competir con sus reveses cortados y su posición en la pista también era mejor. Aquello sin duda explicaba que él hubiera sido el número uno durante los cinco años anteriores y que yo hubiera sido el número dos durante cuatro. Además, Federer había ganado en Wimbledon los últimos cinco años seguidos. Prácticamente era el amo del lugar. Yo sabía que si quería ganar, tenía que derrotarlo mentalmente. La estrategia que había que utilizar con Federer era no darle respiro, tratar de presionar desde el primer punto hasta el último.

Federer devolvió bien mi primer e inesperado resto, a mi revés, y yo intenté un golpe que forzara asimismo el suyo —aplicando así mi plan de juego ya desde el principio—, pero cambió de posición y se preparó para replicar con una derecha. En cualquier caso, yo tenía ahora la iniciativa, me encontraba en el centro de la pista, él tenía que enviarme una bola abierta hacia afuera. Lanzó una derecha contra mi revés, pero no dio profundidad a la bola, lo que me permitió enviarle un golpe paralelo, con lo cual se quedó sin posibilidad de encajarme otro revés y se vio obligado a responder con un tiro cruzado hacia mi derecha. Entonces vi la posibilidad de dejarlo clavado con un golpe ganador. Como esperaba que yo le devolviese la bola a su revés, metí un trallazo hacia la esquina de su derecha. La bola pegó justo dentro de la línea y rebotó, alta y abierta, fuera de su alcance.

Un primer punto como ese te da confianza. Te sientes en sintonía con la superficie, sabes que controlas la bola y que no es ella la que te controla a ti. En aquel punto mantuve total control sobre la bola en cada uno de los siete golpes que le di. Estas cosas te dan tranquilidad. Los nervios trabajan a favor de uno, no en contra. Es lo que se necesita al comienzo de una final en Wimbledon.

Algo curioso que me pasa en Wimbledon, a pesar de la majestuosidad del lugar y del peso de las expectativas que genera, es que es el único torneo en el que puedo recrear la sensación de calma de la que disfruto en casa. En vez de instalarme en la suite de un gran hotel —algunos de los lugares en que me alojan me hacen reír, ya que llegan a ser innecesariamente lujosos—, vivo en una casa de alquiler que se encuentra enfrente del All England Club. Una casa normal, nada demasiado elegante, pero lo suficientemente grande —tres plantas— para que mi familia, mi equipo y mis amistades se alojen o vengan a cenar. Este detalle hace que en este torneo tenga una sensación distinta que en los demás. En vez de estar aislados en habitaciones de hotel, aquí tenemos un espacio que todos podemos compartir; en vez de tener que conducir entre el tráfico para ir a las pistas en coches oficiales, aquí basta un breve paseo de dos minutos y ya estamos en el terreno de juego. Estar en una casa significa, además, que compramos comida y cocinamos nosotros. Cuando puedo, voy al

supermercado local a comprar unas cuantas cosas de las que abuso, como la crema de chocolate Nutella, las patatas fritas de bolsa y las aceitunas. No soy un modelo de alimentación sana, no al menos para ser un deportista profesional. Como lo mismo que la gente corriente. Si algo me gusta, me lo llevo a la boca. Me enloquecen las aceitunas. En sí mismas vienen bien, no como la crema de chocolate o las patatas, pero mi problema es la cantidad que consumo. Mi madre me recuerda a menudo un día en que, siendo pequeño, me escondí en la despensa y devoré un enorme frasco entero de aceitunas, tantas que vomité y estuve enfermo durante días. La experiencia podría haber cambiado mi actitud hacia las aceitunas, pero no lo consiguió ni lo conseguirá. Las aceitunas son mi antojo y no me hace feliz estar en un lugar donde no sean fáciles de encontrar.

En Wimbledon las encontraba, pero debía tener cuidado con la hora a la que iba a comprarlas. Si acudía cuando el supermercado estaba lleno, corría peligro de que me abordara el gentío pidiéndome autógrafos. Es un gaje del oficio que acepto y me esfuerzo por tomar con buen humor. No sé decir «no» a las personas que me piden una firma, ni siquiera a esos maleducados que me ponen delante un papel y ni siquiera dicen «por favor». También a ellos se la doy, pero sin sonrisas añadidas. Así que ir de compras en Wimbledon, aunque es una agradable distracción de la tensión del torneo, tiene sus inconvenientes. El único sitio donde puedo ir de compras con tranquilidad, donde puedo hacer cualquier cosa como una persona normal, es Manacor, mi ciudad natal.

La única semejanza, algo tranquilizador, entre Wimbledon y Manacor es esa casa en la que estamos todos y la escasa distancia que hay entre las pistas, cosa que me recuerda los momentos en que empecé a jugar al tenis, cuando tenía cuatro años. Vivíamos entonces en un piso que quedaba enfrente del club de tenis de la ciudad y sólo tenía que cruzar la calle para entrenar con mi tío Toni, el entrenador del centro.

El club era lo que podría esperarse en una ciudad de apenas 40. habitantes. De tamaño medio, lo que más destacaba era un restaurante grande cuya terraza daba a las pistas, todas de tierra batida. Un día me integré en un grupo de media docena de chavales a los que entrenaba Toni y me gustó desde el principio. Yo por entonces estaba loco por el fútbol, jugaba en la calle con los amigos en todos los ratos libres que me dejaban mis padres, y me divertía con cualquier deporte en el que hubiera una pelota de por medio. Pero lo que más me gustaba entonces era el fútbol. Me gustaba formar parte de un equipo. Dice Toni que al principio me aburría con el tenis. Pero estar en un grupo era un aliciente y eso es lo que posibilitó todo lo que vino después. Si hubiéramos estado mi tío y yo solos, me habría resultado asfixiante. Pero hasta que no cumplí trece años, cuando me di cuenta de que lo mío era el tenis, no empezó a entrenarme sólo a mí.