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El libro trata de una historia narrada en primera persona de un pedofilo que describe y detalla su sentir al pasar por una serie de eventos al lado de una menor llamada lolita
Tipo: Monografías, Ensayos
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Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo- lita: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas.
Nací en París en 1910. Mi padre era una persona suave, de trato fácil, una ensalada de orígenes raciales: ciudadano suizo de ascendencia francesa y austríaca, con una corriente del Danubio en las venas. Revisaré en un minuto algunas encantadoras postales de brillo azulino. Poseía un lujoso hotel en la Riviera. Su padre y sus dos abuelos habían vendido vino, alhajas y seda, respectivamente. A los treinta años se casó con una muchacha inglesa, hija de Jerome Dnn, el alpinista, y nieta de los párrocos de Dorset, expertos en temas oscuros: paleopedología y arpas eólicas. Mi madre, muy fotogénica, murió a causa de un absurdo accidente (un rayo durante un pic-nic) cuando tenía yo tres años, y salvo una zona de tibieza en el pasado más impenetrable, nada subsiste de ella en las hondonadas y valles del recuerdo sobre los cuales, si aún pueden ustedes sobrellevar mi estilo (escribo bajo vigilancia), se puso el sol de mi infancia: sin duda todos ustedes conocen esos fragantes resabios de días suspendidos, como moscas minúsculas, en torno de algún seto en flor o súbitamente invadido y atravesado por las trepadoras, al pie de una colina, en la penumbra estival: sedosa tibieza, dorados moscardones.
padre recorría Italia con Madame de R. y su hija, y yo no tenía a nadie con quien consolarme, a nadie a quien consultar.
Como yo, Annabel era de origen híbrido: medio inglesa, medio holandesa. Hoy recuerdo sus rasgos con nitidez mucho menor que hace pocos años, antes de conocer a Lolita. Hay dos clases de memoria visual: con una, recreamos diestramente una imagen en el laboratorio de nuestra mente con los ojos abiertos (y así veo a Annabel, en términos generales tales como «piel color de miel», «brazos delgados», «pelo castaño y corto», «pestañas largas», «boca grande, brillante»); con la otra, evocamos instantáneamente con los ojos cerrados, en la oscura intimidad de los párpados, el objetivo, réplica absolutamente óptica de un rostro amado, un diminuto espectro de colores naturales (y así veo a Lolita).
Permítaseme, pues, que al describir a Annabel me limite decorosamente a decir que era una niña encantadora, pocos meses menor que yo. Sus padres eran viejos amigos de mi tía y tan rígidos como ella. Habían alquilado una villa no lejos de Mirana. Calvo y moreno el señor Leigh, gruesa y empolvada la señora de Leigh (de soltera, Vanessa van Ness). ¡Cómo la detestaba! Al principio, Annabel y yo hablábamos de temas periféricos. Ella recogía puñados de fina arena y la dejaba escurrirse entre sus dedos. Nuestras mentes estaban afinadas según el común de los pre-adolescentes europeos inteligentes de nuestro tiempo y nuestra generación, y dudo mucho que pudiera atribuirse a nuestro genio individual el interés por la pluralidad de mundos habitados, los partidos de tenis, el infinito, el solipsismo, etcétera. La blandura y fragilidad de los cachorros nos producía el mismo, intenso dolor. Annabel quería ser enfermera en algún país asiático donde hubiera hambre; yo, ser un espía famoso.
Nos enamoramos simultáneamente, de una manera frenética, impúdica, agonizante. Y desesperada, debería agregar, porque este arrebato de mutua posesión sólo se habría saciado si cada uno se hubiera embebido y saturado realmente de cada partícula del alma y el corazón del otro; pero ahí nos quedábamos ambos, incapaces hasta de encontrar esas oportunidades de juntarnos que habrían sido tan fáciles para los chicos callejeros. Después de un enloquecido intento de encontrarnos cierta noche, en el jardín de Annabel (más adelante hablaré de ello), la única intimidad que se nos permitió fue la de permanecer fuera del alcance del oído, pero no de la vista, en la parte populosa de la plage. Allí, en la muelle arena, a pocos metros de nuestros mayores, nos
quedábamos tendidos la mañana entera, en un petrificado paroxismo, y aprovechábamos cada bendita grieta abierta en el espacio y el tiempo; su mano, medio oculta en la arena, se deslizaba hacia mí, sus bellos dedos morenos se acercaban cada vez más, como en sueños; entonces su rodilla opalina iniciaba una cautelosa travesía; a veces, una providencial muralla construida por los niños nos garantizaba amparo suficiente para rozarnos los labios salados; esos contactos incompletos producían en nuestros cuerpos jóvenes, sanos e inexpertos, un estado de exasperación tal, que ni aun el agua fría y azul, bajo la cual nos aferrábamos, podía aliviar.
Entre algunos tesoros perdidos durante los vagabundeos de mi edad adulta, había una instantánea tomada por mi tía que mostraba a Annabel, sus padres y cierto doctor Cooper, un caballero serio, maduro y cojo que ese mismo verano cortejaba a mi tía, agrupados en torno a una mesa de un café sobre la acera. Annabel no salió bien, sorprendida mientras se inclinaba sobre el chocolat glacé; sus delgados hombros desnudos y la raya de su pelo era lo único que podía identificarse (tal como recuerdo aquella fotografía) en la soleada bruma donde se diluyó su perdido encanto. Pero yo, sentado a cierta distancia del resto, salí con una especie de dramático realce: un jovencito triste, ceñudo, con una camisa oscura de deporte y pantalones cortos de excelente hechura, las piernas cruzadas mostrando el perfil, la mirada perdida. Esta fotografía se tomó el último día de nuestro verano fatal y pocos minutos antes de que hiciéramos nuestro segundo y último intento para torcer el destino. Con el más baladí de los pretextos (ésa era nuestra última oportunidad y ninguna otra cosa importaba de veras) escapamos del café a la playa, donde encontramos una extensión de arena solitaria, y allí, en la sombra violeta de unas rocas rojas que formaban como una caverna, tuvimos un breve encuentro, con un par de anteojos negros perdidos como únicos testigos. Yo estaba de rodillas y a punto de besar a mi amada, cuando dos bañistas barbudos, un viejo lobo de mar y su hermano, aparecieron de entre las aguas con exclamaciones de aliento. Cuatro meses después, Annabel murió de tifus en Corfú.
Repaso una y otra vez esos míseros recuerdos y me pregunto si fue entonces, en el resplandor de aquel verano remoto, cuando empezó a hendirse mi vida. ¿O mi desmedido deseo por esa niña no fue sino la primera muestra de una singularidad inherente? Cuando procuro analizar mis propios anhelos, motivaciones y actos, me rindo ante una especie de imaginación retrospectiva que atiborra la facultad analítica que con infinitas alternativas bifurca incesantemente cada rumbo visualizado en la perspectiva enloquecedoramente
mezcló con su propio olor a bizcocho y súbitamente mis sentidos se enturbiaron. La repentina agitación de un arbusto cercano impidió que desbordaran, y mientras ambos nos apartábamos, esperando con un dolor en las venas lo que quizá no fuera sino un gato vagabundo, llegó de la casa la voz de su madre que la llamaba –con frenesí que iba en aumento– y el doctor Cooper apareció cojeando gravemente en el jardín. Pero ese macizo de mimosas, el racimo de estrellas, la comezón, la llama, el néctar y el dolor quedaron en mí, y a partir de entonces ella me hechizó, hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo encarnándola en otra.
Cuando me vuelvo para mirarlos, los días de mi juventud parecen huir de mí en una ráfaga de pálidos deshechos reiterados, como esas tempestades matinales de nieve en que el pasajero de tren ve remolinear papel de seda ajado tras el último vagón. Durante mis relaciones sanitarias con mujeres, yo era práctico, irónico, enérgico. Mientras fui estudiante, en Londres y París, las mujeres pagadas me bastaron. Mis estudios eran minuciosos e intensos, aunque no particularmente fructíferos. Al principio proyecté graduarme en psiquiatría, como hacen muchos talentos manqués. Pero ni para esto servía: un extraño agotamiento me atenazaba («Doctor, me siento tan oprimido...»). Y viré hacia la literatura inglesa, donde tantos poetas frustrados acababan como profesores vestidos de tweed con la pipa en los labios. París me sentaba de maravilla. Discutía películas soviéticas con expatriados. Me codeaba con uranistas en Deux Magots. Publicaba tortuosos ensayos en diarios oscuros. Componía pastiches:
... Poco me importa que Fräulein von Kulp pueda volverse, la mano sobre la puerta; a nadie he de seguir, ni a Fresca, ni a Gaviota.
Los seis o siete entendidos que leyeron mi artículo: «El tema proustiano en una carta de Keats a Benjamín Bailey», rieron entre dientes. Inicié una Histoire abrégée de la poésie anglaise por cuenta de una importante editorial y después empecé a compilar ese manual de literatura francesa para estudiantes de habla inglesa (con comparaciones tomadas de las letras inglesas) que habría de ocuparme durante la década del cuarenta y cuyo último volumen estaba casi listo para la imprenta por la época de mi arresto.
Encontré trabajo; enseñaba inglés a un grupo de adultos en Auteuil. Después, una escuela de varones me empleó durante un par de inviernos. De vez en cuando, aprovechaba las relaciones que había hecho con sociólogos y psicólogos para visitar en su compañía varias instituciones, tales como
orfanatos y reformatorios, donde podían contemplarse pálidas jóvenes pubescentes, de pestañas gruesas, con una impunidad perfecta como la que nos está asegurada en sueños.
Ahora creo llegado el momento de presentar al lector algunas consideraciones de orden general. Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar «nínfulas» a esas criaturas escogidas.
Se advertirá que reemplazo términos espaciales por temporales. En realidad, querría que el lector considerara los «nueve» y los «catorce» como los límites —playas espejeantes, rocas rosadas— de una isla encantada, habitada por esas nínfulas mías y rodeada por un mar vasto y brumoso. Entre esos límites temporales, ¿son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo. Tampoco es la belleza una piedra de toque; y la vulgaridad —o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal— no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue de esas contemporáneas suyas que dependen incomparablemente más del mundo espacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes. Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas, o tan sólo agradables, o «simpáticas», o hasta «bonitas» y «atractivas», comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas esencialmente humanas, vientrecitos abultados y trenzas, que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza (pienso en los toscos budines con medias negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas cinematográficas). Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl-scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables —el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar —, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas; y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder.
Además, puesto que la idea de tiempo gravita con tan mágico influjo sobre todo ello, el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una
como «criatura que tiene más de ocho años, pero menos de catorce» (después de lo cual, desde los catorce años hasta los diecisiete, la definición estatuida es «joven»). Por otro lado, en Massachussetts, EEUU, un «niño descarriado» es, técnicamente, un ser «entre los siete y los diecisiete años de edad» (que, además, se asocia habitualmente con personas viciosas e inmorales). Hugh Broughton, escritor polemista del reinado de Jaime I, probó que Rahab era una prostituta desde temprana edad. Esto es muy interesante y me atrevería a suponer que ya están ustedes viéndome al borde de una crisis y echando espuma por la boca. Pero no, no es así; sólo barajo encantadoras posibilidades en un mazo de naipes. Tengo algunas otras imágenes. Aquí está Virgilio, que pudo cantar a la nínfula con un tono único, pero quizá prefería otra cosa... Allí, dos de las hijas pre-núbiles del rey Akenatón y la reina Nefertiti (la pareja real tenía una progenie de seis), con muchos collares de cuentas brillantes por todo atavío, abandonadas sobre almohadones, intactas después de tres mil años, con sus suaves cuerpos morenos de cachorros, el pelo corto, los alargados ojos de ébano... Más allá, algunas novias forzadas a sentarse en el fascinum, marfil de los templos del saber clásico. El matrimonio antes de la pubertad no es raro, aun en nuestros días, en algunas provincias de la India oriental. Después de todo, Dante se enamoró perdidamente de su Beatriz cuando tenía ella nueve años, una chiquilla rutilante, pintada y encantadora, enjoyada, con un vestido carmesí... y eso era en 1274, en Florencia, durante una fiesta privada en el alegre mes de mayo. Y cuando Petrarca se enamoró locamente de su Laura, ella era una nínfula rubia de doce años que corría con el viento, con el polen, con el polvo, una flor dorada huyendo por la hermosa planicie al pie del Vaucluse.
Pero seamos decorosos y civilizados, Humbert Humbert hacía todo lo posible por ser correcto. Y lo era de veras, genuinamente. Tenía el más profundo respeto por las niñas ordinarias, con su pureza y vulnerabilidad, y bajo ninguna circunstancia habría perturbado la inocencia de una criatura de haber el menor riesgo de alboroto. Pero cómo latía su corazón cuando vislumbraba entre el montón inocente a una niña demoníaca, «enfant charmante et fourbe», de ojos turbios, labios brillantes, diez años encarcelados, no bien le demostraba uno que estaba mirándola. Así pasaba la vida. Humbert era perfectamente capaz de tener relaciones con Eva, pero suspiraba por Lilith. El desarrollo del seno aparece tempranamente después de los cambios somáticos que acompañan la pubescencia. Y el índice inmediato de maduración asequible es la aparición de pelo. Mi mazo de naipes se estremece de posibilidades... Un naufragio. Un atoll y en su soledad, la temblorosa hija de un pasajero ahogado. ¡Querida, éste es sólo un juego! Qué maravillosas eran mis aventuras imaginarias mientras permanecía sentado en el duro banco de un parque fingiendo sumergirme en un trémulo libro. Alrededor del quieto estudioso jugaban libremente las nínfulas, como si él
hubiera sido una estatua familiar o parte de la sombra y el lustre de un viejo árbol. Una vez, una niña de perfecta belleza con delantal de tarlatán, apoyó con estrépito su pie pesadamente armado a mi lado, sobre el banco, para deslizar sobre mí sus delgados brazos desnudos y ajustar la correa de su patín, y yo me diluí en el sol, con mi libro como hoja de higuera, mientras sus rizos castaños caían sobre su rodilla despellejada, y la sombra de las hojas que yo compartía latía y se disolvía en su pierna radiante, junto a mi mejilla camaleónica. Otra vez, una pelirroja se asió de la correa en el subterráneo y una revelación de rubio vello axilar quedó en mi sangre durante semanas. Podría enumerar una larga serie de esas diminutas aventuras unilaterales. Muchas acababan en un intenso sabor de infierno. Ocurría, por ejemplo, que desde mi balcón distinguía una ventana iluminada a través de la calle y lo que parecía una nínfula en el acto de desvestirse ante un espejo cómplice. Así aislada, a esa distancia, la visión adquiría un sutilísimo encanto que me hacía precipitar hacia mi solitaria gratificación. Pero repentinamente, aviesamente, el tierno ejemplar de desnudez que había adorado se transformaba en el repulsivo brazo desnudo de un hombre que leía su diario a la luz de la lámpara, junto a la ventana abierta, en la noche cálida, húmeda, desesperada del verano.
Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a mi lado, en mi banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas, debajo de mí, un guijarro perdido), me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja insolente! Ah, dejadme solo en mi parque pubescente, en mi jardín musgoso. Dejadlas jugar en torno a mí para siempre. ¡Y que nunca crezcan!
A propósito: me he preguntado a menudo qué se hizo después de esas nínfulas. En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos entrecruzados, ¿podría ocurrir que el oculto latido que les robé no afectara su futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero; ¿eso no habría de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión!
Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras, enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas. Recuerdo que caminaba un día por una calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de la Madeleine. Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre sus altos tacones. Nos volvimos para mirarnos al mismo tiempo. Ella se detuvo. Me acerqué. Tenía esa típica carita redonda y con
de los labios avant qu'on se couche, por si yo pensaba besarla. Desde luego, lo pensaba. Con ella me abandoné hasta un punto desconocido con cualquiera de sus precursoras, y mi última visión de esa noche con Monique, la de largas pestañas, se ilumina con una alegría que pocas veces asocio con cualquier acontecimiento de mi vida amorosa, humillante, sórdida y taciturna. La gratificación de cincuenta que le di pareció enloquecerla mientras brotaba en la llovizna de esa noche de abril, con Humbert bogando en su estrecha estela. Se detuvo frente a un escaparate y dijo con deleite: «Je vais m'acheter des bas!», y nunca olvidaré cómo sus infantiles labios parisienses explotaron al decir bas, pronunciando la palabra con tal apetito que transformó la «a» en el vivaz estallido de una breve «o».
Me cité con ella para el día siguiente, a las 14,15, en mi propio cuarto, pero el encuentro fue menos exitoso; me pareció menos juvenil, más mujer después de una noche. Un resfrío que me contagió me hizo cancelar la cuarta cita; no lamenté romper una serie emocional que amenazaba abrumarme con angustiosas fantasías y diluirse en ocre decepción. Que la esbelta, suave, Monique permanezca, pues, como fue durante uno o dos minutos: una nínfula delincuente que brillaba a través de la joven materialista.
Mi breve relación con Monique inicio una corriente de pensamientos que pueden parecer harto evidentes al lector que conoce los cabos. Un anuncio de una revista pornográfica me llevó a la oficina de cierta mademoiselle Edith, que empezó ofreciéndome la elección de un alma gemela en un álbum más bien sucio («regardez-moi cette belle brune!»): Cuando aparté el álbum y me las arreglé de algún modo para soltar mi criminal anhelo, me miró como si hubiera estado a punto de mostrarme la puerta. Sin embargo, después de preguntarme qué precio estaba dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una persona qui pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática, groseramente pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco y bigote negro sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio domicilio. Allí, después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas para significar que su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente una cortina, descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía dormir una familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, sólo había allí una muchacha de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina, de repulsiva fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté de huir de la trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la sucia camisa de lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome resuelto a marcharme, me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el extremo del cuarto y dos hombres que habían estado comiendo en la cocina se sumaron a la gresca. Eran deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno de ellos usaba anteojos negros. A
sus espaldas espiaban un muchachuelo y un niño que andaban de puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la lógica insolente de las pesadillas, la enfurecida alcahueta señaló al de los anteojos negros y dijo que había estado en la policía, lui, de modo que me convenía hacer lo que se me había dicho. Me dirigí hacia Marie —ése era su nombre estelar—, que por entonces había trasladado tranquilamente sus pesadas ancas hasta un banquillo frente a la mesa de la cocina para seguir con la sopa interrumpida, mientras el niño de puntillas recogía la muñeca. Con una oleada de piedad que dramatizó mi ademán idiota, deslicé un billete en su mano indiferente. Ella transfirió mi dádiva al exdetective, mientras se me permitía retirarme.
Ignoro si el álbum de la alcahueta fue o no otro eslabón en la guirnalda de margaritas; lo cierto es que poco después, por mi propia seguridad, resolví casarme. Se me ocurrió que horarios regulares, alimentos caseros, todas las convenciones del matrimonio, la rutina profiláctica de las actividades de dormitorio y, acaso, el probable florecimiento de ciertos valores morales podía ayudarme, si no para purgarme de mis degradantes y peligrosos deseos, por lo menos para mantenerlos bajo mi dominio. Algún dinero recibido después de la muerte de mi padre (no demasiado: el Mirana se había vendido mucho antes), sumado a mi postura atractiva, aunque algo brutal, me permitió iniciar la busca con ecuanimidad. Después de considerables deliberaciones, mi elección recayó sobre la hija de un doctor polaco: el buen hombre me trataba sucesivamente por mis vahídos y mi taquicardia. Jugábamos al ajedrez: su hija me miraba detrás de su caballete de pintura, e introducía ojos y articulaciones –tomadas de mí– en los trastos cubistas que por entonces pintaban las señoritas cultas, en vez de lilas y corderillos. Permítaseme repetirlo con serena firmeza: yo era, y aún soy, a pesar de mes malheurs, un varón excepcionalmente apuesto; de movimientos lentos, alto, con suave pelo negro y aire melancólico, pero tanto más seductor. La virilidad excepcional suele reflejar, en los rasgos visibles del sujeto, algo sombrío y congestionado que pertenece a lo que debe ocultar. Y ése era mi caso. Muy bien sabía yo, ay, que podía obtener a cualquier hembra adulta que se me antojara castañeteando los dedos; en verdad, ya era todo un hábito mío el no mostrarme demasiado atento con las mujeres, a menos que se precipitaran, con la sangre encendida, en mi frío regazo. De haber sido yo un françáis moyen aficionado a las damas de relumbrón, podría haber encontrado fácilmente, entre las muchas bellezas enloquecidas que rompían contra mi sombrío peñasco, criaturas mucho más fascinantes que Valeria. Pero mi elección estaba condicionada por
nosotros tenía una hijita cuya sombra me enloquecía; pero con ayuda de Valeria encontraba, después de todo, ciertos desahogos legales para mi fantástica tendencia. En cuanto a la cocinera, descartamos tácitamente el pot- au-feu y comíamos casi siempre en un lugar atestado de la Rue Bonaparte, con manteles manchados de vino y entre una algarabía foránea. En la casa vecina, un anticuario exhibía en su escaparate abigarrado una vieja estampa norteamericana, espléndida, llameante, verde, roja, dorada, azul, índigo: una locomotora con una chimenea gigantesca, grandes faroles barrocos y un barredor tremendo, que arrastraba sus coches color malva a través de la noche tormentosa, en la pradera, y mezclaba su humo tachonado de chispas con las aterciopeladas nubes henchidas de truenos.
Las nubes estallaron. En el verano de 1939 mon oncle d'Amérique murió legándome una renta anual de unos pocos miles de dólares a condición de que me fuera a vivir a los Estados Unidos y demostrara cierto interés por sus asuntos. La perspectiva encontró en mí la mejor de las bienvenidas. Sentí que mi vida necesitaba una sacudida. Además, había otra cosa: en la felpa de la comodidad matrimonial aparecían agujeros de polillas... En las últimas semanas, había advertido que mi gorda Valeria no era ya la misma: había adquirido un extraño desasosiego y a veces hasta mostraba cierta irritación muy poco afín con el carácter que se suponía encarnado con ella. Cuando le informé que estábamos a punto de embarcarnos para Nueva York, pareció perpleja, angustiada. Hubo algunas tediosas dificultades con sus documentos. Tenía un pasaporte que, por algún motivo, su participación de la sólida nacionalidad suiza de su marido no podía superar; resolví que la necesidad de hacer colas en la préfecture y otras formalidades era lo que le había vuelto tan inquieta, a pesar de mis pacientes descripciones de Norteamérica como el país de los niños rosados y los grandes árboles, donde la vida era tanto mejor que en el insulso y turbio París.
Una mañana, salíamos de cierta oficina con sus papeles casi en orden, cuando Valeria, que iba zarandeándose a mi lado, empezó a sacudir vigorosamente su cabeza lanuda sin decir una sola palabra. Callé durante un instante y al fin le pregunté si le pasaba algo. Me respondió (traduzco de su francés, que a su vez sería, según imagino, la traducción de una trivialidad eslava): «Hay otro hombre en mi vida».
En verdad, ésas son palabras feas para los oídos de un marido. Confieso que me ofuscaron. Golpearla allí mismo, en la calle, como habría hecho un hombre honrado del común, no era cosa factible. Años de oculto sufrimiento me habían enseñado un autocontrol sobrehumano. La hice subir, pues, a un taxi que se había deslizado de manera invitadora a lo largo de la acera durante algún tiempo, y en esa relativa intimidad sugerí que aclarara su tremenda revelación. Una furia creciente me sofocaba, no porque sintiera un afecto
especial hacia esa figura ridícula, madame Humbert, sino porque los problemas de uniones legales e ilegales, sólo podían resolverse por sí mismos, y ahí estaba ella, Valeria, una esposa de comedia, preparándose a disponer de mi comodidad y mi destino. Le pregunté el nombre de su amante. Repetí mi pregunta; pero ella se empeñó en un grotesco balbuceo, discurriendo sobre su infelicidad conmigo y anunciando planes para un divorcio inmediato: «Mais, qui est-ce», grité al fin, golpeándole la rodilla con el puño. Ella, sin pestañear, fijó en mí sus ojos como si la respuesta hubiera sido demasiado simple para las palabras, después se encogió ligeramente de hombros y señaló la espesa nuca del conductor del taxi, que se detuvo en un pequeño café y se presentó. No recuerdo su ridículo nombre, pero después de todos esos años aún puedo verlo con toda nitidez: un fornido ruso blanco, ex coronel, de bigote espeso y corte de pelo a la prusiana. Había miles de ellos trabajando en ese oficio de necios por todo París. Nos sentamos a una mesa. El zarista pidió vino y Valeria, después de aplicarse una servilleta mojada sobre la rodilla, siguió hablando... en mí, más que a mí. Vertía palabras en este digno receptáculo con volubilidad que nunca había sospechado en ella. De cuando en cuando, dirigía una descarga eslava hacia su insólito amante. La situación era absurda y lo fue aún más cuando el coronel-taximetrista, deteniendo a Valeria con una sonrisa posesiva, empezó a desarrollar sus opiniones y proyectos. Con un acento atroz en su cuidadoso francés, esbozó el mundo de amor y trabajo en el cual se proponía entrar tomado de la mano de su mujer-niña, Valeria. Valeria, mientras tanto, había empezado a arreglarse, sentada entre él y yo; se pintaba los labios fruncidos, triplicaba su mentón para observarse la pechera de la blusa, etcétera. El coronel hablaba de ella como si hubiera estado ausente, y también como si Valeria hubiera sido una especie de pupila a punto de pasar, por su propio bien, de las manos de un tutor sensato a las de otro más sensato todavía. Y aunque mi ira impotente haya exagerado y desfigurado ciertas impresiones, puedo jurar que el ruso llegó a consultarme sobre problemas tales como la alimentación de mi mujer, sus períodos, su guardarropa y los libros que había leído o debía leer: «Creo que Jean Christophe le gustará...», dijo. ¡Oh, el señor Taxovich era todo un letrado!
Puse fin a esa cháchara sugiriendo a Valeria que empacara en seguida sus pocas pertenencias, y el bobo del coronel se ofreció galantemente para llevarlas en su automóvil. Volviendo a su condición profesional, condujo a los Humbert a su domicilio. Durante el camino, Valeria habló y Humbert el Terrible deliberó con Humbert el Pequeño si Humbert Humbert debía matar al amante, o a los dos, o a ninguno. Recuerdo la ocasión en que empuñé una pistola automática perteneciente a un camarada de estudios, en los días (he hablado de ellos, pero poco importa) en que jugaba con la idea de gozar de su hermana, una diáfana nínfula con un arco de pelo negro, y luego darme muerte. Ahora me preguntaba si Valechka, como la llamaba el coronel, era
botón de vidrio arrojado al arroyo después de permanecer durante tres innecesarios años en un estuche roto, evitó que me sangraran las narices. Pero no importa. Tuve mi pequeña venganza a su debido tiempo. Un hombre de Pasadena me dijo un día que la señora Maximovich, née Zborovski, había muerto al dar a luz en 1945; de algún modo, la pareja había ido a parar a California, donde se había prestado, a cambio de un salario excelente, a un largo experimento ideado por un distinguido etnólogo norteamericano. El experimento consistía en observar las reacciones humanas y raciales a una dieta de bananas y dátiles, en una constante posición de cuatro patas. Mi informante, un doctor, juró que había visto con sus propios ojos a la obesa Valechka y a su coronel, por entonces con el pelo gris y también muy corpulento, gateando diligentemente por los bien barridos suelos de una serie de cuartos muy iluminados (frutas en uno, agua en otro, esteras en un tercero, etc.), en compañía de otros cuadrúpedos alquilados, escogidos entre grupos indigentes y desesperados. He tratado de encontrar los resultados de esas pruebas en la Revista de Antropología, pero parece que aún no se han publicado. Desde luego, se necesita algún tiempo para que fructifiquen esos productos científicos. Espero que se publiquen ilustrados con buenas fotografías, aunque no es muy probable que la biblioteca de una cárcel albergue obras tan eruditas. El libro a que me veo limitado en estos días, a pesar de las gestiones de mi abogado, es un claro ejemplo del absurdo eclecticismo que gobierna la elección de libros en las bibliotecas carcelarias. Tienen la Biblia, desde luego, y Dickens (un ejemplar antiguo, Nueva York, ed. G. W. Lillingham, MDCCCLXXXVII); el Tesoro de la juventud, con algunas bonitas fotografías de girls scouts con pelo color de miel, en pantalones cortos; y El anuncio de un crimen, de Agatha Christie. Pero también tienen coruscantes fruslerías tales como Un vagabundo en Italia, de Percy Elphinstone, autor de Vuelta a Venecia, Boston 1868, y un Quién es quién en el teatro relativamente al día (1946) —actores, productores, autores, fotografías de escenas—. Examinando el último volumen, di con una de esas coincidencias que los lógicos abominan y los poetas aman. Transcribo casi toda la página:
«Pym, Roland. Nació en Lundy, Massachusetts, en 1922. Estudió arte escénico en Elsinore Playhouse, Derby, Nueva York. Se inició en Fuegos de artificio. En su vasto repertorio figuran: A dos cuadras de aquí, La muchacha de verde, Maridos mezclados, Toca y vete, El encantador Juan, He soñado contigo.»
«Quilty, Clare. Dramaturgo norteamericano. Nació en Ocean City, Nueva Jersey. 1911. Estudió en la Universidad de Columbia. Se inició en la carrera del comercio, pero la abandonó por el arte dramático. Es autor de La pequeña ninfa, La dama que amaba los relámpagos (en colaboración con Vivian Darkbloom), Era oscura, El hongo extraño, Amor paternal y otras piezas. Son
notables sus abundantes producciones para niños. La pequeña ninfa viajó 22.000 kilómetros y se representó 280 veces en su rumbo hacia Nueva York. Hobies: autos de carreras, fotografía, animales domésticos.»
«Quine, Dolores. Nació en 1882, en Dayton, Ohio. Estudió arte escénico en la American Academy. Actuó por primera vez en Ottawa, en 1900. En 1904 debutó en Nueva York con Nunca hables a extraños. Desde entonces reapareció en... (sigue una lista de obras).»
¡Cómo me retuerce con dolor desesperado la lectura del nombre de mi amada, aunque atribuido a una vieja bruja! Acaso también ella pudo ser actriz. Nació en 1935. Apareció (advierto el desliz de mi pluma en el párrafo precedente, pero no lo corrijas, por favor, Clarence) en El escritor asesinado. ¡Oh, Lolita mía, sólo puedo jugar con palabras!
Los trámites del divorcio demoraron mi viaje y las tinieblas de otra guerra mundial ya se habían posado sobre el globo cuando, después de un invierno de tedio y neumonía en Portugal, llegué por fin a los Estados Unidos. En Nueva York acepté con avidez la liviana tarea que se me ofreció; consistía, sobre todo, en redactar y revisar anuncios de perfumes. Me felicité por la periodicidad irregular y los aspectos semiliterarios de ese trabajo; me ocupaba de él cuando no tenía nada que hacer. Por otro lado, una universidad de Nueva York me apremiaba a que completara mi historia comparada de la literatura francesa para estudiantes de habla inglesa. El primer volumen me llevó un par de años, durante los cuales rara vez le consagré menos de quince horas diarias de trabajo. Cuando evoco esos días, los veo nítidamente divididos en una amplia zona de luz y una estrecha banda de sombra: la luz pertenecía al solaz de investigar en bibliotecas suntuosas; la sombra, a los deseos atormentadores y los insomnios sobre los cuales ya he dicho bastante. El lector, que ya me conoce, imaginará con facilidad cómo me cubría de polvo y me acaloraba al tratar de obtener un vislumbre de nínfulas (siempre remotas, ay) jugando en Central Park, y cómo me repugnaba el brillo de desodorizadas muchachas de carrera que un alegre perro en una de las oficinas descargaba sobre mí. Omitamos todo eso. Un tremendo agotamiento nervioso me envió a un sanatorio por más de un año; volví a mi trabajo, sólo para hospitalizarme de nuevo.
Una sana vida al aire libre pareció prometerme algún alivio. Uno de mis doctores favoritos, tipo cínico y encantador, de pequeña barba parda, tenía un hermano, y ese hermano organizaba una expedición al Canadá ártico. Me