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Este documento narra la historia de kevin taylor, un joven abogado que comienza a trabajar en el bufete de abogados john milton & associates. La trama se centra en su primer caso, el cual involucra a una mujer llamada beverly morgan, y en cómo kevin se enfrenta a las dificultades y desafíos que presenta. Además, se muestra cómo kevin se adapta a su nueva vida en el bufete y cómo se relaciona con sus compañeros de trabajo y su esposa miriam.
Tipo: Apuntes
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Por el modo en que el abogado Richard Jaffee bajó corriendo los peldaños del edificio de los tribunales, en la plaza Federal de Nueva York, más que ganar un caso parecía que acabara de perderlo. Mientras descendía a saltos la escalera de piedra, le bailaban por la frente mechones sueltos de su cabello azabache. Los transeúntes apenas le prestaban atención. La gente de Nueva York siempre tiene prisa por coger un tren, llamar a un taxi o abrirse paso para cruzar un semáforo en cuanto se pone verde. Con frecuencia, los individuos sólo se dejan llevar por el impulso que recorre las arterias de Manhattan, bombeados por el invisible aunque omnipresente corazón gigante que caracteriza el palpitar de esa ciudad como algo único en el mundo.
El cliente de Jaffee, Robert Fundi, se rezagó para atraer la atención de los periodistas apiñados en torno a él con el inconsciente frenesí de las abejas obreras. Todos hacían a gritos las mismas preguntas: ¿Qué piensa el propietario de la principal empresa privada de saneamiento del Lower East Side sobre el hecho de haber sido declarado inocente de todos los cargos de extorsión? ¿El juicio ha estado politizado porque se ha hablado de usted como candidato a presidente de distrito? ¿Por qué el testigo clave de la acusación no ha dicho todo lo que supuestamente había mantenido durante el proceso?
—Damas… caballeros… —dijo Fundi, sacando un puro habano del bolsillo superior de la americana. Los periodistas esperaron mientras lo encendía y echaba las primeras bocanadas. Después el hombre levantó la vista y sonrió—. Tendrán que formular todas estas preguntas a mi abogado, que para eso le pago un montón de dinero —soltó riendo.
Todas las cabezas de la masa de informadores se volvieron simultáneamente hacia Jaffee en el preciso momento en que éste entraba en la parte de atrás de la limusina de John Milton & Associates. Uno de los periodistas más jóvenes y decididos se precipitó escaleras abajo, gritando:
—¡Señor Jaffee! Un momento, por favor. ¡Señor Jaffee! La pequeña multitud de periodistas y amigos allí presentes rieron mientras el chófer cerraba la puerta de la limusina y rodeaba el coche hasta ponerse al volante. Al cabo de unos segundos arrancó.
Richard Jaffee se retrepó en el asiento y miró al frente. —¿Al despacho, señor? —preguntó el chófer. —No, Charon. Llévame a casa, por favor.
El egipcio alto, de piel aceitunada y ojos rasgados, miró el retrovisor como
primer lugar mediante la lógica y después utilizando el recuerdo de Gloria y la forma tan maravillosamente exaltada con que ella abordaba la vida.
No obstante, ninguna de esas cosas había funcionado. Después de ceder la responsabilidad del bebé a una niñera que vivía en la casa, casi nunca preguntaba por él y sólo de vez en cuando echaba un vistazo para ver cómo estaba. Richard nunca se preguntaba por qué lloraba su hijo ni se interesaba por su salud. Tan sólo había seguido adelante con su trabajo de abogado y había dejado que éste le fuera consumiendo para no pensar demasiado; de ese modo no recordaría nada ni pasaría la mayor parte del tiempo atormentado por los sentimientos de culpabilidad.
El trabajo le había servido como dique de contención de su tragedia personal, que en este momento le volvía a abrumar con los recuerdos de las sonrisas de Gloria, sus besos, su entusiasmo cuando se enteró de que estaba embarazada. Tras sus párpados cerrados rememoró docenas de instantes y de imágenes. Era como si estuviera en su sala de estar viendo una película en la televisión.
—Hemos llegado, señor —dijo Charon.
¿Ya habían llegado? Richard abrió los ojos. Charon ya había abierto la puerta y permanecía de pie en la acera. Richard agarró la cartera y salió de la limusina. A continuación miró a Charon. El chófer, metro noventa, era unos diez centímetros más alto que él, pero sus anchas espaldas y sus ojos penetrantes hacían que pareciera incluso más alto, un auténtico gigante.
Richard lo miró fijamente y en sus ojos percibió comprensión. El chófer era un hombre silencioso, si bien captaba todo lo que sucedía a su alrededor y daba la impresión de tener ya siglos de vida.
Richard asintió ligeramente, y Charon cerró la puerta y volvió al asiento del conductor. La limusina partió, y el abogado entró en el edificio de apartamentos. Philip, un policía retirado de la ciudad de Nueva York que trabajaba de guardia diurno de seguridad, entornó los ojos por encima del periódico y con un rápido movimiento se levantó del taburete que había tras el mostrador del vestíbulo.
—Felicidades, señor Jaffee. He escuchado el boletín informativo. Seguro que estará contento por haber ganado otro caso.
Richard sonrió.
—Gracias, Philip. ¿Todo va bien? —Perfectamente bien, señor Jaffee, como siempre —contestó Philip—. Trabajando aquí, un hombre puede envejecer tranquilo —añadió, como de costumbre.
—Sí… —dijo Richard—. Claro… Se dirigió al ascensor y se colocó al fondo de la cabina mientras las puertas se cerraban. Bajando los párpados, recordó la primera vez que él y Gloria habían entrado en el edificio, y evocó la emoción que ella sentía, la forma en que chillaba entusiasmada cuando recorrían el apartamento.
—Pero… ¿qué he hecho? —murmuró.
Cuando el ascensor llegó a su planta y las puertas se abrieron de golpe, lo mismo hicieron sus ojos. Richard se quedó un momento de pie y acto seguido se encaminó al apartamento. Tan pronto como entró, la señora Longchamp salió de la habitación del niño y le dio la bienvenida.
—Oh, señor Jaffee. —La niñera tenía sólo cincuenta años, pero se parecía a todas las abuelas: cabello totalmente gris, ojos bondadosos de color castaño y cara mofletuda—. Enhorabuena. Acabo de ver el boletín informativo. ¡Hasta han interrumpido los seriales!
—Gracias, señora Longchamp. —No ha perdido ningún caso desde que empezó a trabajar en el bufete del señor Milton, ¿verdad? —preguntó ella.
—Así es, señora Longchamp. —Debe de estar muy orgulloso de sí mismo. —Sí —contestó Richard.
—Brad está perfectamente —manifestó, a pesar de que él no le había preguntado nada. Richard asintió—. Precisamente estaba a punto de darle un biberón.
—Siga con ello, no faltaba más —dijo Richard. Ella sonrió y volvió a la habitación del niño.
Richard dejó la cartera, echó un vistazo al apartamento y a continuación atravesó lentamente la sala de estar hasta llegar a la terraza, que le proporcionaba una de las vistas más bonitas del río Hudson. Sin embargo, no se detuvo a admirar el panorama. Siguió andando con la determinación de quien siempre ha sabido exactamente adónde va. Acto seguido se subió a la tumbona para poner el pie izquierdo en la pared y apoyándose en la baranda de hierro colado se izó sobre el antepecho. Después, con un movimiento ágil y rápido, se agachó como si quisiera coger la mano de alguien que estuviera colgado en el vacío y se lanzó de cabeza a la calzada, quince plantas más abajo.
restaurantes o moteles. Los anuncios tenían que ajustarse a códigos muy estrictos; los carteles llamativos o de colores vivos estaban prohibidos.
A sus habitantes les gustaba la sensación de estar en una especie de burbuja. Podían ir y volver de Nueva York cuando les apeteciera, pero a su regreso llevaban una existencia tranquila y bien protegida y se sentían como Alicia en el país de las maravillas. No sucedía nada notorio, y eso era precisamente lo que querían.
Un día Lois Wilson, nueva profesora de la escuela primaria, fue acusada de abusar sexualmente de una niña de diez años. Una investigación realizada por la escuela desveló tres sucesos similares. Además, los antecedentes descubiertos y los rumores que corrían por el pueblo establecieron inequívocamente que la mujer era lesbiana. Vivía en una casa alquilada de las afueras de Blithedale con su novia, una profesora de idiomas de un instituto de segunda enseñanza cercano, y nunca salía con hombres ni se le conocían relaciones masculinas.
En el bufete de Boyle, Carlton & Sessler, nadie estaba demasiado entusiasmado con la idea de que Kevin llevara el caso. La verdad es que a éste, tan pronto se enteró del problema de Lois Wilson, le faltó tiempo para ofrecerle sus servicios; y una vez ella le hubo encomendado el asunto, amenazó con abandonar el gabinete si los socios más antiguos le prohibían hacerse cargo del mismo. Sus conflictos en la oficina iban cada día a más pues se mostraba disconforme con el enfoque conservador que tenían sus miembros sobre la ley y se sentía inquieto ante el rumbo que inevitablemente tomaría su vida si seguía allí demasiado tiempo. Ese era el primer caso espectacular y realmente sustancioso que caía en sus manos, el primero en el que podría exhibir sus habilidades y su perspicacia. Se sentía como un deportista que participa por fin en una competición importante. Quizá no eran los Juegos Olímpicos, pero sí algo más que los campeonatos escolares locales. Los periódicos metropolitanos ya estaban haciendo un seguimiento del caso.
El fiscal del distrito, Martin Balm, le propuso a Kevin llegar a un acuerdo inmediato para sacar la historia de los medios de comunicación y evitar todo sensacionalismo. Esperando suscitar la comprensión de Kevin, el fiscal remarcaba que la medida más importante que debía tomarse era la de mantener a las niñas alejadas de la sala de vistas y no hacerles pasar de nuevo por algo tan horroroso. Si Lois se declaraba culpable, le caerían cinco años de libertad vigilada y asesoramiento psicológico. Desde luego, su carrera como profesora habría llegado a su fin.
Sin embargo, Kevin le aconsejó a su cliente que no aceptara la propuesta, y ella estuvo de acuerdo con él. En ese momento se hallaba sentada de manera recatada, con la vista baja concentrada en las manos cruzadas sobre el regazo.
Kevin le había dicho que tratara de no parecer arrogante, sino de mostrarse como una persona que sufría y que estaba herida. De vez en cuando sacaba el pañuelo del bolso y se lo llevaba a los ojos.
La verdad es que había ensayado esos gestos en el despacho de Kevin, quien le había enseñado cómo mirar con atención a los testigos o con optimismo al jurado. La grabó en vídeo y rebobinó una y otra vez mientras le daba indicaciones sobre el modo de mirar, la forma de peinarse, la postura de los hombros y la manera de mover las manos. Le decía que estábamos en la era visual: los iconos, los símbolos y las posturas eran muy importantes.
Kevin se volvió para mirar rápidamente a su esposa Miriam, que estaba cuatro filas más atrás. Parecía nerviosa, tensa y preocupada por él. Al igual que Sanford Boyle, ella también le había sugerido que no se hiciera cargo del caso, pero Kevin estaba entregado a él más de lo que lo había estado a ningún otro durante sus tres años de experiencia como abogado. No hablaba de otra cosa; se pasaba horas y horas investigando, preparando las pruebas, dedicando a ello incluso los fines de semana; en definitiva, haciendo mucho más de lo que justificaban el anticipo y la minuta final.
Le dirigió a Miriam una sonrisa llena de confianza y se volvió de golpe, como si un resorte lo hubiera vuelto a su posición anterior.
—Señor Cornbleau, ¿fue usted mismo quien habló con las tres niñas el martes 3 de noviembre?
—Sí. —¿Fue la supuesta primera víctima, Barbara Stanley, quien le informó sobre esas otras tres? —Kevin asintió, como confirmando la respuesta antes de escucharla.
—Así es. Por eso las llamé a mi despacho. —¿Puede contarnos qué dijo usted de entrada tan pronto llegaron?
—¿Cómo? —Cornbleau frunció el ceño, como si la pregunta fuera ridícula.
—¿Cuál fue la primera pregunta que formuló a las niñas? —Kevin dio unos pasos hacia el estrado del jurado—. ¿Les preguntó si la señorita Wilson les había tocado el culo? ¿Les preguntó si les había metido la mano por debajo de la falda?
—No, por supuesto.
—Entonces, ¿qué les preguntó? —Les pregunté si habían tenido con la señorita Wilson el mismo tipo de problema que Barbara Stanley.
escuchaban? —preguntó, torciendo el gesto para poner de relieve su sorpresa e incredulidad.
—Sí. —¿No le parece algo impropio? Quiero decir, exponer a las niñas a esas historias… supuestas experiencias…
—Bueno, era una investigación. —Sí, ya. ¿Había tenido usted con anterioridad alguna vivencia como ésta? —No, nunca. Por eso me pareció tan escandaloso. —¿Les advirtió a las niñas que si estaban inventándolo todo se meterían en un buen lío?
—Desde luego. —Sin embargo, usted se inclinó más bien a creerlas, ¿no es cierto? —Sí.
—¿Por qué? —Porque decían las mismas cosas y las describían de la misma manera. — Cornbleau parecía satisfecho consigo mismo y con su respuesta, pero Kevin se le acercó unos pasos y sus preguntas le bombardearon sin interrupción.
—Entonces, ¿podían haberlo ensayado? —¿Qué? —¿Podían haberse reunido para memorizar sus respectivas historias?
—No entiendo… —¿Es posible? —Bueno…
—¿No ha conocido usted a niños de esa edad que mientan? —Por supuesto. —¿Y a varios mintiendo a la vez? —Sí, pero… —Entonces, ¿cabe dentro de lo posible? —Supongo que sí. —¿Lo supone? —Bueno…
—¿Llamó a la señorita Wilson a su despacho para corroborar las historias, inmediatamente después de hablar con las niñas?
—Sí, desde luego. —¿Y cuál fue la reacción de ella? —No lo negó. —Quiere usted decir que se negó a ser interrogada si no era en presencia de un abogado, ¿no es así? —Cornbleau reveló cierta agitación—. ¿Sí o no? —inquirió Kevin.
—Sí, esto es lo que dijo. —Y acto seguido usted siguió adelante e informó al inspector escolar, y a continuación ambos llamaron al fiscal del distrito. ¿Es eso cierto?
—Sí. Seguimos las normas del consejo escolar para esta clase de cuestiones.
—¿Citó a su despacho a otros alumnos para proseguir con la investigación?
—No. —Y usted y el inspector suspendieron temporalmente de sus funciones a la señorita Wilson antes de ser acusada formalmente, ¿es así?
—Como he dicho antes… —Por favor, limítese a responder la pregunta.
—Sí. —Sí —repitió Kevin, como si esto fuera un reconocimiento de culpa. Hizo una pausa, su rostro dibujó una ligera sonrisa al volverse desde Cornbleau al jurado, y enseguida se dirigió de nuevo al director.
—Señor Cornbleau, ¿discutió en alguna ocasión con la señorita Wilson sobre sus tablones de anuncios? —Sí.
—¿Por qué? —Eran demasiado pequeños y no se ajustaban a la norma. —O sea, ¿mantenía usted una actitud crítica hacia ella como profesora? —La decoración del aula contribuye a la eficacia de la enseñanza — respondió Cornbleau en tono pedante.
—Ya, ya, pero la señorita Wilson no… digamos, ¿no compartía el mismo criterio que usted respecto a los tablones de anuncios?
Una niña gordinflona, con el cabello castaño claro rizado y cortado justo por debajo de las orejas, se acercó por el pasillo. Lucía un vestido azul pálido que incluía un cuello blanco con volantes y unas mangas blancas con muchos adornos. La holgada prenda parecía realzar su gordura.
Se sentó muy nerviosa y levantó la mano para prestar juramento. Kevin asintió para sí mismo y dirigió una mirada cómplice a Martin Balm. La niña había sido convenientemente instruida al respecto. Balm también había hecho los deberes; no obstante, Kevin tenía la sensación de que él había trabajado todavía más, y que eso sería lo que decantaría la balanza a su favor.
—Barbara —empezó diciendo Martin Balm, acercándose a ella.
—Un momento, señor Balm —interrumpió el juez. Acto seguido se inclinó hacia la niña y le preguntó—: Barbara, ¿sabes que acabas de jurar que… dirás la verdad? —Barbara echó un vistazo rápido al público, y después se volvió hacia el juez y respondió que sí con un gesto de cabeza—. Y lo que vas a decir aquí es muy importante, ya lo sabes, ¿no? —Ella repitió el movimiento afirmativo, aunque en esa ocasión de manera más leve. El juez volvió a apoyarse en el respaldo—. Proceda, señor Balm.
—Gracias, señoría. —Balm se aproximó al estrado de los testigos. Era un hombre alto, delgado, que había iniciado una prometedora carrera política. No se sentía nada cómodo con el caso, y por ello había tratado de que Kevin y Lois Wilson aceptaran su propuesta de acuerdo. Pero no lo había logrado y ahí estaba, dependiendo del testimonio de una niña de diez años—. Me gustaría que le explicaras al tribunal exactamente lo que le contaste al señor Cornbleau aquel día en su despacho. Ve despacio, por favor.
La niña gordinflona lanzó una rápida ojeada a Lois. Kevin le había dicho a ésta que mirara fijamente a todos los niños con atención, sobre todo a las tres niñas que avalaban las acusaciones de Barbara Stanley.
—Bueno… A veces, cuando hacíamos artes especiales… —Artes especiales… ¿Qué son, Barbara? —Artes especiales es arte, o lectura, o música. La clase va donde el profesor de arte o el profesor de música. —La pequeña recitaba, con los ojos medios cerrados. Kevin se dio cuenta de que Barbara estaba haciendo un gran esfuerzo por hacerlo todo correctamente. Cuando miró alrededor, advirtió que ciertos miembros del público disimulaban la sonrisa, animando en secreto a la niña. Sin embargo, el caballero del fondo de la sala parecía agitado, casi enfadado.
—Ya —dijo Balm, confirmando con un gesto—. Los alumnos cambian de aula, ¿verdad?
—Ajá. —Por favor, di sí o no, Barbara, ¿de acuerdo? —Ajá… Quiero decir, sí.
—De acuerdo; así que, a veces, cuando teníais artes especiales… —apuntó Balm.
—La señorita Wilson nos decía a una de nosotras que se quedara un rato más al final —continuó Barbara, siguiendo la entrada que acababa de brindarle el fiscal.
—¿Quedarse un rato más al final significa estar sola con ella en el aula? —Sí.
—Sigue, por favor. —Una vez me lo dijo a mí. —Y sobre lo que pasó esta vez, ¿qué le contaste al señor Cornbleau?
Barbara se volvió un poco en el asiento para así poder evitar la mirada de Lois. Entonces respiró hondo y empezó.
—La señorita Wilson me pidió que me sentara a su lado y me dijo que yo estaba creciendo y convirtiéndome en una chica muy bonita, pero que había cosas que yo debía conocer sobre mi cuerpo, cosas de las que los adultos prefieren no hablar. —Hizo una pausa y bajó los ojos.
—Sigue.
—Decía que hay lugares especiales. —¿Especiales? —Sí. —¿Y qué quería ella que tú supieras sobre estos lugares, Barbara? —La niña echó un vistazo rápido en la dirección de Lois Wilson y se volvió de nuevo hacia el fiscal—. Barbara, ¿qué quería que supieras? —repitió Balm.
—Que pasan cosas especiales cuando… cuando alguien los toca. —Ya. Y entonces, ¿qué hizo? —Balm le hizo una señal con la cabeza para animarla a continuar.
—Me enseñó los lugares.
—¿Te los enseñó? ¿Cómo? —Los señaló, y después me pidió que se los dejara tocar porque así yo lo entendería mejor.
—Muy bien, Barbara. Ahora el señor Taylor también te va a hacer algunas preguntas. Cuéntale toda la verdad igual que me la has contado a mí —dijo Balm; luego se volvió hacia Kevin y le dirigió una inclinación de cabeza.
También se le daban bien los gestos teatrales. «Muy agudo —pensó Kevin—. Me voy a acordar de ésta: cuéntale toda la verdad igual que me la has contado a mí».
—Barbara —dijo Kevin antes de levantarse—, tu nombre completo es Barbara Elizabeth Stanley, ¿verdad? —Su tono de voz era suave y amistoso.
—Sí. —En tu clase hay otra niña llamada Barbara, ¿no?
Ella asintió y Kevin se le acercó, todavía sonriente. —Pero su nombre es Barbara Louise Martin, y para diferenciar, para distinguir entre una y otra, la señorita Wilson la llamaba a ella Barbara Louise, y a ti, simplemente Barbara, ¿verdad? —Sí.
—¿Te cae bien Barbara Louise? La niña se encogió de hombros. —¿Crees que a la señorita Wilson le gustaba más Barbara Louise que tú? Barbara Stanley miró a Lois, cuyos ojos reflejaban la tensión. —Sí —contestó. —¿Porque Barbara Louise va mejor en clase? —No lo sé. —¿Intentaste que los otros niños tuvieran antipatía a Barbara Louise? —No. —Barbara, el juez te ha advertido antes que cuando se testifica ante un tribunal hay que decir la verdad. ¿Estás diciendo la verdad?
—Sí. —¿Pasaste a tus amigas de clase papelitos en los que te reías de Barbara Louise?
Los labios de Barbara temblaron un poco. —¿Verdad que la señorita Wilson te sorprendió en la clase pasando esos papelitos a tus amigas? —insistió en la pregunta, confirmando con un gesto de la cabeza. Barbara miró a Lois Wilson y a continuación al público de la sala en busca de sus padres—. La señorita Wilson registra convenientemente todo lo
que ocurre en el aula —precisó Kevin, volviéndose hacia Cornbleau—. También guardó los papelitos de Barbara. —Kevin desenvolvió un trozo de papel—. «Vamos a llamarla Barbara Lela», le escribiste a alguien, y a partir de entonces unos cuantos alumnos empezaron a llamarla así, ¿es verdad o no? — Barbara no respondió—. De hecho, las otras niñas que afirman que la señorita Wilson les hizo cosas siguieron tu ejemplo y llamaban a Barbara Louise «Barbara Lela», ¿es así?
—Sí. —Barbara estaba a punto de romper a llorar. —Así que me acabas de mentir cuando te he preguntado si intentaste que los otros niños no fueran amigos de Barbara, ¿verdad? —preguntó con una aspereza inesperada. Barbara Stanley se mordió el labio inferior—. ¿Es así o no? —insistió. Ella asintió—. Y quizá también has mentido en todo lo que le has contado al señor Balm, ¿eh? —Ella negó rápidamente con la cabeza.
—No —replicó la pequeña con un hilo de voz. Kevin percibía las miradas de furia y odio en algunos presentes en la sala. El ojo derecho de Barbara soltó una lágrima que se deslizó sin obstáculos por la mejilla.
—Siempre quisiste ser tan estimada por la señorita Wilson como lo era Barbara Louise, ¿verdad?
Barbara se encogió de hombros. —De hecho, siempre quisiste ser la más estimada de la clase, la que tuviera más éxito tanto con los niños como con las niñas, ¿sí o no?
—No lo sé. —¿No lo sabes? No estarás mintiendo otra vez, ¿verdad? —Kevin lanzó una mirada al jurado—. Le confesaste esto a Mary Lester, ¿sí o no? —Ella empezó a negar con la cabeza—. Barbara, puedo pedir que Mary venga aquí; recuerda por tanto, que has de decir la verdad. ¿Le hablaste a Mary de que deseabas que todo el mundo detestara a Barbara Louise y que todos te apreciaran más a ti? —preguntó, subiendo su tono de voz.
—Sí. —De modo que a Barbara Louise todo el mundo la aprecia mucho, ¿verdad?
—Sí. —A ti también te gustaría, ¿verdad? ¿Ya quién no? —soltó él, casi riendo. Barbara no sabía si tenía que responder la pregunta, aunque Kevin no necesitaba la respuesta—. Mira, Barbara, ya sabes que tú y las otras niñas estáis acusando a la señorita Wilson de hacer cosas sexuales, de haceros a vosotras cosas sexuales malas. ¿Hasta aquí, de acuerdo?
—Protesto, señoría —dijo Balm, levantándose con rapidez—. No podemos pretender que la pequeña recuerde la fecha exacta.
—Señoría, la acusación presenta a esta niña como la principal testigo contra mi cliente. No podemos ponernos a seleccionar lo que debería recordar o no respecto a un alegato tan importante. En todo caso, si su testimonio adolece de imprecisión…
—Muy bien, señor Taylor; se admite su observación. Protesta denegada. Haga su pregunta, señor Taylor.
—Gracias, señoría. Bien, Barbara, dejemos la fecha. ¿Sucedió un lunes, un jueves? —preguntó Kevin con rapidez, casi echándose encima de la pequeña.
—Eeeh… era martes. —¿Martes? —Dio otro paso en dirección a ella. —Sí. —Pero, Barbara, los martes no tenéis artes especiales —respondió él al instante, aprovechándose de un golpe inesperado de buena suerte: la confusión de la niña. Barbara miró alrededor, impotente.
—Bueno… quería decir jueves. —Un jueves… ¿Seguro que no era un lunes? —Ella negó con la cabeza—. Además, cuando tenía un descanso, la señorita Wilson iba con frecuencia a la sala de profesores, es decir, no se quedaba en el aula después de que la clase hubiera terminado. —Barbara tan sólo miraba con los ojos inmóviles—. ¿Así que era un jueves?
—Sí —respondió con un hilillo de voz. —Entonces cabe suponer que a las otras niñas también les pasó eso un jueves, ¿no? —preguntó, como si él mismo estuviera confundido.
—Protesto, señoría. A la niña no se le ha dado información sobre el testimonio de las demás testigos.
—En cambio —replicó Kevin—, yo opino que sí ha recibido dicha información.
—¿Por parte de quién? —inquirió Balm con indignación.
—Caballeros. —El juez golpeó con el mazo—. Se acepta la protesta. Limite sus preguntas a la declaración de la testigo que está en el estrado, señor Taylor.
—Muy bien, señoría. Barbara, ¿cuándo les contaste a las otras niñas lo que te ocurrió? ¿Fue enseguida? —preguntó Kevin antes de que ella pudiera
recuperarse.
—No. —¿Se lo dijiste en tu casa?
—Yo… —¿Fue el día que hicisteis la fiesta con Gerald y Tony? La niña se mordió ligeramente el labio inferior.
—Fue entonces, ¿no? ¿Escogiste aquella tarde por algún motivo? ¿Sucedió algo que te impulsara a contar la historia?
El rostro de Barbara comenzó a inundarse de lágrimas. Negó con la cabeza.
—Si quieres que la gente crea tu historia sobre la señorita Wilson, tendrás que contarlo todo, Barbara. Todas las niñas tendrán que contarlo todo — añadió—. ¿Por qué aquella tarde hablasteis de la señorita Wilson? ¿Qué hicisteis con los chicos?
El terror se reflejaba en la mirada de Barbara. —A no ser, naturalmente, que lo hubieras inventado todo y hubieras convencido a las demás de hacer lo mismo —precisó, ofreciendo una salida fácil—. ¿Lo inventaste todo, Barbara?
La niña permanecía rígida como una piedra, aunque sus labios temblaban ligeramente. No respondió.
—Si dices la verdad ahora, todo terminará aquí —prometió Kevin—. Nadie tiene que saber nada más —añadió, casi en voz baja. La pequeña parecía aturdida—. ¿Barbara?
—Señoría —intervino Balm—, el señor Taylor está acosando a la testigo. —No soy de la misma opinión, señor Balm —contestó el juez. A continuación se inclinó hacia ella—. Barbara, debes responder la pregunta.
—¿Le mentiste al señor Cornbleau porque no te gusta la señorita Wilson? —preguntó Kevin con rapidez. Fue una maniobra espléndida, ya que daba por sentado que ella ya había contestado de modo afirmativo. Por la comisura del ojo observó que algunos miembros del jurado enarcaban las cejas.
Barbara negó con la cabeza, aunque sus ojos empezaron a derramar una lágrima tras otra que se fueron deslizando por las mejillas.
—Ya sabes que podrías echar a perder la carrera de la señorita Wilson, ¿no, Barbara? —preguntó Kevin haciéndose a un lado para que Lois Wilson pudiera mirar directamente a la pequeña—. Esto no es un juego, como éste al