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La Mirada Mental capitulo 1, Apuntes de Psicología Cognitiva

El texto que a continuación se resumirá y comentará, es una de las últimas obras antes del fallecimiento de Ángel Rivière. Psicólogo muy influyente para el desarrollo científico en España, gran representante de una generación de intelectuales de su época, y hoy sigue siendo recordado por sus aportes en el campo de los trastornos de desarrollo y en especial el autismo

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 01/03/2019

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Investigaciones empíricas sobre las destrezas mentalistas : Algunas observaciones sobre altruismo, maquiavelismo y la naturaleza humana Desde hace pocos años, los psicólogos evolutivos han co- menzado a investigar el desarrollo de un conjunto de capaci- dades básicas para las relaciones interpersonales, y que se cuentan entre las más fascinantes y significativas del desarrollo humano. Aunque el estudio científico y sistemático de tales destrezas sea reciente, no lo es el interés por ellas entre aque- llos autores que, desde la antigúedad, han querido definir eso que se ha dado en llamar “la naturaleza humana”. Muchos de ellos insisten en el carácter bifronte o mixto de tal naturaleza: el hombre es, sí, un ser social, Es capaz de comunicarse con sus congéneres mediante complejos sistemas simbólicos. Puede compartir bienes tangibles o intangibles con los demás, y coo- perar con ellos. Transmite a los compañeros de interacción sus 1 Este dibro, así como las investigaciones de los autores reseñadas en él, se han realizado con el apoyo de la Dirección General de Investigación Científica y Técnica (DGICYT), y forma parte del proyecto de investigación PB-89-0162, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencias, y dirigido por el primer autor. La mirada mental 18 La mirada mental experiencias y estados internos, mediante recursos muy pode- rosos de expresión y comunicación. Acumula así experiencias y conocimientos, y ello permite la cultura. En ocasiones, algu- nos miembros de la especie, en virtud de sus valores sociales y convicciones culturales, llegan a realizar acciones altruistas que implican importantes sacrificios personales o hasta de la propia vida. Sin embargo, está la otra cara de la moneda: el hombre es también un ser considerablemente astuto y frecuentemente malévolo, capaz en ocasiones de engañar a sus congéneres y a otros animales de forma elaborada y peligrosa. El hombre es, como decía el viejo Aristóteles, un animal político, pero lo es en el mejor y también en el peor sentido del término, Con fre- cuencia, es un político tan sagaz como engañoso. Los ejemplos de ello no deben buscarse sólo en la gran política de los hom- bres (la de los Estados, etc.) ¡Claro que la gran política está lle- na de ejemplos de astucia, mentira y engaño!... pero hay otros mucho más cercanos. Si el lector tiene alguna experiencia (y seguro que la tiene) de lo que es una empresa, un grupo esco- lar o un departamento universitario, comprenderá hasta qué punto está determinada la vida humana por las “pequeñas po- líticas” de los hombres: por las complejas coaliciones entre ellos, las habilidades de anticiparse a las conductas de los otros, las matizadas interpretaciones de las intenciones mu- tuas, las creencias sobre los pensamientos y los deseos de los demás, pero también por Jos engaños y las mentiras. Todo elto forma parte de la naturaleza humana. Sí, en las pequeñas y grandes políticas de los hombres, aquellos que son más capaces de entender lo humano, los que son, por así decirlo, “psicólogos naturales” más diestros, suelen ser los que dicen la última palabra. No es extraño, por eso, que uno de los tratados clásicos de la Ciencia Política, El Príncipe de Nicolás de Maquiavelo, sea también una especie de manual prescriptivo del uso eficaz, y no siempre muy escrupuloso, de lo que hemos denominado “psicología natural”. “Cuán loable es en un príncipe —dice, por ejemplo, Maquiavelo— mante- ner la palabra dada y comportarse con integridad y no con as- tucia, todo el mundo lo sabe. Sin embargo, la experiencia muestra en nuestro tiempo que quienes han hecho grandes cosas han sido los príncipes que han tenido pocos miramien- tos hacia sus propias promesas y que han sabido burlar con as- tucia el ingenio de los hombres... es necesario a un príncipe sa- ber utilizar correctamente la bestia y el hombre... jamás falta- ron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la vio- lación de sus promesas, Se podría dar de esto infinitos ejem- plos modernos y mostrar cuántas paces, cuántas promesas han permanecido sin ratificar y estériles por la infidelidad de los principes; y quien ba sabido hacer mejor la zorra ha salido me- jor librado. Pero es necesario colorear bien esta naturaleza y saber ser un gran simulador y disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades pre- sentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.” (pp. 90-91). Ciertamente, es muy probable que, a lo largo de la evolu- ción humana, los que “sabían hacer mejor la zorra”, aquellos que “sabían ser grandes simuladores y disimuladores”, fueran frecuentemente los que salían mejor librados. Precisamente por eso, lo que parece más discutible de la observación de Maquia- velo es la afirmación de la “simplicidad” de los hombres. No, los hombres no son tan simples. Entre los investigadores de la filo- génesis humana se impone, en los últimos años, la idea de que una cierta “inteligencia maquiavélica”, nada simple por cierto, que permite esas sipulaciónes y engaños, jugó un papcl impor- nte en nuestro origen evolutivo. En otros primates aparecen también indicios claros que demuestran una considerable inteligencia social no siempre 19 ciones competitivas). Es un sistema tal que atribuye mente a los congéneres y al propio sujeto que lo emplea, y permite de- finir la vida propia y ajena como vida mental y conceptualizar las acciones humanas significativas como acciones intenciona- les. Además facilita realizar inferencias y predicciones sobre las conductas de los congéneres, El sistema se compone de ele- mentos tales como las (atribuciones de) creencias, deseos, re- cuerdos, intenciones, etc. Permite usar estrategias sociales su- tiles gracias a que posibilita “ponerse en la piel del otro” o, co- mo dicen los anglosajones, “calzarse sus zapatos”, El sistema da sentido a la actividad humana, que no se interpreta cotidiana- mente cn función de patrones fisiológicos, o con un lenguaje puramente conductual, sino en términos de supuestos estados mentales, tales como las creencias y deseos. Con independen- cia del estatuto científico que puedan alcanzar esos elementos conceptuales (las creencias, los deseos, los pensamientos...), son los que se usan “de forma natural” en la interpretación de Jas (inter)acciones humanas. Nos proponemos en este-libro describir algunos de los avances de la psicología evolutiva contemporánea en el inten- to de definir la naturaleza y el desarrollo de ese subsistema cognitivo que sirve de soporte a las interacciones humanas. En las investigaciones evolutivas y comparadas, ese dispositivo cog- nitivo al que nos referimos ha recibido un nombre extraño y equívoco: “Teoría de la Mente”. Diremos así, como primera aproximación al tema, que una Teoría de la Mente es un sub- sistema cognitivo, que se compone de un soporte conceptual y Unos mecanismos de inferencia, y que cumple, en el hombre, la función de manejar, predecir e interpretar la conducta. Se trata, como el lector comprenderá fácilmente, del fundamen- to cognitivo tanto de las destrezas maquiavélicas del hombre como de sus habilidades de cooperación comunicativa más es- pecíficas y complejas. Es, por consiguiente, de gran importan- cia su estudio para una mejor comprensión de esa naturaleza bifronte que el hombre tiene. El propósito de este libro es el de servir de introducción al estudio evolutivo de la Teoría de la Mente. La Teoría de la Mente en antropoides y las hazañas de Sarah ¿Cómo nació ese concepto extraño, y potencialmente tan importante, de “Teoría de la Mente”? Para explicar su ori- gen, debemos referirnos a algunas hazañas de una chimpancé a la que puede considerarse, sin exageración, una de las “pri- ma donnas” de su especie, al menos en términos de su contri- bución a la investigación en Psicología (¡como sujeto natural- mente... no como investigadora!). La chimpancé, Sarah, es ampliamente conocida en el mundo psicológico, porque fue objeto de un inteligente y sistemático programa de enseñanza de un sistema de signos (en este caso, los signos eran fichas de plástico), desarrollado por David PremacWy sus colaboradores. Debemos decir que tanto en ese programa como en una inge- niosa serie de investigaciones experimentales, Sarah ha dado muestras de poseer una notable inteligencia. En una de esas investigaciones, David Premack y Guy Woodruff (1978) planteaban a Sarah una curiosa tarea. Prime- ro, la chimpancé veía, en video, algunas escenas en que había un hombre que se encontraba en una situación problemática. Por ejemplo, el hombre trataba de salir de una jaula, pero no so, intentaba atrapar un racimo de bana- podía. O, en otro nas que colgaba del techo de una jaula, en que además había una caja, etc. Después de cada escena, se mostraban a Sarah cuatro fotografías, y tenía que elegir de entre ellas aquélla que contenía la solución correcta al problema (la llave en el pri- mer caso, ta caja en el segundo). Sarah demostró que era ca- ada mental paz de seleccionar la fotografía adecuada para cada una de las cuatro escenas. A primera vista, podríamos quedarnos simplemente ma- ravillados por la gran capacidad de Sarah de solucionar pro- blemas no habituales en su repertorio... pero hay algo más. Una parte importante del mérito de Premack y Woodruff con- sistió en darse cuenta de ese “algo”: para ellos lo importante no era sólo que Sarah “resolviera los problemas”, sino el hecho de que se daba cuenta de que el personaje tenía un problema, le atribuía la intención o el deseo de solucionarlo, predecía lo que tenía que hacer para resolverlo. Ahora bien, darse cuenta de que alguien tiene un problema y “desea” solucionarlo im- plica una capacidad muy sutil y compleja: la de atribuir men- te. Sólo los seres con mente tienen estados tales como las in- tenciones y los deseos. Se trata de estados que (a) no son di- rectamente observables (implican inferencias), y (b) sirven pa- ra predecir la conducta de aquellos organismos a los que se atribuyen. Pueden compararse laxamente con los conceptos teóricos que utilizamos los científicos, y que poseen estas mis- mas propiedades: no son resultado inmediato de la lectura de la realidad empírica (por eso son teóricos) y cumplen una fun» ción predictiva, en relación con el funcionamiento de la Nat- raleza. De ahí el nombre de “Teoría de la Mente”. En ese sentido, toda atribución de mente es, en cierto modo, una actividad teórica. Ello con independencia de que esa actividad se haga explícita o se refleje en el lenguaje. ¡Los antropoides superiores no “hablan” sobre la mente, ni descri- ben lingúísticamente sus deseos, creencias e intenciones, pero quizás atribuyan implícitamente alguna clase de mente a sus congéneres o miembros de especies cercanas, ¡como el hor bre en el caso de Sarah! Tampoco los niños pequeños son conscientes de que atribuyen mente, y quizá lo hagan (luego hablaremos de ello). En Psicología Evolutiva, y en las perspee- tivas cognitivas recientes, es muy importante diferenciar entre saber algo, y saber que se sabe algo. Es probable que los chim- pancés atribuyan mente (aunque quizá no tan compleja como la que atribuimos a las personas), pero nada indica que sepan lo que hacen. Tampoco los niños de dieciocho meses, que ya han desarrollado la noción de “objeto permanente”, saben que la tienen. Se puede decir, quizá, que el chimpancé tiene una “teoría implícita” de la mente, de forma parecida a como pudiera decirse que el niño posee una teoría tácita del objeto. Teoría de la mente y engaño táctico Pero, ¿cabe atribuir realmente a los chimpancés la pose- sión de una teoría de la mente? En el debate suscitado por el importante artículo de Premack y Woodruff, el filósofo Daniel Dennet estableció dos criterios fundamentales para poder jus- tificar la atribución: (1) el organismo que posce una teoría de la mente tiene que ser capaz de “tener creencias sobre las creencias de los otros” distinguiéndotas de las propias; y (2) debe ser capaz de hacer o predecir algo en función de esas creencias atribuidas, y diferenciadas de las del propio sujeto. El mejor ejemplo de situación en qué todo eso puede revelar- se es el engaño. En ciertas situaciones de engaño, se pone de manifiesto cómo un individuo “sabe” que otro tiene una repre- sentación errónea de una situación (cuando no es él mismo quien la induce), y se aprovecha de la situación en beneficio propio, gracias a que predice correctamente la conducta del otro en función de la representación errónea que éste posee, y que el individuo engañoso distingue de la propia. Vemos entonces cómo, desde la incorporación por la Psi- cología del concepto de “Teoría de la Mente”, el engaño se convirtió en el criterio principal y banco de prueba de su de- mos antes, sarrollo. De este mado, la pregunta que nos ha 28 E E E que pueden implicar alguna actividad mentalista y las que no. En los primeros se produce una pauta “inventiva”, adaptada de forma flexible a una situación nueva, que parece poseer un componente conceptual. En los segundos, se segregan sustan- cias químicas, cuya producción y emisión tiene que estar pre- vista necesariamente en el programa genético de la especie. Las formas de encubrimiento, “exageración” hiperbólica y en- gaño que se observan en insectos tienen una naturaleza relati- vamente inflexible, predeterminada y no-intencionada, que las diferencian de los engaños de los humanos y otros primates. Sucede que, en éstos, una parte de las funciones que se deri- van, en aquéllos, de los instintos y patrones de acción fija, pa- san a depender de sistemas conceptuales, que en el hombre al- canzan, por lo que sabemos, un grado máximo de complejidad y elaboración. Un etólogo, R. Mitchell (1986), ha diferenciado varios niveles de engaño en la naturaleza. En el más clemental, se ha- llan cambios morfológicos, completamente preprogramados e inflexibles, como los que se producen en algunas plantas (to- mando, por ejemplo, la apariencia de abejas o avispas) “enga- ñando” a algunos insectos, Hay un nivel superior, de engaños programados también, pero que exigen coordinaciones de percepciones y acciones. Un ejemplo es el de la simulación de una lesión por un pájaro perseguido por un predador. En un nivel más alto aún, están las formas de engaño que pueden modificarse por aprendizaje, a pesar de estar preprogramadas. Por ejemplo, algunas aves emplean “cantos aprendidos” para disuadir a otras de que ocupen un hábitat ya ocupado por Cllas. Finalmente están, en el cuarto y último nivel, las formas de engaño que implican una elaboración cognitiva más com- pleja y flexible, alguna forma de conciencia. Whiten y Byrne (1988) hablan, para ese último caso, de engaño táctico: “con el adjetivo táctico se hace referencia a la capacidad de modifi- car flexiblemente una parte del repertorio de comportamien- tos adaptándolos a un rol de engaño” (1988, p. 23). Sólo las formas de engaño táctico, que se acompañan de notas de conciencia, propositividad, intencionalidad y flexibi- lidad, permiten atribuir una Teoría de la Mente, Las ventajas de poseer un sistema conceptual al servicio del engaño (y de la cooperación) son semejantes a las de los otros sistemas con- ceptuales que se ponen en juego para comprender y manejar el mundo en general; permiten hacer frente a situaciones que no-están previstas en los registros de la evolución filogenética, son inherentemente “creativos” y generalizados, y otorgan, a aquellos que los poseen en mayor grado, ventajas adaptativas tanto en relación con otras especies (la “amenaza ecológica” que representa el hombre se deriva, en parte, de su doble ca- pacidad de engaño inventivo y transformación tecnológica del mundo), como con la propia especie (ya que los organismos con mayor capacidad mentalista tienen indudables ventajas re- productivas en comparación con los menos “listos”). Por otra parte, y en tanto que el “sistema conceptual al servicio del en- gaño” lo es también de la cooperación, ello representa una nueva ventaja adaptativa para aquellos que tienen más desarro- llado ese subsistema cognitivo que recibe el nombre de “Teo- ría de la Mente”. ¿Hasta qué punto implican los engaños observados en chimpancés la posesión de una auténtica “teoría de la mente”? Esta cuestión ha dado lugar a respuestas encontradas en los úl- timos años. En su sentido más pleno y completo, una Teoría de la Mente es un sistema conceptual que incluye la noción —al menos implícita— de creencia. Es decir, la idea de que en otros organismos, o en uno mismo, pueden existir formas de representación capaces de ser verdaderas o falsas. Esa noción, junto con las de intención y deseo, constituyen los pilares de la Teoría de la Mente. Algunos investigadores han señalado que 29 La mirada mental 30 La mirada men! quizá las habilidades mentalistas de los chimpancés no lleguen a tanto como para presuponer que poseen el concepto tácito de creencia. Muchas de las conductas que se observan en ellos podrían quizás explicarse como pautas de manipulación de comportamientos o de estados atencionales y perceptivos, y no propiamente como acciones diseñadas para manipular creen- cias. Además, en el experimento de Woodruff y Premack los chimpancés sólo engañaban después de un largo entrena- miento de meses, en el que quizás intervinieran factores extra- ños, que podrían haber dado lugar, por ejemplo, a un apren- dizaje de conductas por asociación empírica, más que al uso de una verdadera “Teoría de la Mente”. Por todo ello, algunos investigadores pioneros en el estudio de la Teoría de la Mente en chimpancés han terminado en posiciones escépticas, y se han dirigido al niño normal para estudiar el desarrollo de es- ta capacidad (Premack, 1991), En el estado actual de conocimientos, resulta difícil de- terminar si las aprensiones sobre las verdaderas capacidades mentalistas de los chimpancés son una muestra más de la pro- verbial resistencia del hombre a admitir en otros animales sus más altas capacidades, o bien se justifican de forma rigurosa en función de los datos empíricos, Un dato importante es que los chimpancés no emplean formas de comunicación que presu- pongan la noción de que los otros son seres con una mente, capaces de tener experiencias y no sólo de ser agentes de con- ducta, En el hombre, estas formas de comunicación (que cons- tituyen elaboraciones de la llamada “función declarativa”) son dominantes. Hay un buen ejemplo de ello, que el lector de es- te capítulo tiene ante sus ojos: el mismo capítulo no se habría escrito nunca si no fuera porque hay unos seres (los autores) que creen que pueden transmitir a otros (los lectores) conoci- mientos, modificando sus representaciones mentales, sus creencias. Esas formas de comunicación presuponen la atribu- ción de una mente compleja y se reflejan siempre que hace- mos cosas tales como argumentar, narrar o comentar expe- riencias. Son pautas comunicativas que no se observan natural- mente en otros primates. Resulta dificil comprender que se produzca la formación y selección adaptativa de una Teoría de la Mente compleja en esos primates, cuando no la usan con funciones de cooperación comunicativa. El experimento de la “falsa creencia” y la teoría de la mente en el niño El estudio de la teoría de la mente en el hombre es mu- cho más fácil que en el chimpancé. La razón de ello es que el hombre puede atribuir explícitamente creencias y deseos, o predecir manifiestamente conductas, sirviéndose del lenguaje. Las habilidades lingúísticas de los niños abren una ventana muy directa para conocer cuándo y hasta qué punto poseen el sistema conceptual de intenciones, creencias y deseos al que denominamos “Teoría de la Mente”. Pero las ventajas del len- guaje quizá sean engañosas, porque pueden llevar a minusva- lorar las capacidades mentalistas de los niños muy pequeños y de organismos que no poseen lenguaje. Uno de los ideales, aún no bien logrados, de muchos investigadores en este cam- po es diseñar tarcas no-lingúísticas pero que, al mismo tiempo, proporcionen criterios inequívocos de la posesión o el desa- rrollo de la teoría de la mente. El diseño de tareas que impli- can lenguaje es más sencillo: en 1983, Heinz Wimmer y Joseph Perner, dos psicólogos evolutivos, idearon una ingeniosa tarea que, sirviéndose del lenguaje, permitía determinar el momen- to de desarrollo de la Toría de la Mente. Se trata de la tarea o el “paradigma de la falsa creencia”, y consiste en una historia sencilla, que se va contando al niño, al tiempo que se represcn- ta mediante muñecas y maquetas. 31 34 La mirada mental mentales propios y los ajenos, y, por otra, alguna conciencia de la capacidad de otros organismos de tener estados mentales de creencia, es decir, representaciones mentales de las que puede predicarse la verdad o falsedad. Por estas razones, el procedi- miento experimental inventado por Wimmer y Perner era un ingenioso “test” para determinar la presencia o no de una teo- ría de la mente en el niño, y su uso ha sido muy frecuente e in- fluyente en el estudio de esta capacidad. Cuándo demuestran los niños poseer una “Teoría de la Mente” en la prueba de la falsa creencia? Los resultados expe- rimentales en este aspecto, desde la investigación inicial de Wimmer y Perner (1983), son enormemente consistentes y muy precisos: hay un momento temporal del desarrollo, en torno a los cuatro años y medio, en que los niños se muestran capaces de predecir bien la acción “equivocada” del personaje objetivamente engañado en la tarea de la falsa creencia. Los niños de menos edad, aun cuando comprendan bien y recuer- den adecuadamente los elementos de la historia (dónde esta- ba el objeto “escondido” al principio, dónde está ahora, etc.), tienden a cometer un “error realista”: no toman en considera- ción el estado de creencia del personaje, y suelen predecir que buscará el objeto donde realmente está, sin tener en cuenta que no ha tenido acceso informacional al cambio de lugar de dicho objeto. Su predicción de la conducta del personaje se basa en lo que ellos mismos “saben” sobre la situación real, y no en lo que el personaje conoce. Se puede decir que come- ten el “error egocéntrico” de confundir su propio estado men- tal con el del personaje de la historia. Los mismos resultados que en el experimento original (con muy ligeras variaciones) se han encontrado cuando se han cambiado algunos aspectos de la situación de falsa creen- cia. Por ejemplo, en una de las modificaciones, se presenta al niño un recipiente con aspecto de contener algo (una caja de E fósforos, en Hogrefe y otros, 1986; un tubo de “smarties”, en Perner y otros, 1987) y se le pide que diga qué cree que hay dentro del recipiente. Luego se le muestra que hay otra cosa diferente (un caramelo en la caja de fósforos, una lapicera en el tubo de smarties) y se vuelve a cerrar el recipiente. Por últi- mo, se le anuncia al niño que vendrá un compañero suyo, al que se Je preguntará por el contenido del recipiente. La tarea del niño consiste en anticipar lo que responderá el compañe- ro. Naturalmente, la respuesta correcta implica anticipar que el compañero tendrá la falsa creencia de que el recipiente guardará el contenido “normal” (el que el propio niño le atri- buía en un primer momento) y no el que realmente tiene. Es- ta respuesta es la que da el 71% de los niños de 4 años, y el 86% de los de 5, frente a sólo un 21% —por debajo del azar— de los de 3 años (Hogrefe y otros, 1986). En el caso de esta ta- rea, se produce un proceso interesante, que consiste en que el propio niño puede acceder a su estado mental inicial para pre- decir el de otra persona. Ésta €s, además, una persona “de ver- dad” (un compañero), y no un muñeco. Estos cambios en el procedimiento dan lugar a una ligera facilitación de la res- puesta, pero mantienen sustancialménte, las conclusiones ya obtenidas con el procedimiento clásico: entre los tres y los cin- co años, y muy concretamente hacia los cuatro años y medio, los niños se hacen capaces de entender estados de “falsa crecn- cia”, y por tanto desarrollan ya una Teoría de la Mente refina- da, que incluye la noción de creencia. Et procedimiento del “recipiente engañoso”, al que aca- bamos de referirnos, permite estudiar sí existe o no un desfa- se entre las atribuciones mentalistas que los niños hacen con respecto a sí mismos y las que hacen en relación con otros. ¿Son más capaces los niños de atribuirse a sí mismos estados de “falsa creencia” o, por el contrario, se Jos asignan antes a los demás ? En su experimento con el tubo de “smartics”, Perner, E 3 £ z La mi Leekam y Wimmer (1987) preguntaban a los niños tanto por las creencias que tendrían sus compañeros al ver el tubo (sin conocer su contenido), como por las que ellos mismos habían tenido en un primer momento (antes de conocerlo). Observa- ron que el 72% de los niños de 3 años respondía correctamen- te a esta pregunta, mientras sólo el 45% atiibuía correctamen- tc una falsa creencia al compañero. Sin embargo, estas dife- rencias entre la autoatribución de falsas creencias y su atribu- ción a otros no se han confirmado en investigaciones posterio- res. En algunos experimentos, la dirección de la diferencia es incluso la contraria: los niños reconocían peor sus propias creencias falsas (y realmente experimentadas) que las de otros (Gopnik y Astington; 1988). En la mayoría (Wimmer y Harú, 1991; Sullivan y Winner, 1991), no aparecen diferenciadas en- tre las autoatribuciones y las asignaciones de falsas creencias a otros. Parece, por tanto, que el niño desarrolla un sistema con- ceptual e inferencial (la teoría de la mente) que sirve a la vez tanto para predecir y explicar la conducta ajena como para dar cuenta de la propia (véase, sin embargo, Núñez, 1993). Muchos investigadores piensan que hay una fase crítica de desarrollo, entre los tres años y medio y los cuatro y medio, de la capacidad de inferir creencias falsas, Pero los intentos ex- perimentales de facilitar las tareas de falsa creencia, tratando de hacerlas accesibles a niños de menos de cuatro años y me- dio, han producido resultados muy escasos. En algunos expe- rimentos recientes se han empleado procedimientos tales co- mo usar tareas de entrenamiento, simplificar al máximo las historias, pedir respuestas conductuales en vez de verbales, dar ayudas o señalar explícitamente la naturaleza de las falsas creencias (Moses y Flavell, 1990; Sullivan y Winner, 1991; Free- 1991), con el fin de no infravalorar las man, Lewis y Doherty, posibles capacidades mentalistas de los niños de tres a cuatro años. En general, las únicas operaciones efectivas han resulta- do ser las peticiones de que los niños respondan directamente con acciones (y no con lenguaje), y la inclusión explícita de “intenciones de engaño” en las tareas. Estas modificaciones en los procedimientos clásicos parecen tener efectos facilitadores, aunque limitados. Lo que parecen indicar los datos actuales, en suma, es que entre los cuatro y los cinco años los niños desarrollan un sistema conceptual completo, del que se sirven para dar razón de su propia conducta y de la ajena, y que incluye la noción bá- sica de creencia falsa. Por esa edad, Hegan a diferenciar con claridad sus propios estados mentales de los de otras personas, y se hacen capaces de definir los contenidos de tales estados mentales (creencias) en función de las fuentes de acceso infor- mativo que los producen. Las inferencias sobre las creencias de otros, basadas en los datos que los niños poseen sobre su gé- nesis (es decir, sobre cómo han accedido a tales creencias) per- mitirían, según el modelo generalmente admitido, predecir adecuadamente la conducta “equivocada” de las personas con creencias falsas. De este modo, con arreglo a la explicación de la capacidad mentalista infantil como una destreza “lógica” o, si se quiere, “teórica”, los niños usarían Ja cadena “acceso in- formativo al mundo —> creencia —> conducta” para predecir la conducta en las situaciones de falsa creencia, Sin embargo, hay algunos datos que cuestionan esta vi- sión generalmente admitida de la capacidad mentalista de los niños. Si fuera cierto que los niños emplean las atribuciones de creencias falsas como guías para predecir adecuadamente las conductas equivocadas de los personajes en los experimen- tos citados, entonces cabría esperar que existiera una relación alta entre las respuestas a las dos preguntas siguientes, en la ta- rea clásica de Winmer y Perner: “¿Dónde buscará Pedro la bolita?”, y “¿Dónde cree (o piensa) Pedro que está la bolita? Llamaremos a la primera, “pregunta de predicción”, y a la se- 37 40 les para producir engaño (La Freniére, 1988; Sodian, 1991). Por esa edad, además, los niños desarrollan considerablemen- te su capacidad de comprender diferencias semánticas entre distintos verbos de referencia mental (Olson y Astington, 1986, Riviére, Sotillo, Sarriá y Núñez, 1994), Así, el gran desa- rrollo (probablemente sin precedentes en el mundo animal), que alcanza su competencia mentalista en esa edad de los 4 a los 3 años, se manifiesta en diferentes ámbitos de las conduc- tas del niño. Por limitaciones de espacio, sólo revisaremos algunas de investigaciones hechas sobre una de estas capacidades, que tiene, como ya hemos comentado, una especial significación evolutiva en el desarrollo de la Teoría de la Mente: la de enga- ñar. Veíamos, en un apartado anterior, que la competencia de engaño se ha tomado como el indicador principal del desarro- llo mentalista en el chimpancé, y nos referíamos al debate aún vivo en torno a la cuestión de si esa destreza justifica o no la alribución a este antropoide de la posesión de una verdadera “lógica de creencias”, y no sólo de conductas o estados atencio- nales o perceptivos. ¿Qué podemos decir del niño? ¿Cuándo y cómo comienzan los niños a engañar, y cómo se desarrollan sus capacidades de engaño? Para algunos investigadores, la ca- pacidad de engañar podría constituir incluso un criterio más adecuado de posesión de una Teoría de la Mente que la de re- conocer que alguien es objetivamente engañado. Parece que, en este caso, el sujeto tiene que inducir creencias falsas, con el fin de manejar una situación, y que ello debe implicar el em- pleo pragmático de una lógica mentalista y representacional. Por todo ello, el estudio del desarrollo del engaño en el niño ha adquirido una nueva significación en años recientes, al in- tegrarse en el marco teórico proporcionado por el concepto de “Teoría de la Mente”. El engaño táctico en el niño Diversas investigaciones realizadas en los últimos treinta años (primero en la tradición de estudio del “conocimiento so- cial” del niño —social rognition— y luego en la Teoría de la Mente) han demostrado, de forma consistente, que la edad de 4-5 años constituye un momento crítico cn el desarrollo de las destrezas de engaño táctico en humanos (Gratch, 1964; DeV- ries, 1970; Schutz y Clogshey, 1981; Peskin, 1992; Sodian y Scheneider, 1990; Russell, Mauthner y TidsweH, 1991). Los ni- ños de tres y cuatro años, a diferencia de los de cinco, encuen- tran dificultades para engañar, en sitnaciones experimentales que inducen a ello. Como dice Joseph Perner, “esta dificultad específica que la mayoría de los niños de tres y cuatro años tie- nen con el engaño, encaja perfectamente con el hallazgo de la mayoría de los estudios de que los niños no comprenden la mente como un sistema representacional antes de los cuatro años. Por consiguiente, no pueden comprender la clave del engaño, es decir, la manipulación de las representaciones mentales” (1991, p. 198). En la explicación del engaño táctico que da Perner en la cita anterior, la “comprensión de la mente como un sistema re- presentacional”, y la consiguiente capacidad de “manipular re- presentaciones mentales”, serían la marcas diferenciadoras del engaño mentalista. En realidad, es la primera nota (y no sólo la segunda) la que establece la diferencia entre este tipo de en- gaño y otros menos evolucionados, con arreglo a la distinción entre diversos tipos de engaño de Mitchell (1986), a la que ya hemos aludido. En otras palabras: cuando una hormiga escla- vista segrega feromonas de alarma de la especie potencialmen- te esclava, "manipula las representaciones” de los miembros de esta última, pero nada indica que "comprenda la mente como un sistema representacional”. El engaño táctico no sólo impli- 41 42 ca “tener una mente” (propiedad que quizá pueda atribuirse seriamente a las hormigas) sino una propiedad más recursiva: “mentalizar sobre la mente”. Por lo demás, ese proceso de mentalización no tiene por qué ser consciente —lo que impli- ca un grado de recursividad aun mayor— ni accesible al suje- to que lo realiza. Los procesos de mentalización otorgan ventajas claras a aquellos organismos que pueden utilizarlos para modificar o impedir los “planes” de otros organismos, en secuencias de in- teracción competitiva, Por una parte, exponen a menos peli- gros directos que otros tipos de “antiplanes”, tales como los que reciben el nombre de “sabotajes”, y que consisten en la obstrucción física de la conducta de un competidor para im- pedir que acceda a un incentivo. Por otra parte, son —como ya hemos comentado— inherentemente flexibles, y se adaptan de forma cada vez más fina a las condiciones individuales de los competidores. En el caso del hombre, por ejemplo, las for- mas de engaño táctico y mentira pueden llegar a ser muy refi- nadas en relación con sus destinatarios. Todos sabemos que no es lo mismo engañar a un niño que a un adulto, a un experto que a un novato, a un individuo astuto que a otro torpe. Esa nota de adaptación individualizada es también diferenciadora entre el engaño táctico y las pautas “colectivizadas” de engaño, como las de las hormigas esclavistas. Todas estas consideraciones llevan a la hipótesis de que el momento crítico de desarrollo del engaño táctico debería coincidir aproximadamente con el de comprensión de la falsa creencia, Si aceptamos la observación de Perner de que el en- gaño presupone la comprensión de la mente como sistema re- presentacional, ello equivale a aceptar también que esa forma de acción competitiva exige “representarse relaciones de re- presentación como tales”, que es lo que define —de acuerdo con Pylyshyn y con el propio Perner— a la Teoría de la Mente, ss MM AI A o ss A y la capacidad que parece implicada en la tarea clásica de la fal- Sa creencia. La mayoría de las investigaciones experimentales con ni- ños pequeños confirman la hipótesis de la solidaridad evolhuti- va entre el engaño y la comprensión de creencias falsas. En ellas, los niños de tres años o poco más de cuatro muestran conductas sorprendentemente ingenuas en situaciones en las que el engaño reportaría un beneficio claro para el que lo rea- liza. Por ejemplo, DeVries (1970) diseñó una tarea de escondi- te, en la que los niños tenían que ocultar un objeto para que no se hiciera con él un competidor, y demostró que los más pe- queños (3 y 4años) no intentaban ninguna estrategia de enga ño. A edades mayores, se producía una evolución que daría fi- nalmente en la capacidad de “tener en cuenta que los otros pueden tener en cuenta la propia perspectiva”. Esa competen- cia recursiva (la destreza de “representarse en la rcpresenta- ción del otro”) sería una condición importante para el desa- rrollo de estrategias eficaces de engaño mentalista. Se corresponden muy bien con los de DeVries los datos obtenidos por Peskins (1989), que ideó una tarea con la si- guiente estructura: enseñaba a los niños de su muestra dos pe- gatinas, y les pedía que eligieran una. Luego les presentaba a dos personaje: . Uno de ellos, el cooperador, nunca se queda- ría con la pegatina elegida por el niño. El otro, el competidor, siempre se quedaría con ella. Una vez presentados los persona jes, se pasaba a la tarea propiamente dicha. Primero aparecía el personaje cooperativo, y le preguntaba al niño por su elec- ción, recibiendo después el niño la pegatina deseada. Luego aparecía el competidor y, después de preguntar lo mismo, se hacía con la pegatina preferida por el niño. Esta misma estruc- tura se repetía en cinco ensayos, variando el orden de presen- tación de los dos personajes, 43 El 46 z E ta más “astuta”, y frecuentemente señalaban a la caja enganosa ya desde el primer ensa vo), los niños de tres años tendían a mantener una ingenuidad invariable a lo largo de toda la tarea, La dificultad de los niños pequeños para utilizar estrate- gias de engaño e inhibir señales emocionales reveladoras, se puso también de manifiesto en un interesante experimento de Peter LaFréniere (1988), en que se daba a niños de tres, cua- tro y cinco años la consigna de que escondieran un osito de ju- guete, en un escondite de entre tres, y despistaran a un com- petidor que preguntaría por su localización. Se determinaba el éxito objetivo de los niños (el número de intentos en que en- gañaban realmente al adulto), y se definían las estrategias de engaño y la capacidad de los niños de “ocultar” claves emocio- nales que pudieran dar pistas sobre la ubicación del osito. La- Fréniere demostró que los niños de tres años eran más incom- petentes, a la hora de engañar, que los de 4 y 5, y menos capa- ces de inhibir expresiones emocionales que informaban al competidor de la situación real del osito. Lo que no variaban eran las estrategias (ocultar cada vez en un sitio el objeto) que los niños usaban. Este conjunto de resultados experimentales ofrece, a pri- mera vista, una imagen clara y concordante del desarrollo de la capacidad de engaño táctico en el niño. Entre los cuatro y los cinco años, los niños reflejan, en situaciones experimenta- les, una capacidad de engañar que no muestran a edades me- nores. A diferencia de los de más de cuatro años y medio, los niños más pequeños ofrecen, en los estudios revisados, una imagen de conmovedora y homogénea ingenuidad, que pare- cería expresar una especial incapacidad (en comparación con la destreza posterior) de manipular estados representacionales de otros en beneficio propio. Nó se trata de que no tengan la intención de impedir la conducta perjudicial de sus competi- dores (y la prueba es que “sabotean” en los experimentos de ocre ts ii: EMO e Lacie HORDA, ed E nio Peskin, 1992, y Sodian, 1991). Pero no parecen ser capaces de emplear estrategias mentalistas, o —lo que es lo mismo— de manipular las fuentes informativas de sus competidores, para impedir o equivocar las conductas de éstos. Es cierto que, entre los tres años y medio y los cuatro y medio, los niños son sensibles a las manipulaciones de las con- diciones experimentales, indicando quizás el paso por una fa- se de transición hacia el engaño táctico. Sin embargo, siguen siendo esencialmente incapaces de utilizar, de forma espontá- nea einmediata, el engaño en aquellas situaciones experimen- tales en que obtendrían un beneficio de ello, De esta forma, los datos analizados constituyen un firme argumento en favor de la idea de que los desarrollos del engaño y de la discrimina- ción de que alguien es engañado objetivamente (es decir, tie- ne una creencia falsa) son hitos coincidentes, y resultantes probablemente de un fondo cognitivo común: la elaboración de un sistema conceptual cómpleto de la Teoría de la Mente. Si en el caso de los experimentos sobre falsa creencia se partía de la cadena “acceso informativo —> creencia —> con- ducta” para explicar la capacidad de los niños de predecir con- ductas equivocadas, en los de engaño se supone implicada esa misma cadena en la explicación “formalista” clásica, El niño de cinco años es relativamente capaz de manejar la información que proporciona o no a un competidor (mediante tácticas de indicación falsa, inhibición expresiva, etc.), para crear en éste una creencia falsa que le lleve a una conducta equivocada, pe- ro beneficiosa para el propio niño. Una vez más, la compren- sión de la falsa creencia, que es el reflejo más neto de la com- prensión de la naturaleza representacional de la mente, se convierte en la clave explicativa del desarrollo del engaño. Sin embargo, también en este caso existen anomalías y aparentes contradicciones experimentales que siembran du das sobre esta interpretación de los fenómenos. Se encuen- 47 E tran, sobre todo, en los trabajos de Chandler (1988; Chandler y Fritz, 1989; Chandler, Fritz y Hala, 1989), que ha sido uno de los investigadores que han cuestionado el carácter de “teórico” de las destrezas mentalistas de los niños. Chandler ha criticado el enfoque tradicional en el estudio de la Teoría de la Mente, que tiende a considerarla como una capacidad “en bloque”, cuyo desarrollo se daría en forma de “todo o nada”. Para él, la teoría de la mente evoluciona de forma gradual desde la in- fancia —en que aún no es una teoría— hasta la adolescencia —-”). Como en el caso de otras tareas de segundo orden, se ha comprobado que esta última pregunta, que impli- ca un alto grado de recursividad, es contestada correctamente por los niños aproximadamente dos años más tarde que la pre- gunta clásica de creencia falsa de primer orden: es decir, hacia los seis años y medio. Sin embargo, en el experimento en que se utilizó por vez primera el “paradigma de la ventana” aparecía una interesan- te anomalía: los niños estudiados tde 4; 4 a 6; 5 años) respon- dían peor a la pregunta simple sobre la creencia verdadera en la tarea de la ventana que a la pregunta clásica sobre la falsa en la tarea tradicional (Núñez, 1993, Núñez y Riviere, en prensa). ¿Cómo era eso posible?... la respuesta a la pregunta sobre lo que hará alguien que ha visto un cambio, en una situación pre- viamente establecida, no parece implicar el empleo de la Teo- ría de la Mente, mientras que la otra sí lo exige. ¿Por qué en- tonces era más difícil responder a la pregunta sobre uma creen- cia verdadera que a la hecha sobre una falsa? En un experimento de Riviére y Núñez (en prensa) se dio una respuesta a esta intrigante pregunta, mediante un di- seño que consistía en variar sistemáticamente las intenciones de los personajes de la historia. En este experimento, tanto el personaje que salía como el que se quedaba podían tener “ma- la” intención —es decir, intención de engañar— o buena. Lo que se demostró es que la intención de engaño del personaje que hace el cambio facilita la resolución de la tarea clásica de teoría de la Mente de primer orden y de la de segundo orden. Esto explica la “anomalía” de los resultados anteriores: las in- tenciones de engaño son “cognitivamente muy relevantes” pa- ra los niños en las tareas de Teoría de la Mente. Frecuente- mente las infiercn aun cuando no se expliciten en la historia. Por eso, en la tarea de la ventana tienden a “olvidar” que B vio el cambio de situación, y preservan la información sobre la in- tención (explicita o inferida) que tenía A de “engañar” a B. Los resultados anteriores dejan en el aire una pregunta inquietante, pero que tiene un profundo sentido, por debajo de su formulación aparentemente “lógica”: ¿No puede ser que el engaño táctico sea “un camino hacia la Teoría de la Mente” más que un resultado de ella? Con arreglo a esta explicación, la cadena “intención engañosa de A —> conducta equivocada de B”, podría ser comprendida antes que la cadena “Inten- ción de A -—> conducta de Á —> creencia falsa de B—-> con- ducta de B”. En otras palabras: la comprensión del engaño se- ría una de las fuentes de elaboración de una Teoría de la Men- te, en vez de ser sólo una consecuencia de esa elaboración. Cuando se revisan los experimentos sobre Teoría de la Mente, se encuentra que el engaño tiene un efecto facilitador muy sistemático, coherente con esta formulación. Resulta intri- gante y dificilmente inteligible la posibilidad de formas de en- La mirada mental La mirada mental gaño táctico más conductista que mentalista, o al menos deriva- das de un “mentalismo que aún no atribuye creencias”, pero no debe desecharse. Coincide con los datos observados en antro- poides, que sugieren capacidades elaboradas de engaño junto con grados poco elaborados de mentalismo, que probablemen- te no impliquen una lógica completa de creencias. Sin embar- go, deben ser las investigaciones futuras, y una esforzada labor de reflexión teórica, las que establezcan con claridad las intrin- cadas relaciones entre Teoría de la Mente y engaño. Teoría de la mente, comunicación y un poco de filosofía La Teoría de la Mente no sirve sólo para engañar o reco- nocer el engaño. Junto con esta virtualidad “competitiva” ti ne un enorme valor cooperativo. Aunque los modelos experi- mentales clásicos para su estudio se hayan basado más en el en- gaño que en la comunicación, debemos insistir en este segun- do aspecto, si no queremos tener una imagen sesgada y muy incompleta de la funcionalidad de ese delicado sistema con- ceptual de deseos-creencias al que se da el nombre de “Teoría de la Mente”. Á pesar de que las tradiciones de investigación hayan puesto más peso en el platillo del engaño, como criterio de posesión de una Teoría de la Mente, es necesario contrape- sar la balanza con una serie de observaciones, aunque sean principalmente teóricas, sobre el valor y la significación comu- nicativa de la Teoría de la Mente. Pero, ¿en qué sentido tiene valor la Teoría de la Mente para la comunicación? Un lúcido filósofo del lenguaje, Jonathan Bennett, hacía una observación importante, en un libro de hace veinte años titulado Linguistic Behavior (1976). Hablando de las “Funciones ostensivas del lenguaje”, es decir, de aquéllas en las que se em- plea el lenguaje —como estamos haciendo nosotros ahora— para “mostrar” y compartir experiencias, decía Bennett que ta- les funciones presuponen y exigen el empleo de una “intencio- nalidad recursiva”, de orden superior. ¿Qué quiere decir eso? Para comprenderlo, hay que recordar una vieja propie- dad con la que el filósoto Francisco Brentano caracterizaba lo mental: la propiedad de ser intencional, de ser “acerca de al- go”. Los pensamientos, los deseos, las creencias, los recuerdos —todas las estructuras conceptuales, en definitiva, que sirven de base a la Teoría de la Mente— son estados intencionales: son pensamientos acerca de esto o de lo otro, recuerdos sobre algo, creencias en tal o cual cosa, deseos de esto o de aquello, Son, así, “relaciones proposicionalmente abiertas”. Necesitan un “de” o un “acerca de” para ser. A diferencia de los fenóme- nos “sólo” físicos, que se clausuran en sí mismios, aquéllos que añaden una nota de “mentalidad” a su carácter físico son fenó- menos que se refieren a contenidos. Por eso precisamente lo que llamamos mente es un artefacto inherentemente repre- sentacional, y tener mente equivale a tener representaciones. Del mismo modo que “atribuir mente” equivale a “atribuir re- presentaciones”. En el sentido mencionado, es posible predicar la mente de todos aquellos organismos que definen un mundo de “con- tenidos” o de objetos —y no de meros estímulos— al procesar la información del medio: es seguro que eso es algo que ha- cen los leopardos, por ejemplo, y no tanto que lo hagan las moscas o las ranas. Un paso más es el que se produce en el ca- so de ciertos organismos que pueden tener “procesos inten- cionales acerca de procesos intencionales” (un nivel dos) o, tras un nuevo escalón que presupone ya un nivel mínimo de recursividad, “representarse estados mentales acerca de esta- dos mentales” (nivel tres). Si llamamos “I” a los estados men- tales intencionales, tenemos en ese caso estructuras de tipo “(1 (a (l3)))”, completamente recursivas que, por lo que di- ec Bennett (1976), son necesarias para que se produzca el len- Zz La mirada mental