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El problema de la guerra fría se mantuvo en el debate durante la segunda mitad del siglo XX. Ha dejado de ser un tema porque el consenso generalizado es que ya terminó. Hay unanimidad en esa opinión. Sin embargo, la cuestión de la guerra fría se presta para muchos interrogantes para los que no hay respuesta o que incluso ni siquiera han sido formulados. Ahora que ha ido perdiendo interés para los políticos y periodistas, es momento propicio para que el historiador retome esta temática. Justamente porque ya no vivimos en tiempos de guerra fría, porque ya salimos de ella y porque desde su conclusión será posible ahora una mirada de conjunto a esa época, que nos ofrezca una nueva y mejor comprensión de la misma.
Vamos a abordar la guerra fría desde una triple perspectiva. En primer lugar, desde la visión tradicional, es decir, la que se sitúa en la perspectiva de aquel período, tratando de reconstruir los acontecimientos y la forma como éstos fueron vividos y percibidos. Es una perspectiva del pasado en sentido débil, o sea, cuando éste era un presente. Lo que se pensaba de la guerra fría mientras ésta transcurría ha de ser para nosotros -situados en el siglo XXI, es decir, en un futuro respecto aquella época- simplemente otro dato histórico a tomar en cuenta. Dato que deberá relativizarse en tanto desde nuestro hoy, sabiendo cómo culminó la guerra fría, es posible advertir aspectos que resultaban opacos, si no invisibles, cuando su proceso no había aún terminado.
La segunda perspectiva es la del pasado en sentido fuerte, el pasado en tanto que pasado, analizado desde nuestro presente. Podemos aspirar a captar la “lógica” del fenómeno histórico y de su respectivo proceso, descubrir en él lo que estaba oculto. También podemos reexaminar la cronología habitualmente aceptada, tanto en lo que respecta al inicio o arranque de la guerra fría, como con respecto a su culminación o final. El desconocimiento de la historia “que se está haciendo” es un rasgo habitual, incluso esencial, del acontecer histórico. De ahí la necesidad de que el historiador asuma esta segunda perspectiva, de mayor profundidad que la primera y que constituye su negación dialéctica.
La tercera perspectiva habrá de ser la negación de la negación, al tiempo que su superación en cuanto es recuperación y conservación de las dos perspectivas anteriores, en el sentido de síntesis dialéctica de ellas. El historiador se instala en el presente, no en su presunta fijeza, sino en tanto éste tiende a disolverse y resolverse en el futuro al cual se aboca. Esta perspectiva señala un estilo de hacer historia que corresponde con lo que Hegel llamaba historia conceptual o historia reflexiva, única capaz de la comprensión que requiere la praxis, es decir, el intento de hacer conscientemente la historia. Se trata de preguntarse por el concepto, en este caso por el concepto de “guerra fría” y plantearse el problema de en qué consistió verdaderamente. Todo lo cual nos ha de llevar de regreso al punto de partida: aquella unanimidad en considerarla ya terminada, ¿sobre qué bases reales está fundada? Caracterizar adecuadamente ese pasado ha de permitirnos caracterizar en mejor manera nuestro presente actual y captar las tendencias en que se esboza conflictivamente el próximo futuro.
Se comenzó a hablar de guerra fría en la coyuntura de 1946-47 poco después de terminada la segunda guerra mundial. Por otra parte, empezó a hablarse del fin de la guerra fría entre 1989 y 1991, en el período que va entre "la caída" del muro de Berlín y el subsiguiente desplome político de los regímenes de Europa del Este, hasta el momento en que la Unión Soviética se pasó al capitalismo y abrazó el modelo occidental de democracia abandonando el socialismo, su modelo soviético y perdiendo incluso el ser una Unión de Repúblicas. El final de la guerra fría ha sido interpretado como la derrota del “socialismo real” o también como el triunfo del “mundo libre” capitalista y la victoria de Estados Unidos sobre el coloso soviético. Señalaría la superación del mundo bipolar, el final de las ideologías y la preponderancia de los valores occidentales de democracia y libertad, derechos humanos y libre mercado, respeto a la propiedad privada y Estado de Derecho. Estos valores y la cosmovisión que entrañan tenderían a volverse verdaderamente universales, una vez superada la contestación ideológica y política que el sistema enfrentaba desde el llamado campo de países socialistas o "socialismo real".
Un año más tarde, el presidente estadounidense Harry Truman convertía la contención en su política oficial, como respuesta al supuesto expansionismo soviético. Walter Lippmann, periodista norteamericano, publicaba un libro con el título “La guerra fría”, creando así la expresión con que por más de cuarenta años se designaría la nueva situación de tensión mundial.
La primera causa de las fricciones resultó de la partición de la Alemania ocupada en cuatro zonas, cada una administrada respectivamente por los ejércitos norteamericano, británico, francés y soviético. Berlín, la capital, fue igualmente dividida en cuatro sectores. Pronto las tres potencias occidentales empezaron unilateralmente a tomar iniciativas para unificar sus zonas de ocupación y preparar la devolución de la soberanía al pueblo alemán, según un esquema de democracia liberal y de libre mercado. Era algo no previsto en los pactos de los aliados para la posguerra y que excluía a la zona bajo control ruso. Al surgimiento de una nueva moneda, el marco alemán, de circulación común en las tres zonas occidentales, los rusos respondieron impulsando otra moneda para el sector oriental. Tras las elecciones impulsadas en la parte occidental que culminaron con la creación de la República Federal de Alemania, RFA, en mayo de 1949, contestaron proclamando en octubre del mismo año la República Democrática Alemana, RDA.
Antes habían intentado impedir la consolidación de un Berlín Oeste separado definitivamente de Berlín Este, mediante un bloqueo terrestre a los suministros de víveres y materias primas que eran enviados desde la RFA, vitales para la supervivencia de la ciudad, situada en territorio de la RDA. Desde junio de 1948 hasta mayo de 1949 Estados Unidos mantendría un puente aéreo sin precedentes que transportaba diariamente más de setecientas toneladas de suministros, para impedir la absorción de todo Berlín por parte de la RDA. Finalmente se negoció el paso por ferrocarril y por carretera hasta Berlín Occidental. En una parte de la ciudad funcionaba el socialismo y en la otra el capitalismo. En la parte occidental de la urbe había sociedad de consumo y altos salarios, mientras en la otra había precios bajos subvencionados por el Estado así como servicios de salud y educación gratuitos. Alguien podía trabajar del lado occidental con un alto salario y residir en el oriental pagando un alquiler irrisorio por su vivienda. Era insostenible. Nuevas fricciones en 1961 motivarían a las autoridades del Este a levantar un muro de separación, que se constituiría en el máximo símbolo de la guerra fría y de la división mundial en dos bloques.
Las rivalidades sobre suelo alemán se extendieron bien pronto al resto de Europa. Los países del Este europeo y la URSS conformaron en enero de 1949 una Comunidad Económica o COMECON, más tarde llamada CAME. Era su respuesta al plan Marshall de Estados Unidos, que donó quince mil millones de dólares en ayuda para la reconstrucción a los países europeos devastados por la guerra, que la Unión Soviética rechazó aceptar calificándolo de instrumento de la hegemonía estadounidense. En abril del mismo año Estados Unidos promovía con países de Europa occidental la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, (NATO en inglés) alianza militar contra el expansionismo soviético. La respuesta fue otro bloque militar en torno a Moscú, conocido como Pacto de Varsovia. Ese mismo año la URSS conseguía la bomba atómica, rompiendo el monopolio del arma nuclear mantenido por Estados Unidos desde 1945. Por otra parte, el triunfo en octubre de 1949 de la revolución china daba una dimensión realmente mundial al bloque socialista, con lo que se extendía el escenario de la guerra fría a todo el planeta.
Colocado a la defensiva, Estados Unidos enardeció su ideología anticomunista. El senador Mac Carthy lanzaba una cruzada para la erradicación en el país de los comunistas. El macartismo emprendía lo que se conocería como “caza de brujas”, en especial contra intelectuales, periodistas, escritores, cineastas y artistas en general, marcando una época de paroxismo ideológico. Ni siquiera los muy famosos o muy talentosos, como Charles Chaplin, escapaban de ser víctimas de la histeria política propia de esta etapa de la guerra fría. La caza de espías o de simpatizantes de la Unión Soviética se extendía a Europa, donde partidos comunistas legales fueron expulsados de las coaliciones de gobierno en países como Francia e Italia.
La situación de mayor gravedad, no obstante, se vivió en el continente asiático. Ante el avance de los comunistas coreanos Estados Unidos, autodesignado “defensor del mundo libre”, decidió intervenir. El desembarco de sus tropas en el sur de la península coreana logró en un primer momento el repliegue del ejército popular. Pero, aprovisionados por la Unión Soviética y con el refuerzo de cientos de miles de voluntarios chinos, los comunistas lanzaron después un fuerte contraataque. Desesperado por no poder alcanzar la victoria, el general Mac Arthur al frente de las operaciones solicitó reiteradamente autorización para utilizar la bomba atómica y se opuso públicamente al alto el fuego que negociaba el presidente Truman. Éste consideraba que si ante cualquier conflicto en el Tercer Mundo se
vietnamita en la larga batalla de Dien Bien Phu y se retiraba de Indochina, dejando a Vietnam partido en dos tras la negociación en Ginebra. Los acuerdos preveían un proceso de reunificación del país tras la celebración de elecciones, que probablemente darían el poder a los comunistas de Ho Chi Minh que habían dirigido la guerra de liberación desde el norte del país. Estados Unidos maniobraría para impedir ese desarrollo de los acontecimientos, apoyando un golpe de estado en el sur que malograba todo el proceso negociado en Ginebra y provocaba una reanudación de la situación bélica. La guerra de Vietnam, con Estados Unidos en el rol de sustituto de la potencia colonial francesa, acapararía la atención mundial durante otras dos décadas. Por otra parte, en Hungría era aplastado un levantamiento obrero que reclamaba la independencia y la democratización de su país. Los tanques del Pacto de Varsovia entraron a Hungría en 1956 sin levantar más que tímidas protestas en Occidente, que decidió no intervenir. Primaba el respeto a las “áreas de influencia” de cada superpotencia. La victoria de la revolución cubana en 1959, que pronto se radicalizó en sus posiciones antiimperialistas, daba un nuevo giro a los acontecimientos.
La escalada de presiones estadounidenses para reducir los alcances de la revolución cubana empujó a ésta a buscar el apoyo de la potencia soviética, tras impulsar una reforma agraria, nacionalizar las propiedades norteamericanas y proclamar el socialismo en la isla. El presidente Eisenhower, republicano, empezó preparativos para una invasión. Pero el candidato republicano, Richard Nixon, perdió sorpresivamente la elección de 1960 frente al demócrata John Fitgerald Kennedy. Los planes secretos de su antecesor estaban bien adelantados y había presiones del Pentágono para llevarlos a cabo. Kennedy se decidió por una opción intermedia: la invasión se realizaría pero sin la participación directa del ejército norteamericano. Debía aparecer como una iniciativa de los propios cubanos, a los que se daría apoyo logístico y entrenamiento por medio de la CIA. El desembarco en Bahía de Cochinos resultó un desastre. Los invasores fueron rápidamente localizados, rodeados y forzados a rendirse, sin haber logrado apoyo entre la población ni penetrar hacia el interior del país. En 1961 la Cuba de Fidel resistió la agresión y denunciaba al mundo la participación de Washington. La prudencia de Kennedy no sirvió para exonerar a Estados Unidos de su implicación, que resultaba más que evidente.
El incidente fue hábilmente aprovechado por Kruschev. Convenció a los líderes cubanos de la conveniencia de acoger armamento atómico soviético en la isla, como elemento
disuasorio que evitaría nuevas agresiones imperialistas contra Cuba. Lo que realmente buscaba era responder al despliegue por la OTAN de misiles nucleares en Turquía, poniendo a Estados Unidos en una situación similar: Cuba, a 90 millas de La Florida, era prácticamente un país frontera. En pocos minutos las bombas atómicas podrían caer sobre ciudades norteamericanas, sin tiempo para su intercepción, al igual que los misiles estadounidenses en Turquía, que apuntaban a ciudades de la Unión Soviética. Kruschev esperaba sorprender a su rival con una situación de hecho.
Aviones espía estadounidenses descubrieron las instalaciones donde estaban siendo montados los misiles por personal soviético. Kennedy se vio confrontado por los halcones del Pentágono que exigían la invasión inmediata de Cuba o al menos el bombardeo de los emplazamientos. Pero eso significaría ocasionar bajas soviéticas, lo cual provocaría represalias de Kruschev y probablemente la guerra mundial. El Presidente norteamericano se decidió por una alternativa intermedia: esa noche denunció en televisión el despliegue de armas rusas en Cuba, anunció el inicio de un bloqueo naval a la isla para impedir la llegada de más pertrechos militares y exigió a la URSS el desmantelamiento y la retirada inmediata de los misiles. El mundo siguió angustiado por varios días el desarrollo de los acontecimientos. Barcos soviéticos transportando otras cabezas nucleares mantenían su curso y se acercaban al cordón naval donde su adversario había amenazado con hundirlos si intentaban pasar. La tercera guerra mundial parecía inminente.
Tras varios días de tensión, finalmente la esperada noticia: los buques rusos daban media vuelta. El incidente quedaba superado. Los dos máximos líderes, Kennedy y Kruschev, se habían puesto en contacto para desactivar la crisis. Los rusos aceptaban retirar los misiles de Cuba, a cambio de la promesa de Kennedy de que ni él, ni ningún Presidente norteamericano del futuro, atacarían la isla. La palabra del Presidente estadounidense a Fidel Castro le parecía insuficiente y reaccionó furioso a la concesión hecha por Kruschev, quien no lo había tomado en cuenta en la negociación hecha entre las dos superpotencias. Pero nada podía hacer. Dependía de su apoyo y se veía obligado a mantener las buenas relaciones con la URSS. Nikita Kruschev consiguió su propósito: el compromiso norteamericano de retirar, discretamente, unos meses más tarde, sus misiles de Turquía. Kennedy dependía del voto de sus electores y necesitaba aparecer ante la opinión pública como el vencedor en el pulso con el líder soviético. Pero, en realidad, se trataba de una negociación en la que ambas partes obtenían sus objetivos.
ambos sistemas e incluso hicieran negocios juntos. Breznev proclamó que la historia demostraría la superioridad del socialismo. Por tanto, la paz constituía la política del socialismo. Los países del campo socialista podían dedicarse a su propio desarrollo y dejar que las contradicciones internas del capitalismo hicieran su trabajo.
Era una hábil manera de defender ante los camaradas la evidente suavización de la política exterior soviética. La doctrina de la coexistencia pacífica favorecía los intercambios comerciales con el mundo occidental, de los que tanto necesitaba la economía soviética, sin que ello debiera ser criticado como traición a los principios. Si servían para fortalecer al socialismo, era correcto impulsarlos, pues de enterrar al capitalismo ya se encargaría la propia historia. De tal modo, el discurso triunfalista justificaba la moderación de la nueva estrategia. Era en interés de la URSS estabilizar la situación internacional, frenar el exorbitante gasto de la carrera armamentista y alejar definitivamente el fantasma de la guerra. Más que en la promoción de otras revoluciones socialistas la prioridad soviética se inclinaba hacia el respaldo de los movimientos pacifistas en los países capitalistas desarrollados, alentando las protestas contra la guerra de Vietnam. Los movimientos de liberación en Asia, África y América Latina recibían el apoyo soviético, si se enfrentaban al “imperialismo yanqui” y no confrontaban a ningún gobierno amigo, de modo que el escenario de la guerra fría se trasladaba cada vez más a los países de la periferia. El mundo de la época asemejaba a un inmenso tablero de ajedrez donde, como en una partida de dicho juego, cada jugador protege a su propio rey y a las piezas mayores, mientras son los peones y otras piezas de menor valor las que son sacrificadas en aras del avance de la estrategia global.
El año 1973 trajo grandes novedades en esa partida mundial. Estados Unidos, tras una difícil negociación, culminaba su retirada de Vietnam dejando en una difícil perspectiva a sus aliados anticomunistas. La capital del Sur, Saigón, caía en manos comunistas dos años más tarde. La superpotencia estadounidense salía derrotada de Vietnam y los hechos parecían darle la razón a Mao: “el imperialismo es solamente un tigre de papel”. Con suficiente resolución y heroísmo, cualquier pueblo había de ser capaz de vencerlo. Se venía un auge de las guerrillas. Al tiempo que en la sociedad norteamericana la impopularidad de la guerra reducía las posibilidades del gobierno de involucrarse en otro conflicto militar. Era el “síndrome de Vietnam”.
También fue ése el año de una nueva guerra árabe-israelí, la “guerra del Yom Kippur”, donde la superior tecnología militar de Israel le permitió un fulgurante triunfo. Pero podía volverse en una victoria pírrica. La humillación militar sufrida por Siria y Egipto provocó la reacción del mundo árabe, decidido a vengar la afrenta. Para castigar a los aliados de Israel, se decidió a usar un nuevo tipo de arma: el petróleo. Teniendo en su poder las mayores reservas de crudo del mundo, Arabia Saudí y otros países árabes crearon la Organización de Países Productores de Petróleo, OPEP. Pocos meses más tarde se había cuadriplicado el precio internacional del petróleo. Se vino una recesión de la economía mundial. La dependencia energética era grande y no había en ese tiempo una política de almacenar grandes reservas para una eventualidad de crisis. El mundo occidental se veía obligado a pagar una abultada factura petrolera que volvía inevitable la inflación.
La Unión Soviética, en cambio, contemplaba regocijada las dificultades de sus adversarios: productora de crudo, se autoabastecía y era exportadora neta de petróleo por lo que el alza de precios, lejos de perjudicarla, la beneficiaba. La “crisis del petróleo” contribuyó mucho en aumentar las ínfulas de Breznev y su convicción de la superioridad del sistema socialista, inmune a las crisis del “mundo capitalista”, como algo que la misma vida, y no sólo la teoría, estaba demostrando. Se trataba tan sólo de un espejismo, del efecto de una coyuntura particular, pero ha de admitirse que no debía ser fácil advertirlo en ese momento. A mediados de la década Breznev proclamaba que la URSS había alcanzado ya la meta del socialismo y que se encaminaba a construir la sociedad comunista. ¿A qué se refería exactamente? Es difícil precisarlo. Pero reflejaba sin duda el estado de ánimo triunfalista del régimen soviético. Iba camino a creerse su propia propaganda, cosa siempre peligrosa.
Terminando la década el régimen soviético cometería un error fatal: involucrarse en la guerra de Afganistán. El gobierno marxista al que apoyaba era muy rechazado por una sociedad feudal y contraria a la modernización. Líderes religiosos musulmanes incitaron a la rebelión, que contaba con el apoyo de Estados Unidos. Afganistán se convirtió muy pronto en el Vietnam de la Unión Soviética. Tras casi una década de guerra, el régimen soviético tendría que retirarse. La sangría humana y económica había sido formidable. Agravó los males estructurales de la sociedad soviética: una población desmoralizada y sin incentivos, estancamiento económico y retraso tecnológico, burocratización galopante y una planificación quinquenal que carecía de instrumentos de contabilidad efectivos. Las
Fue así como fue impulsado sorpresivamente al frente del Partido y del Estado un político desconocido y joven, - al menos, para las costumbres soviéticas: tenía 54 años – con fama de honesto y eficaz: Mijail Gorbachov. Había escalado posiciones desde la sombra, a base de buena administración y sin destacarse como alguien con posturas críticas. Sin embargo simpatizaba con los reformistas, la mayoría marginados o caídos en desgracia. Hizo regresar de la Embajada soviética en Canadá a Boris Yeltsin, a quien había conocido en su destierro diplomático. Juntos desarrollarían los conceptos y la estrategia del “nuevo pensamiento”. Sería dado a conocer por un libro del propio Gorbachov, traducido a gran cantidad de lenguas: “Perestroika, una propuesta para mi país y el mundo”. La ambiciosa reforma precisaba de toda una filosofía que la sustentara ideológicamente y que preparara las condiciones para realizar “una revolución en la revolución”.
Aunque la palabra rusa “perestroika” tiene el ambiguo significado de “reestructuración” por sus contenidos podía apreciarse de que se trataba de una estrategia de reforma radical. El reto era superar el estancamiento económico y la crisis moral, social y política de la sociedad. Para ello la piedra de toque era democratizar el régimen político. “Necesitamos la democracia como el aire que respiramos” – se proclamaba enfáticamente en el documento – lo cual pasaba por recuperar la esencia del socialismo, perdida desde la época estalinista. “No queremos menos socialismo, al revés, la perestroika significa más socialismo” – insistía Gorbachov – preocupado de que su discurso por la democracia fuera a interpretarse como abandono ideológico o como evolución hacia el capitalismo. No se podrían superar las tendencias económicas negativas sin despertar el fervor popular y, sobre todo, sin combatir eficazmente la corrupción que minaba en todos los niveles la vida económica soviética. Por ello, la segunda línea estratégica asociada estrechamente con la perestroika: la “glasnost”.
La política de glasnost o “transparencia” buscaba estimular principalmente las denuncias de la población contra los responsables de corrupción. También prometía libertad de expresión, para promover el debate de ideas, la formulación de propuestas y la posibilidad de críticas. Lanzada desde la cúpula del poder, la glasnost buscaba la movilización de las masas. Tenía que ser el propio pueblo soviético el que, haciendo suya la perestroika, la hiciera avanzar y la impusiera. El obstáculo principal era la inercia, la incredulidad de la gente y, desde luego, la burocracia. Toda una casta de privilegiados, la “nomenklatura”
desarrollada durante la era Breznev, aferrada a las estructuras del Partido y del Estado, constituía el mayor enemigo de la perestroika.
Ese grupo tenía mucho que perder si los cambios impulsados por Gorbachov llegaban a concretarse y contra ellos se dirigía el filo de la perestroika. La gran contradicción era que tal política surgía de la propia estructura partidaria, desde el poder, “desde arriba” y no como algo surgido “desde abajo”. El Partido llamaba a una revolución que no podía darse sino contra el propio Partido.
Levantaba esperanzas entre la población pero también muchas desconfianzas. Algunos creían que era una trampa, un engaño, y que más adelante las represalias caerían sobre quienes se hubieran involucrado. Otros creían en la sinceridad de Gorbachov, pero veían que la burocracia era muy poderosa y pensaban que acabaría derrotándolo. Otro sector, el más conservador, temía los cambios y consideraba que se trataba de un experimento peligroso que podía terminar destruyendo el socialismo. Otros más confiaban en que eso sucediera y querían democracia, pero como la occidental. Únicamente una pequeña parte del pueblo soviético se movilizó y participó del movimiento de renovación que impulsaba la perestroika. Pronto se vio que ésta gozaba de mucho mayor crédito fuera de la Unión Soviética que dentro del país.
Un apartado especial de la perestroika estaba dedicado a las relaciones internacionales, de ahí que se incluyera en el título del libro de Gorbachov la expresión “para el mundo”. Éste señalaba a Stalin como el gran culpable de iniciar la guerra fría, por lo que al superarse el estalinismo y sus secuelas se podía razonablemente aspirar también a su superación. Ponerle fin a la guerra fría era el objetivo declarado de la perestroika en su dimensión internacional. Pero lograrlo iba a requerir ganarse la credibilidad del otro bando. Ahí es donde el líder soviético hizo despliegue de su notable habilidad política, su imagen de persona franca y sincera, así como su indudable magnetismo personal. La opinión pública occidental y sus dirigentes políticos quedaban fascinados por el encanto y la convicción de Gorbachov, un líder tan diferente de sus antecesores.
La clave de la argumentación estaba en el concepto de “problemas globales” introducido por el “nuevo pensamiento” de Moscú. La humanidad entera enfrenta amenazas que ponen en riesgo su misma supervivencia. Desde el peligro de una guerra atómica, que
En una nueva cumbre entre ambos mandatarios en octubre de 1986, en Reykiavik, Islandia, acordaron los pasos a dar para acabar con la guerra fría. Estados Unidos se comprometía a desmantelar 429 misiles Pershing 2 y Tomahawk estacionados en Europa y a no desplegar otros 430 ya previstos. La Unión Soviética, por su parte, retiraría 857 cohetes ya desplegados así como otros 895 cohetes almacenados. Lo más importante: los acuerdos incluían verificaciones “in situ” asegurando por tanto la transparencia del proceso.
En 1988, con motivo de la visita a Nueva York de Gorbachov, que participaría en la Asamblea General de las Naciones Unidas, ambos mandatarios se comprometían a eliminar la ideología en las relaciones internacionales y a promover conjuntamente los valores de la libertad y de la democracia. Ese mismo año Gorbachov había anunciado la reducción unilateral de sus fuerzas armadas y la retirada de diez divisiones soviéticas de Europa del Este. También adelantó su disposición a una resolución coordinada de los diversos conflictos en el Tercer Mundo, teatro privilegiado de las confrontaciones de la guerra fría. George Kennan, el impulsor de la contención al inicio de la misma declaraba en el Senado norteamericano: “Ya ha pasado el tiempo de ver en la Unión Soviética a un adversario militar”. Por su parte el presidente Reagan también reconocía los cambios en la URSS aunque matizando en tono de propaganda: “son el resultado de la firmeza de Estados Unidos”.
Pese al talento propagandístico de Ronald Reagan el protagonismo estaba en aquel entonces claramente del lado de Mijail Gorbachov. En enero de 1989 permitía la legalización de partidos no comunistas en Hungría y en febrero retiraba al ejército soviético de Afganistán. En octubre regañaba a las autoridades de la RDA “por haberse aislado del pueblo” y propiciaba la apertura del muro de Berlín, que se produciría el 9 de noviembre. En la mayoría de países de Europa del Este se legalizaban partidos de oposición y se organizaban las primeras elecciones libres. Pero todavía nadie sospechaba que tales regímenes iban camino a desintegrarse y que el desplome alcanzaría también a la propia Unión Soviética. Fue una sorpresa para todo el mundo. El propio Reagan lo reconocía de manera indirecta después de dichos sucesos: “Nos proponíamos cambiar una nación (a los Estados Unidos) y, en vez de ello, cambiamos el mundo.”
Un estudioso del tema, Ronald Powaski (autor de “La guerra fría. Estados Unidos y la Unión Soviética, 1917-1991”), concluye: “a todos los efectos prácticos la guerra fría terminó durante la presidencia de Ronald Reagan”. Y a continuación se hace la pregunta ¿fue éste el artífice de la “victoria” sobre la URSS? Powaski no la responde. La respuesta ha de ser negativa, por más que la propaganda conservadora desde 1992 en adelante haya insistido en presentar como un triunfo de Estados Unidos, o de su propio Presidente, el desmoronamiento de la Unión Soviética y de los regímenes de Europa del Este. Son construcciones ideológicas a posteriori que no dan cuenta de la sorpresa inicial, de la falta de planes o estrategias al respecto, la situación incluso de desconcierto en que tanto los estrategas del Pentágono como los servicios de inteligencia occidentales se encontraban tras el colapso del Estado soviético.
La esencia del concepto de guerra, aunque ésta se defina como “fría”, es la confrontación. Tras ser ésta sustituida por la cooperación, que es su antítesis, queda incontestablemente superada la guerra fría. Es decir, desde 1985-1986. No cabe otra lectura de los hechos que hemos presentado anteriormente. No fue sólo el discurso y la doctrina lo que cambió con Gorbachov, está el hecho de la credibilidad que conquistó la perestroika en el mundo occidental y la serie de medidas concretas que los bandos enfrentados emprendieron. No sólo se paró la carrera armamentista sino que ésta empezó a ser revertida con las medidas de desmantelamiento y destrucción de armas estratégicas. El mundo estaba entrando a fines de la década de los ochenta a un proceso de reducción de armamentos que se encaminaba hacia la erradicación total de las armas de destrucción masiva, al tiempo que se hacían las primeras experiencias prácticas de cooperación entre los antiguos adversarios. El clima internacional estaba cambiando y de hecho la guerra fría había quedado atrás, definitivamente. Pero faltó tiempo, al menos algunos años más. Repentinamente la Unión Soviética se desplomó. Sin injerencia exterior. Fue una especie de implosión. Causada por factores exclusivamente internos. ¿Qué había ocurrido?
Afirmar que “se contagió” de la revolución democrática y pro-occidental de varios de los regímenes de Europa del Este sería ignorar las relaciones de dependencia de los mismos respecto a Moscú y el hecho de que seguramente estaba en las previsiones de Gorbachov
Al inicio la perestroika parecía haber polarizado a la sociedad soviética en dos posturas: a favor o en contra de la perestroika, a favor o en contra de la democratización, a favor o en contra del socialismo burocrático y autoritario. Pero en la medida que el tiempo transcurrió y el proceso mostraba dificultades para consolidarse según la estrategia trazada, el bando de la perestroika empezó a mostrar fisuras. Mientras la intención de un sector era salvar al socialismo y fortalecerlo, depurándolo y democratizándolo, para otro grupo se trataba de alcanzar la democracia desprendiéndose del socialismo, tomar a la democracia occidental como el modelo a seguir, impulsar un proceso de transición al capitalismo. Para ellos no se trataba de corregir los errores de la etapa estalinista, sino de rectificar el origen de todos los errores, el gran error, que habría sido la propia revolución de octubre.
Ambas posturas eran irreconciliables y pronto mostraron la imposibilidad de compromisos, reflejada en el creciente distanciamiento y rivalidad entre Mijail Gorbachov y Boris Yeltsin. Las elecciones a la Duma (el parlamento ruso) le dieron a éste último la Presidencia del poder legislativo. Gorbachov mantenía el poder ejecutivo y nominalmente la dirección del partido y del ejército. Pero el partido estaba dividido en varias corrientes y en el ejército, lo mismo que en los órganos policíacos y de inteligencia, predominaban los “conservadores”, es decir, los que defendían el viejo modelo de socialismo. El proceso tendía a paralizarse ante esta división en tres polos. Las alianzas empezaron a cambiar. Si en una primera fase actuaban como un solo bloque los que estaban por la democracia y contra el autoritarismo, en una segunda etapa se acercaron mutuamente los que estaban por salvar el socialismo, fuera uno u otro modelo, para enfrentar a los que buscaban una evolución al capitalismo.
El confuso golpe de estado de agosto de 1991 señaló el desenlace. Aparentemente los partidarios del socialismo “duro” estaban derrocando a Gorbachov, de vacaciones lejos de la capital. Pero ni siquiera hicieron por capturarlo. Con quien realmente se enfrentaron fue con Yeltsin. Éste consiguió defender el edificio del parlamento con algunas fuerzas leales y la movilización de la población. Desarmada, la multitud rodeó a quienes habían rodeado a los diputados. Hubiera podido ser un baño de sangre, pero las tropas recibieron orden de retirarse. Yeltsin salió fortalecido de la crisis como el héroe que salvó al país del golpe, al tiempo que las sospechas contra Gorbachov crecían. Se le acusaba de haber preparado un autogolpe, para que los duros liquidasen a la facción pro-occidental y él recuperar más tarde el poder, sin haberse ensuciado con la represión. Sonaba creíble. En diciembre era forzado a renunciar. Yeltsin había vencido: la URSS era enterrada junto con la perestroika.
Desde nuestro presente, que es la verdadera perspectiva del historiador, es desde donde se puede analizar el pasado en sentido fuerte, tomando conscientemente distancia de las interpretaciones que la época -cuando el pasado era un presente- se daba sobre sí misma. Ya señalamos la primera rectificación, la que hicimos con respecto al final de la guerra fría, que debe ser adelantado y, en vez de postular el período entre 1989-1991, cambiarlo por 1985-1986. Comparando su conclusión en su última etapa, al iniciarse la perestroika y la cooperación entre los sistemas, con su arranque en la etapa de contención, donde lo que predominaba era la confrontación, puede ser enunciada la tesis: “la guerra fría se negó a sí misma”. Es la corroboración de la naturaleza dialéctica del proceso. Éste muestra en su evolución una lógica que se corresponde con los postulados de la dialéctica.
No sólo esto. Al examinar las sucesivas etapas por las que se desplegó el proceso de la guerra fría, puede observarse el salto cualitativo que representa cada una de ellas, en un movimiento que expresa asimismo la negatividad. Cada una es negación de la anterior. Cada una genera su opuesto, por lo que la etapa siguiente aparece invariablemente como la negación-superación del estadio anterior. Así, mientras la primera etapa de contención se concentraba en prepararse para la guerra, para ganar la tercera guerra mundial, y los bandos se constituían de tal modo en enemigos, en cambio la distensión significa que se han convertido en simples adversarios y ahora el esfuerzo es puesto en evitar la guerra, en prevenir escenarios que puedan precipitar una tercera guerra mundial ahora indeseada.
De similar manera la coexistencia pacífica profundiza en la lógica de la distensión, pero al mismo tiempo la supera y la niega, porque ahora se persigue positivamente la paz entre los sistemas y la anterior calidad de adversarios se reduce a la de competidores, que pueden incluso en ciertos temas comportarse como socios. La perestroika va a superar esta lógica en una ruptura dialéctica que la lleva más allá, negándola: ante la gravedad de los problemas globales se impone el comportarse como aliados, hay que hacer a un lado las diferencias ideológicas y actuar coordinadamente para de modo conjunto salvar a la humanidad. Queda disuelta la guerra fría y superada, desde su propio proceso, desde su propia lógica, que la ha llevado a evolucionar según una tendencia que la arrastra hasta su propia negación dialéctica. Una vez concluida, esa lógica puede ser des-cubierta.