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Resumen del libro "La divina comedia"
Tipo: Resúmenes
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Dante adquiere conciencia de haberse apartado del camino recto y se encuentra perdido en una selva oscura.
Intenta escapar subiendo a una hermosa colina que se ofrece a su vista, pero se lo impiden una pantera, un león y una loba. Huyendo de los tres animales, baja de nuevo hacia la selva, cuando lo detiene el espíritu de Virgilio, que le explica que no podrá escapar de la loba y subir a la colina por ese camino. Llegará un día en que un Lebrel ahuyentará a la loba y la precipitará en el Infierno. Para salir de la situación en que se encuentra debe confiar en Virgilio, que lo guiará por un camino más largo, a través del Infierno y del Purgatorio. Más tarde, alguien más digno que el mismo Virgilio lo llevará a la contemplación de los bienaventurados. Se ponen en camino.
A la mitad del camino de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Cuán penoso me sería decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi temor, temor tan triste que la muerte no lo es tanto! Pero antes de hablar del bien que allí encontré revelaré las demás cosas que he visto. No sabré decir fijamente cómo entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al llegar al pie de una pendiente, donde terminaba el valle que me había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba y vi su cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos. Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que aquel que, saliendo anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa se vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo aún, se volvió hacia atrás para mirar el trayecto del que no salió nunca nadie vivo. Después, cuando di algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria pendiente, procurando afirmar siempre aquel de mis pies que estuviera más bajo. Al poco rato, se me apareció una pantera, de rápidos, movimientos y cubierta de manchada piel. No se quitaba de mi vista, sino que interceptaba de tal modo mi camino que me volví muchas veces para retroceder. Era el tiempo en que apuntaba el día y el Sol subía rodeado de aquellas estrellas que estaban con él cuando el Amor divino imprimió el primer movimiento a todas las bellas cosas de la creación. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien la pintada piel de aquella fiera, pero no tanto que no me infundiera terror el aspecto de un león que a su vez se me apareció. Se me figuró que venía hacia mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa que hasta el aire parecía temerle. Siguió a éste una loba que, en medio de su delgadez, parecía cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserablemente a mucha gente. El fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación que perdí la esperanza de llegar a la cima. Y así como el que se deleita en atesorar se entristece cuando sufre una pérdida y la llora en todos sus pensamientos, así me sucedió con aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco me empujaba hacia donde el Sol se oculta. Mientras yo retrocedía hacia el valle se presentó a mi vista uno que por su prolongado silencio parecía mudo.
Cuando lo vi en aquel gran desierto: —Piedad de mí —le dije—, quienquiera que seas, sombra u hombre verdadero.
Me respondió: —No soy ya hombre, pero lo he sido. Mis padres fueron lombardos a y ambos tuvieron a Mantua por patria. Nací «sub Tulio», aunque algo tarde, y vi a Roma bajo el mando del buen Augusto, en tiempos de los dioses falsos y engañosos. Poeta fui y canté a aquel justo hijo de Anquises, que escapó después del incendio de la soberbia Ilión.
Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu aflicción? ¿Por qué no asciendes al delicioso monte que es causa y principio de todo goce? — ¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho caudal de elocuencia? —le respondí ruboroso. ¡Ah, honor y antorcha de los demás poetas! Válgame para contigo el prolongado estudio y el grande amor con que he leído y meditado tu obra. Tú eres mi maestro y mi autor predilecto, tú solo eres aquel de quien he imitado el bello estilo que me ha dado tanto honor. Mira esa fiera que me obliga a retroceder: líbrame de ella, famoso sabio, porque a su aspecto se estremecen mis venas y late con precipitación mi pulso.
—Te conviene seguir otra ruta —respondió al verme llorar— si quieres huir de este sitio salvaje. Porque esa fiera que te hace prorrumpir en tantas lamentaciones no deja pasar a nadie por su camino, sino que se opone a ello matando al que tanto se atreve Su instinto es tan malvado y cruel que nunca ve satisfechos sus ambiciosos deseos, y después de comer tiene más hambre que antes. Muchos son los animales a quienes se une, y serán aún muchos más hasta que venga el Lebrel y la haga morir entre dolores.
Éste no se alimentará de tierra ni de oro y su patria estará en Feltro y Feltro. Será la salvación de esta humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la virgen Camila, Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad hasta que la haya arrojado al Infierno, de donde en otro tiempo la hizo salir la Envidia. Ahora, por tu bien, pienso y veo claramente que debes seguirme; yo seré tu guía y te sacaré de aquí para llevarte a un lugar eterno, donde oirás aullidos desesperados; verás a los espíritus dolientes de los antiguos condenados que esperan entre gritos la segunda muerte Verás después a los que también están entre las llamas, pero contentos porque esperan, cuando llegue la ocasión, tener un puesto entre los bienaventurados. Si quieres después subir hasta estos últimos, te acompañará en ese viaje un alma más digna que yo y te dejaré con ella cuando yo parta, porque el Emperador que reina en las alturas no permite que se entre en su ciudad por mediación mía, porque fui rebelde a su ley. Él impera en todas partes y reina allá arriba; allí está su ciudad y su alto solio. ¡Oh, feliz aquel a quien elige para habitar en su reino!
Y yo le contesté: —Poeta, te requiero, por ese Dios a quien no has conocido, que me hagas escapar de este mal y de otro peor. Condúceme a dónde has dicho para que yo vea la puerta de San Pedro y a los que, según dices, están tan desolados.
Entonces se puso en marcha y yo seguí tras él.
CANTO SEGUNDO
Los intentos de subir a la colina le han hecho perder todo el día; ahora estamos en la noche del Viernes Santo.
descender al fondo de este centro26 desde lo alto de esos inmensos lugares adonde ardes en deseos de volver?». «Puesto que tanto quieres saber —me respondió—, te diré brevemente por qué no temo venir a este abismo. Sólo deben temerse las cosas que pueden redundar en perjuicio de uno, pero no aquellas que no pueden hacerlo. Por la merced de Dios, estoy hecha de tal suerte que no me alcanzan vuestras miserias ni puede prender en mí la llama de este incendio. Hay en el Cielo una dama gentil que se conduele del obstáculo opuesto a la persona a quien te envío y que mitiga el duro juicio de la justicia divina. Ella se ha dirigido a Lucía con sus ruegos y le ha dicho: "Tu fiel amigo tiene necesidad de ti y te lo recomiendo". Lucía, enemiga de todo corazón cruel, se ha conmovido y ha ido al lugar donde yo me encontraba, sentada al lado de la antigua Raquel y me ha dicho: "Beatriz, verdadera alabanza de Dios, ¿no socorres a aquel que te amó tanto y que por ti salió de la vulgar esfera? ¿No oyes su queja conmovedora? ¿No ves la muerte contra la que combate, inmerso en el río del pecado, más formidable que el mismo mar?"». En el mundo no ha habido jamás persona más pronta a correr hacia su felicidad o más presta a huir de su peligro que yo misma cuando oí esas palabras. Descendí desde mi dichoso lugar fiándome de esa elocuente palabra que te honra y que honra a cuantos la han oído. Después de haberme hablado de este modo volvió hacia mí sus ojos brillantes, con lo que me hizo partir más presuroso. Y me he dirigido a ti, tal como ha sido su voluntad, y así te he preservado de aquella fiera que te cerraba el camino más corto hacia la montaña. Por tanto, ¿qué tienes?, ¿por qué tardas?, ¿por qué abrigas tanto temor en tu corazón?, ¿por qué no tienes atrevimiento ni valor cuando tres mujeres benditas cuidan de ti en la corte celestial y mis propias palabras te prometen tanto bien?
Y así como las florecillas, inclinadas y cerradas por la escarcha, se abren erguidas en cuanto el Sol las ilumina, así creció mi abatido ánimo e inundó mi corazón tal aliento que exclamé, como un hombre decidido: —¡Oh, cuán piadosa es la que me ha socorrido! ¡Y tú también, alma bienhechora, que has obedecido con tanta prontitud las palabras de verdad que ella te ha dicho! Con las tuyas has preparado mi corazón de tal suerte y le has comunicado tanto deseo de emprender el gran viaje, que vuelvo a abrigar mi primer propósito. Ve, pues; porque una sola voluntad nos dirige. Tú eres mi guía, mi señor y mi maestro.
Así le dije; y en cuanto echó a andar, entré por el camino profundo y salvaje.
CANTO TERCERO
Pasada la puerta del Infierno, se encuentran en el Vestíbulo, donde los condenados corren eternamente, despreciados tanto por la misericordia como por la justicia. Carón, el barquero infernal, se niega a pasar a Dante, todavía vivo, hasta que Virgilio le obliga a obedecer explicándole el motivo del viaje. Violento terremoto que hace desvanecerse a Dante.
«Por mí se va a la ciudad del llanto, por mí se va al eterno dolor, por mí se va hacia la raza condenada. La justicia movió a mi supremo Hacedor. El divino poder, la suma sabiduría y el, primer amor me hicieron. Antes de mí no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo, a mi vez, duraré eternamente. ¡Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!».
Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé: —Maestro, el significado de esas palabras me causa miedo.
Y él, como hombre lleno de prudencia, me contestó: —Conviene abandonar aquí todo temor, conviene que aquí termine toda cobardía.
Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y después de haber puesto su mano en la mía, con rostro alegre que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que, apenas hube dado un paso, me puse a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas acompañadas de palmadas producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije: —Maestro, ¿qué es lo que oigo y qué gente es ésta, que parece dominada por el dolor?
Me respondió: —Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio; están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que podrían reportar a los demás culpables.
Y yo repuse: —Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?
A lo que me contestó: —Te lo diré brevemente. Éstos no esperan morir y su ceguera es tanta que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo y tanto la misericordia como la justicia los desprecian. Pero no hablemos de ellos, sino míralos y pasa adelante.
Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa que parecía desdeñosa del menor reposo; tras ella venía tanta muchedumbre que no hubiera creído que la muerte hubiera destruido a tan gran número. Después de haber reconocido a algunos miré más fijamente y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no supieron vivir nunca, estaban desnudos y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y avispas que por allí había, las cuales hacían correr por sus rostros la sangre que mezclada con sus lágrimas era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.
Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual dije: —Maestro, dígnate manifestarme por qué le parecen ésos tan ansiosos de atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.
Y él me respondió: —Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.
Entonces, avergonzado y con los ojos bien bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando: « ¡Ay de vosotros, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan
Y él repuso: —La angustia de los desgraciados que están ahí abajo refleja en mi rostro una piedad que tú tomas por terror. Vamos, pues; que la longitud del camino exige que nos apresuremos.
Y sin decir más penetró y me hizo entrar en el primer círculo que rodea el abismo. Allí, según pude advertir, no se oían quejas, sino sólo suspiros que hacían temblar la eterna bóveda y que procedían de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños. El buen Maestro me dijo: — ¿No me preguntas qué espíritus son los que estamos viendo? Quiero, pues, que sepas, antes de seguir adelante, que éstos no pecaron y aunque han ganado méritos en la vida no es suficiente, pues no recibieron el agua del bautismo que es la puerta de la Fe que forma tu creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron a Dios como debían. Yo también soy uno de ellos. Por tal falta, y no por otra culpa, estamos condenados. Nuestra pena consiste en vivir con un deseo sin esperanza.
Un gran dolor afligió mi corazón cuando oí esto, porque conocí a personas de muchos méritos que estaban suspensas en el Limbo.
—Dime, Maestro y señor mío —le pregunté para afirmarme más en esta Fe que triunfa sobre todo error—, ¿alguna de esas almas ha podido, bien por sus méritos o por los de otro, salir del Limbo y alcanzar la bienaventuranza?
Y él, que comprendió mis palabras encubiertas y oscuras, respondió: —Yo era recién llegado a este sitio cuando vi venir a un Ser poderoso, coronado con la señal de la victoria47. Hizo salir de aquí el alma del primer padre, y la de Abel, su hijo, y la de Noé; la del legislador Moisés, la del obediente patriarca Abrahán y la del rey David; a Israel, con su padre y con sus hijos, y a Raquel, por quien aquél hizo tanto, y a otros muchos a quienes otorgó la bienaventuranza; pues debes saber que, antes de ellos, no se salvaban almas humanas.
Mientras así hablaba no dejábamos de andar, sino que seguíamos atravesando la espesa selva que formaban los espíritus apiñados. Aún no estábamos muy lejos de la entrada del abismo cuando vi un resplandor que triunfaba del hemisferio de las tinieblas: nos encontrábamos todavía a bastante distancia, pero no tanta que no pudiera yo distinguir que aquel sitio estaba ocupado por personas dignas. — ¡Oh, tú, que honras toda ciencia y todo arte! ¿Quiénes son esos cuyo valimiento debe ser tanto que así están separados de los demás? Y él a mí: —La honrosa fama que aún se conserva de ellos en el mundo que habitas los hace acreedores a esta gracia del Cielo que de tal suerte los distingue.
Entonces oí una voz que decía: «¡Honrad al sublime poeta; he aquí su alma, que se había separado de nosotros!». Cuando calló la voz vi venir a nuestro encuentro cuatro grandes sombras, cuyos rostros no manifestaban tristeza ni alegría. El buen maestro comenzó a decirme: —Mira aquel que tiene una espada en la mano y viene a la cabeza de los otros tres, como su señor. Ese es Homero, poeta soberano. El otro es el satírico Horacio. Ovidio es el tercero y el último Lucano. Cada cual merece, como yo, el nombre que antes pronunciaron unánimes; me honran y hacen bien. De este modo vi reunida la hermosa compañía de aquel príncipe del sublime canto que vuela como el águila sobre todos los demás.
Después de haber estado conversando entre sí un rato, se volvieron hacia mí dirigiéndome un amistoso saludo, que hizo sonreír a mi Maestro y concediéndome después la honra de admitirme en su compañía, de suerte que fui el sexto entre aquellos grandes genios. Así fuimos andando hasta donde estaba la luz, hablando de cosas que es bueno callar, como bueno era hablarlas en el sitio en que nos encontrábamos. Llegamos al pie de un noble castillo, rodeado siete veces de altas murallas y defendido todo alrededor por un bello riachuelo53. Pasamos sobre éste como sobre tierra firme y atravesando siete puertas con aquellos sabios llegamos a un prado de fresca verdura. Allí había personajes de mirada tranquila y grave, cuyos semblantes revelaban una gran autoridad, hablaban poco y con voz suave. Nos retiramos luego hacia un extremo de la pradera, a un sitio despejado, alto y luminoso, donde podían verse todas aquellas almas. Allí, en pie sobre el verde esmalte, me fueron señalados los grandes espíritus cuya contemplación me hizo estremecer de alegría54. Allí vi a Electra con muchos de sus descendientes, entre los que conocí a Héctor y a Eneas; después a César, armado, con sus penetrantes ojos. Vi en otra parte a Camila y a Pentesilea, y vi al rey Latino, que estaba sentado al lado de su hija Lavinia; vi a aquel Bruto que arrojó a Tarquino de Roma; a Lucrecia también, a Julia, a Marcia y a Cornelia y a Saladino, que estaba solo y separado de los demás. Habiendo levantado después la vista, vi al maestro de los que saben, sentado entre su filosófica familia. Todos lo admiran, todos lo honran; vi además a Sócrates y a Platón, que estaban más próximos a aquél que a los demás; a Demócrito, que pretende que el mundo ha tenido por origen la casualidad; a Diógenes, a Anaxágoras y a Tales, a Empédocles, a Heráclito y a Zenón: vi al buen observador de la cualidad, es decir, a Dioscórides, y vi a Orfeo, a Tulio y a Lino, y al moralista Séneca; y al geómetra Euclides, a Tolomeo, Hipócrates, Avicena y Galeno, y a Averroes, que hizo el gran comentario. No me es posible acordarme de todos, porque me arrastra el largo tema que he de seguir y muchas veces las palabras son breves para el asunto. Bien pronto la compañía de seis queda reducida a dos: mi sabio guía me conduce por otro camino fuera de aquella inmovilidad hacia un aura temblorosa, y llegamos a un punto privado totalmente de luz.
CANTO QUINTO
Bajaba al segundo Círculo, que es la primera estancia de los incontinentes. A su entrada se encuentra Minos, el juez infernal, enviando a las almas al castigo correspondiente a cada pecado. Vencida su oposición a dejar entrar a Dante al declarar Virgilio la suprema voluntad que lo manda así, los viajeros entran para observar a los lujuriosos arrastrados por un torbellino, imagen equivalente de la pasión que los arrastró en esta vida. Tras una rápida visión de los amantes más famosos de la antigüedad, Francesca de Rímini cuenta a Dante su historia. En este círculo y en los tres siguientes están castigados los que, más que elegir el mal, no tuvieron fuerzas suficientes para elegir el bien.
Así descendí del primer Círculo al segundo, que contiene menos espacio pero mucho más dolor, y dolor punzante, que origina desgarradores gritos. Allí estaba el horrible Minos, que, rechinando los dientes, examinaba las culpas de los que entraban, juzgaba y daba a comprender sus órdenes por medio de las vueltas de su cola. Es decir, que cuando se presenta a él un alma pecadora y le confiesa todas sus culpas, aquel gran conocedor de los pecados ve qué lugar del Infierno debe ocupar y se lo designa ciñéndose al cuerpo la cola tantas veces cuantas sea el número del Círculo a que debe ser enviada. Ante él están siempre muchas
escucharemos con gusto mientras siga el viento tan tranquilo como ahora63. La tierra donde nací está situada en la costa donde desemboca el Po con todos sus afluentes para descansar en el mar. Amor, que se apodera pronto de un corazón gentil, hizo que éste se prendara de aquel hermoso cuerpo que me fue arrebatado, de un modo que aún me atormenta. Amor, que no dispensa de amar al que es amado, hizo que me entregara vivamente al placer de que se embriagaba éste, que, como ves, no me abandona nunca. Amor nos condujo a la misma muerte. Caína espera al que nos arrancó la vida.
Tales fueron las palabras de las dos sombras. Al oír a aquellas almas heridas bajé la cabeza, y la tuve inclinada tanto tiempo que el Poeta me dijo: — ¿En qué piensas? — ¡Ah! —Exclamé al contestarle—, ¡cuán dulces pensamientos, cuántos deseos los han conducido a este sitio doloroso!
Después me dirigí a ellos diciéndoles: —Francesca, tus palabras me hacen derramar tristes y compasivas lágrimas. Pero dime: en tiempo de los dulces suspiros, ¿cómo os permitió Amor conocer vuestros secretos deseos?
Ella contestó: —No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria, y eso lo sabe bien tu Maestro. Pero si tienes tanto deseo de saber cuál fue el principal origen de nuestro amor, haré como el que habla y llora a la vez. Leíamos un día por pasatiempo las aventuras de Lanzarote65 y de qué modo cayó en las redes del amor; estábamos solos y sin abrigar sospecha alguna. Aquella lectura hizo que nuestros ojos se buscaran muchas veces y que palideciera nuestro semblante; más un solo pasaje fue el que decidió de nosotros: cuando leímos que la deseada sonrisa de la amada fue interrumpida por el beso del amante, éste, que jamás se ha de separar de mí, me besó tembloroso en la boca. El libro y quien lo escribió fue para nosotros otro Galeoto; aquel día ya no leímos más. Mientras que un alma decía esto, la otra lloraba de tal modo que yo, movido de compasión, desfallecí como si me muriera y caí como cae un cuerpo inanimado.
CANTO SEXTO
En el tercer Círculo se encuentran los glotones, anegados en el cieno, la lluvia y el granizo, continuamente amedrentados por el trifauce Cerbero. Apaciguado éste, Dante puede hablar con su compatriota Ciacco, que le profetiza los desastres que amenazan a Florencia y las penas que sufren o aguardan a otros protagonistas de la situación florentina. El amor hacia otros, que justificaba hasta cierto punto a los condenados en el Círculo anterior, desaparece en éste, y empezamos a encontrar el amor por uno mismo, simbolizado aquí por la glotonería. Sin reciprocidad, sin posibilidad de comunicación, cada una de las almas se encuentra aislada y hundida en el fango.
Al recobrar los sentidos, que perdí por la tristeza y la compasión que me causó la suerte de los dos cuñados, vi en derredor mío nuevos tormentos y nuevas almas atormentadas doquier iba y doquier me volvía o miraba. Me encontraba en el tercer Círculo, en el de la lluvia eterna, maldita, fría y densa, que cae siempre igualmente copiosa y con la misma fuerza. Espesos granizos, agua negruzca y nieve descienden en turbión a través de las tinieblas; la tierra, al recibirlos, exhala un olor pestífero. Cerbero, fiera cruel y monstruosa, ladra con sus tres fauces de perro contra los condenados que están allí sumergidos. Tiene los ojos rojos, los pelos
negros y cerdosos, el vientre ancho y las patas guarnecidas de uñas que clava en los espíritus, les desgarra la piel y los descuartiza. La lluvia los hace aullar como perros; los miserables condenados defienden sus cuerpos ofreciendo a la lluvia la parte no mojada y se revuelven sin cesar. Cuando nos descubrió Cerbero, el miserable gusano abrió las bocas enseñándonos sus colmillos; todos sus miembros estaban agitados. Entonces mi guía extendió las manos, cogió tierra y la arrojó a puñados en las fauces ávidas de la fiera. Y del mismo modo que un perro se deshace ladrando y se apacigua cuando muerde su presa, ocupado tan sólo en devorarla, así también el demonio Cerbero cerró sus impuras bocas, cuyos ladridos causaban el aturdimiento de las almas, que quisieran quedarse sordas. Pasamos por encima de las sombras aplastadas por la incesante lluvia, poniendo nuestros pies sobre sus fantasmas, que parecían cuerpos humanos. Todas yacían por el suelo, excepto una que se levantó con presteza para sentarse cuando nos vio pasar ante ella. — ¡Oh, tú, que has venido a este Infierno! —Me dijo—, reconóceme si puedes. Tú naciste antes de que yo muriese.
Yo le contesté: —La angustia que te atormenta es quizá causa de que no me acuerde de ti; me parece que no te he visto nunca. Pero dime, ¿quién eres tú, que a tan triste lugar has sido conducido y condenado a un suplicio que, si hay otro mayor, no será por cierto tan desagradable?
Me contestó: —Tu ciudad, tan llena hoy de envidia que ya colma la medida, me vio en su seno en vida más serena. Vosotros, los habitantes de esa ciudad, me llamasteis Ciacco68. Por el reprensible pecado de la gula me veo, como ves, sufriendo esta lluvia. Yo no soy aquí la única alma triste; todas las demás están condenadas a igual pena por la misma causa.
Y no pronunció una palabra más. Yo le respondí: —Ciacco, tu martirio me conmueve tanto que me hace verter lágrimas. Pero dime, si es que lo sabes: ¿en qué pararán los habitantes de esa ciudad tan dividida en facciones? Dime por qué razón se ha introducido en ella la discordia.
Me contestó: —Después de grandes debates, llegarán a verter su sangre y el partido salvaje arrojará al otro partido causándole grandes pérdidas. Luego será preciso que el partido vencedor sucumba al cabo de tres años y que el vencido se eleve, merced a la ayuda de aquel que ahora está disimulando. Esta facción llevará la frente erguida durante mucho tiempo, teniendo bajo su férreo yugo a la otra por más que ésta se lamente y avergüence. Aún hay dos justos, pero nadie los escucha: la soberbia, la envidia y la avaricia son las tres antorchas que han inflamado los corazones.
Aquí dio Ciacco fin a su lamentable discurso y yo le dije: —Todavía quiero que me informes y me concedas algunas palabras. Dime dónde están y dame a conocer a Farinata y al Tegghiaio, que fueron tan dignos; a Jacobo Rusticucci, Arigo y Mosca y a otros que se dedicaban a hacer bien, pues siento un gran deseo de saber si están entre las dulzuras del Cielo o entre las amarguras del Infierno.
A lo que me contestó: —Están entre las almas más perversas, porque a consecuencia de otros pecados los han arrojado a un círculo más profundo; si bajas hasta allí, podrás verlos. Pero cuando vuelvas al dulce mundo, te ruego que hagas porque en él se renueve mi recuerdo. Y no te digo ni te respondo más.
Yo, que tenía el corazón conmovido, dije: —Maestro mío, indícame qué gente es ésta. Todos esos tonsurados que vemos a nuestra izquierda, ¿han sido clérigos?
Y él me respondió: —Todos fueron de tan limitado talento en la primera vida que no supieron gastar razonablemente; así lo manifiestan ellos con claridad cuando llegan a los dos puntos del círculo que los separa de los que siguieron camino opuesto. Estos que no tienen cabellos que cubran sus cabezas fueron clérigos, papas y cardenales a quienes subyugó la avaricia.
Y yo: —Maestro, entre todos estos deberá haber algunos a quienes yo conozca y a quienes tan inmundos hizo este vicio.
Y él a mí: —En vano esforzarás tu imaginación: la vida sórdida que los hizo deformes hace que hoy sean impenetrables e irreconocibles. Continuarán chocando entre sí eternamente y saldrán éstos del sepulcro con los puños cerrados y aquéllos con el cabello rapado. Por haber gastado mal y guardado mal han perdido el Paraíso y se ven condenados a ese eterno combate, que no necesito pintarte con palabras escogidas. Ahí podrás ver, hijo mío, cuán rápidamente pasa el soplo de los bienes de la Fortuna por los que la raza humana se afana y querella. Todo el oro que existe bajo la Luna y lodo el que ha existido no puede dar un momento de reposo a estas aletas fatigadas. —Maestro —le dijo entonces—, enséñame cuál es esa Fortuna de que me hablas y que así tiene entre sus manos los bienes del mundo.
Y él a mí: —¡Oh locas criaturas! ¡Cuán grande es la ignorancia que os extravía! Quiero que te alimentes con mis lecciones. Aquel cuya sabiduría es superior a todo, hizo los cielos y les dio una guía, de modo que toda parte brilla para toda parte, distribuyendo la luz por igual; con el esplendor del mundo hizo lo mismo y le dio una guía que, administrándolo todo, hiciera pasar de tiempo en tiempo las vanas riquezas de una a otra familia, de una a otra nación, a pesar de los obstáculos que crean la prudencia y la previsión humanas. He aquí por qué. Mientras una nación impera otra languidece, según el juicio de Aquel que está oculto como la serpiente en la hierba. Vuestro saber no puede contrastarlo, porque provee, juzga y prosigue su reinado, como el suyo cada una de las otras deidades. Sus transformaciones no tienen tregua; la necesidad la obliga a ser rápida, por eso se cambia todo en el mundo con tanta frecuencia. Tal es esa a quien tan a menudo vituperan los mismos que deberían ensalzarla y de quien blasfeman y maldicen sin razón. Pero ella es feliz y no oye esas maldiciones; contenta entre las primeras criaturas, prosigue su obra y goza en su beatitud74. Bajemos ahora donde existen mayores y más lamentables males. Ya descienden las estrellas que salieron cuando me puse en marcha y nos está prohibido retrasarnos mucho.
Atravesamos el círculo hasta la otra orilla, no lejos de un hirviente manantial que vierte sus aguas en un arroyo que le debe su origen y cuyas aguas son más bien oscuras que azuladas, y bajamos por un camino distinto, siguiendo el curso de las tenebrosas ondas. Cuando aquel arroyo ha llegado al pie de la playa gris e infecta, forma una laguna llamada Estigia; y yo, que miraba atentamente, vi algunas almas encenagadas en aquel pantano, completamente desnudas y de irritado semblante.
Se golpeaban no sólo con las manos, sino con la cabeza, con el pecho, con los pies, arrancándose la carne a pedazos con los dientes. Díjome el buen Maestro: —Hijo, contempla las almas de los que han sido dominados por la ira. Quiero además que sepas que bajo estas
aguas hay una raza condenada que suspira y la hace hervir en la superficie, como te lo indican tus miradas en cuantos sitios se fijan. Metidos en el lodo dicen: «Estuvimos siempre melancólicos bajo aquel aire dulce que alegra el Sol, llevando en nuestro interior una tétrica humareda; ahora nos entristecemos también en medio de este negro cieno». Estas palabras salen del fondo de sus gargantas como si formaran gárgaras, no pudiendo pronunciar una sola íntegra.
Así fuimos describiendo un gran arco alrededor del fétido pantano, entre la playa seca y el agua, vueltos los ojos hacia los que se atragantaban con el fango, hasta que al fin llegamos al pie de una torre.
CANTO OCTAVO
Desde la atalaya se avisa a la ciudad de Dite, desde donde envían a Flegias para transbordar a los viajeros al otro lado de la Estigia. En el trayecto encuentran el alma enlodada de Felipe Argenti. Rodeando las murallas al rojo vivo de la ciudad de Dite, llegan a una puerta guardada por los ángeles caídos, que les impiden la entrada. Si quieren seguir adelante, tienen que esperar la ayuda divina.
Digo, continuando, que mucho antes de llegar al pie de la elevada torre, nuestros ojos se fijaron en su parte más alta a causa de dos lucecitas que allí vimos y otra más, que se correspondía con estas dos, pero desde tan lejos que apenas podía distinguirse. Entonces, dirigiéndome hacia el mar de toda ciencia, dije: — ¿Qué significan esas llamas? ¿Qué responde aquella otra y quiénes son los que hacen esas señales?
Me respondió: —Sobre esas aguas fangosas puedes ver lo que ha de venir, si es que no te lo ocultan los vapores del pantano.
Jamás cuerda alguna despidió una flecha que corriese por el aire con tanta velocidad como una navecilla que vi surcando las aguas en nuestra dirección, gobernada por un solo remero, que gritaba: «¿Has llegado ya, alma vil?». —Flegias, Flegias, gritas en vano esta vez —dijo mi guía —; no nos tendrás en tu poder más tiempo que el necesario para pasar la laguna.
Flegias, conteniendo su cólera, hizo lo que un hombre a quien descubren que ha vivido víctima de un engaño, ocasionándole esto un despecho profundo. Mi guía saltó a la barca y me hizo entrar en ella tras él; pero aquella barca no pareció ir cargada hasta que recibió mi peso. En cuanto ambos estuvimos dentro, la antigua proa partió, trazando en el agua una estela más profunda de lo que solía cuando llevaba a otros pasajeros. Mientras recorríamos aquel canal de agua estancada, se presentó delante una sombra llena de lodo y me preguntó: — ¿Quién eres tú, que vienes antes de tiempo?
A lo que le contesté: —Si he venido, no es para permanecer aquí. Pero tú, que estás tan sucio, ¿quién eres?
Me respondió: —Ya ves que soy uno de los que lloran.
Y yo a él: — ¡Permanece, pues, en el llanto y la desolación, espíritu maldito! Te conozco aunque estés tan enlodado.
En seguida se fue el dulce padre y me dejó solo. Permanecí en una gran incertidumbre, agitándose el sí y el no en mi cabeza.
No pude oír lo que les propuso, pero habló poco tiempo con ellos, y todos a una corrieron hacia la ciudad. Nuestros enemigos dieron con las puertas en el rostro a mi señor, que se quedó fuera y se dirigió lentamente hacia donde yo estaba. Tenía los ojos inclinados, sin dar señal de atrevimiento, y decía entre suspiros: « ¿Quién me ha impedido la entrada en la mansión de los dolores?». Y dirigiéndose a mí: —Sí estoy irritado —me dijo—, no te inquietes; yo saldré victorioso de esta prueba, cualesquiera que sean los que se opongan a nuestra entrada. Su insolencia no es nueva; ya la demostraron ante una puerta menos secreta, que se encuentra todavía sin cerradura. Ya has visto sobre ella la inscripción de muerte. Pero más acá de esa puerta, descendiendo la montaña y pasando por los círculos sin necesidad de guía, viene uno que nos abrirá la ciudad.