













































Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Prepara tus exámenes con los documentos que comparten otros estudiantes como tú en Docsity
Los mejores documentos en venta realizados por estudiantes que han terminado sus estudios
Estudia con lecciones y exámenes resueltos basados en los programas académicos de las mejores universidades
Responde a preguntas de exámenes reales y pon a prueba tu preparación
Consigue puntos base para descargar
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Comunidad
Pide ayuda a la comunidad y resuelve tus dudas de estudio
Descubre las mejores universidades de tu país según los usuarios de Docsity
Ebooks gratuitos
Descarga nuestras guías gratuitas sobre técnicas de estudio, métodos para controlar la ansiedad y consejos para la tesis preparadas por los tutores de Docsity
Tipo: Apuntes
1 / 53
Esta página no es visible en la vista previa
¡No te pierdas las partes importantes!
La Constitución de 1876 moría en abril de 1931 "sin haber merecido el honor de un comentario" [1]. Es más que probable que tal ausencia reflejara mejor que ninguna otra cosa el hecho de que su vigencia fue siempre un tanto adjetiva. Joaquín Varela recuerda que es mínima su relevancia tanto para el ordenamiento jurídico como para regular la propia realidad política, como mínimo había sido la de sus predecesoras [2]. Carente del carácter normativo que faltó en nuestras constituciones del siglo XIX, también faltó a la Constitución de la Restauración la mínima capacidad de convertirse en elemento de integración política (entre otras razones, porque la clase gobernante de la época nunca pretendió tal integración).
Es verdad, como se señaló en algunos comentarios a la Constitución de 1931 [3] , que el carácter abierto de la de 1876 hubiera permitido que el Parlamento adoptara las medidas que entendiera idóneas para resolver problemas nuevos no previstos por el constituyente. No fueron las insuficiencias del texto lo que impidió la evolución: fue la incapacidad del sistema político lo que llevó a la sustitución de ambos, sistema y texto constitucional, en 1931.
Carlos de Cabo ha puesto de manifiesto que, en el constitucionalismo de post-guerra, el debate Monarquía- República no era una mera discusión sobre la forma de gobierno sino que implicaba una diferencia sobre el régimen político [4] : el problema no era cómo articular formalmente los poderes del Estado, sino cómo permitir una reordenación de los poderes sociales en unas sociedades que quieren arrumbar definitivamente el Antiguo Régimen.
La incapacidad del sistema político de la Restauración para solucionar los problemas de la sociedad española se habían manifestado ya en 1917, fecha que constituye para Tuñón de Lara el punto de no retorno y la manifestación de la crisis estructural del modelo [5]. La huelga general de aquel año manifiesta la importancia del llamado "problema obrero"; la Asamblea de Parlamentarios y el protagonismo de Cambó en su convocatoria expresaban la trascendencia que ha adoptado la cuestión regional (también vasca, pero más específicamente catalana) y, sobre todo, el agotamiento de un sistema, incapaz de encauzar la representación y de atender a las necesidades de amplios sectores políticos, que comienzan, ya entonces, a pensar en Cortes Constituyentes y en República.
Si hubo que esperar todavía catorce años para certificar el fallecimiento del sistema, ello se debió al último intento de salvarlo realizado por la Dictadura de Primo de Rivera, intento llamado al fracaso desde su nacimiento, y que acabó cegando cualquier posibilidad de evolución en un sentido democrático. La retirada del dictador en 1930 supone ya el anuncio cierto del final del régimen y, cuando las fuerzas políticas españolas de carácter democrático se plantean en aquellos momentos la organización constitucional del Estado, ni se les ocurre mantener la vigencia de una Constitución que había sido abandonada por sus propios creadores y beneficiarios.
El planteamiento constitucional de las fuerzas políticas emergentes en 1931 estaba necesariamente vinculado con las tesis del derecho público de su época. El debate constitucional de los años de la postguerra expresaba un tipo de reflexión jurídico- constitucional sin parangón en la historia europea: hay en él algo de búsqueda de
Cortes hubieran definido el modelo de descentralización política regional para el Estado afectó de modo significativo a la actividad de las Constituyentes. A la urgencia de dotarse cuanto antes de un texto constitucional que permitiera acabar con la situación general de transitoriedad se añadía la urgencia de resolver el "problema catalán", lo que aumentó la tensión, limitando aún más la tranquilidad del debate en momento de tanta trascendencia.
Pero, aunque quepa pensar que un más relajado debate hubiera podido perfilar mejor la redacción constitucional, las opciones del constituyente hubieran seguido moviéndose en un ámbito muy parecido al que, de hecho, adoptaron, que era el propio de la cultura política de la época, extraordinariamente influida por el constitucionalismo derivado de Weimar.
He estudiado en otro lugar las características del constitucionalismo posterior a la primera guerra mundial [12] , trabajo cuya sistemática sigo ahora para analizar la relación de nuestra Constitución de 1931 con las de su época.
Al estudiar el constitucionalismo de postguerra, Mirkine Guetzewitch subrayó la trascendencia de su carácter de racionalizador de la vida político-institucional. En el sistema parlamentario inglés, que había venido funcionando implícita o explícitamente como modelo del parlamentarismo continental, el Parlamento carece de cualquier obstáculo constitucional que se oponga a su voluntad. Es verdad que en el continente existían Constituciones escritas, pero ni siempre éstas disponían de mecanismos de reforma dotados de rigidez, ni las definiciones constitucionales disponían de desarrollos tan precisos que recortaran significativamente la libertad del Parlamento.
En el nuevo parlamentarismo, la Constitución perfilaba de modo más detallado el funcionamiento de las instituciones estatales, al tiempo que formalizaba diversos mecanismos que permitían poner de manifiesto y garantizar los aspectos centrales, políticos y jurídicos, de la vida del Estado. Entre los nuevos principios constitucionales, se fortalece el carácter normativo de la Constitución, expresión del pacto social que da lugar al Estado, y que ha de ser norma superior a las restantes del ordenamiento y, por otro lado, se subraya la democracia que se deriva de la afirmación de la soberanía popular.
No es necesario insistir en la importancia que tienen en el constitucionalismo de postguerra los instrumentos que intentan garantizar la normatividad de la Constitución. España era en 1931 (como Alemania en 1918 y, en definitiva, como todos los países que acceden a la democracia tras la Primera Guerra Mundial) un país cuya tradición
constitucional había tenido notabilísimas insuficiencias, tanto en lo tocante a la garantía de los derechos como en lo relativo al funcionamiento de la Separación de Poderes. Por eso se intenta fijar en la Constitución lo que no estaba en los usos constitucionales, y garantizar aquél texto con fuerza normativa superior gracias a la rigidez y a la introducción de un procedimiento que garantizara su supremacía sobre todos los poderes del Estado, también sobre el Parlamento. Así explica Jiménez de Asúa, en su discurso preliminar, la novedad del constitucionalismo de su época, que le lleva a regular cuestiones ajenas a lo que hasta entonces había sido una Constitución, lo que convierte a su parte dogmática en una "parte substantiva", "porque han de ser llevados ahí todos aquellos derechos, aspiraciones y proyectos que los pueblos ansían, colocándolos en la carta constitucional para darla así, no la legalidad corriente, que está a merced de las veleidades de un Parlamento, sino la superlegalidad de una Constitución" [13].
En lo tocante a la reforma, el constituyente de 1931 explicita su carácter de instrumento de defensa de la Constitución, al incluir su regulación en el título IX, junto con las garantías. Como han señalado Contreras y Montero, la comprensión de la reforma constitucional como un instrumento de garantía de la Constitución respondía a los postulados de Adolfo Posada, entonces cualificado miembro de la Comisión Jurídica Asesora, que acoge frecuentemente en su obra este planteamiento [14]. Las Cortes, que apenas definieron límites para la reforma [15] , pretendían no sólo conseguir aquel objetivo general de defensa de la Constitución, sino protegerla especialmente en sus primeros años de vida, para evitar la indefinida prolongación del proceso constituyente. Por eso se definen dos sistemas, gravándose especialmente el procedimiento de reforma que pretendiera hacerse durante los primeros cinco años de vigencia del texto. Tanto uno como otro mecanismo se inspiran en las constituciones históricas españolas que, cuando regulan la reforma (1812 y 1869, además de la "nonata" de 1856 y del proyecto constitucional de la I República), distinguen entre la aprobación del principio de la reforma y la de la reforma concreta, que ha de realizarse por unas Cortes distintas a las que decidieron iniciar el proceso [16].
La exigencia de disolución mereció frecuentes críticas, porque los diputados que decidían iniciar la reforma admitía al mismo tiempo dejar de ser diputados, y "es humano, demasiado humano, el instinto de conservación, y no vale exigir heroísmo colectivos; por lo cual cabe desde ahora predecir que las iniciativas de reforma no se tramitarán hasta las postrimerías de cada Parlamento, o correrán el grave riesgo de sucumbir si se plantean en época anterior" [17].
Desde una perspectiva más estrictamente jurídica, el procedimiento planteaba el problema de los límites en los que habían de moverse las segundas Cortes: si debían meramente ratificar o no lo aprobado por las precedentes o si, definidos por éstas los artículos sobre cuya reforma había de tratarse, podían aquellas establecer libremente la nueva redacción. Ésta fue la postura tempranamente mantenida por Posada [18] , y es la generalmente admitida, aunque no fuera sino porque, como resignadamente hizo notar Pérez Serrano, "¿quién será capaz de frenar a unas Cortes Constituyentes?. Ni ¿qué recurso eficaz cabe contra sus acuerdos, inapelables y soberanos, como lo son los de la Nación misma que las designara?" [19]
Alguna sorpresa despertó la regulación de la iniciativa en materia de reforma, que se deja en las solas manos del Gobierno y de una cuarta parte de los miembros de las
"legislador negativo" que anula, en todo o en parte, las leyes que considere contrarias a la Constitución y que irá asumiendo progresivamente nuevas competencias, como tribunal federal de conflictos y en el campo de la garantía de los Derechos Fundamentales.
Estas ideas inspirarán la regulación del Tribunal de Garantías Constitucionales realizada por el constituyente español de 1931 que recibió, además, otras influencias [28]. Su diseño planteó discusiones, tanto en el debate constitucional [29] como posteriormente [30] y dio lugar a un texto con "suficientes elementos de originalidad como para considerarlo relativamente propio" [31] , pero que ha recibido valoraciones no siempre positivas relativas tanto a sus competencias como a su composición.
Por lo que toca a las competencias, la Constitución establece un amplio y heterogéneo listado que incluye junto a las actuaciones más propias de un órgano de esa naturaleza, otras más discutibles. Entre las primeras se encuentra el recurso de inconstitucionalidad de leyes (art. 121.a), el recurso del articulo 100, que equivale a la actual cuestión de inconstitucionalidad, el de amparo de garantías individuales (121.b), y los conflictos de competencia entre el Estado y las Regiones autónomas (121.d). Algún mayor problema reviste su intervención para valorar la necesidad de que el Estado dicte bases armonizadoras de la legislación regional (art. 19) y, sobre todo, las recogidas en los tres últimos apartados del artículo 121 [32] , que se resienten de la confusión entre el Tribunal de Garantías y un Senado, cuya sombre acompañó con frecuencia al debate obre la conveniencia del Tribunal de Garantías [33]
Los riesgos de politización que se derivaban de alguna de las citadas competencias se multiplicaban dados el elevado número de miembros del Tribunal y el criterio establecido para designarlos, que permite que más de la mitad de sus miembros no tengan formación jurídica [34]. En consecuencia, dicho sea en palabras de Tomás y Valiente, "se comprenderá que el Tribunal no gozara en su breve y agitada vida de gran prestigio" [35].
Los aspectos democráticos propios del constitucionalismo de postguerra se manifiestan en las cláusulas relativas a la titularidad de la soberanía y en el reconocimiento, normalmente constitucional, del sufragio universal, que adquiere verdaderamente tal carácter con la extensión del derecho de las mujeres a votar y ser votadas (proceso discontinuo en el que no siempre desaparecen todas las discriminaciones entre hombre y mujer, tanto en la regulación del sufragio activo como en la del pasivo) [36].
El constituyente español sigue en la materia los planteamientos de la época aunque, en ocasiones, las referidas características de la vida política española explican particularidades merecedoras de algún comentario. Al citarse en el Preámbulo al titular de la soberanía, no se menciona a la Nación española, sino a "España, (que) en uso de su soberanía, y representada por las Cortes, decreta y sanciona esta Constitución". Con ello se abandonaba la fórmula clásica en nuestro constitucionalismo progresista, lo que no dejó de merecer protestas por parte de diversos sectores críticos de una redacción que atribuyeron a influencia o capacidad de presión de los catalanistas [37].
El debate tenía trascendencia en la medida en que expresaba un desacuerdo sobre la forma de Estado que atravesó toda la vida de la Constituyente y habría de tener penosos resultados. En cualquier caso, y a los efectos que ahora nos importan, la Constitución se basa en la soberanía popular y así lo expresa en su artículo 1º al afirmar, tras decir que "España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y de justicia", que "los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo": el pueblo de España, y no la Nación española, es el titular de la soberanía.
Por lo que toca al sufragio, el artículo 36 CE 31 establece que "Los ciudadanos de uno y de otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes", con lo que confirmaba y ampliaba alguna de las modificaciones ya establecidas en el Decreto regulador de las elecciones constituyentes [38]. Idéntica elección por sufragio universal, igual, directo y secreto se establece para la elección de los Ayuntamientos, cuyos alcaldes serán elegidos directamente por aquéllos o por el pueblo (art. 9 CE 31), acabando con la posibilidad de los nombramientos de Alcalde por Real Orden hasta entonces vigente.
La Constitución republicana nada dice del sistema electoral, cuya regulación se deja a la Ley [39] , que no adoptó la proporcionalidad (pese a los primeros planteamientos del constitucionalismo de la época [40] ), sino que reforzó el sistema mayoritario al definir circunscripciones plurinominales [41] , en que los electores podían votar a una mayoría cualificada de los diputados a elegir por su circunscripción, exigiéndose determinados porcentajes de votos para ser elegido en primera vuelta. Se trataba de fortalecer la posición del Gobierno, buscando que pudiera estar suficientemente apoyado por una mayoría parlamentaria.
Los institutos de democracia directa tienen una especial trascendencia en el constitucionalismo de postguerra [42]. Mirkine-Guetzevitch, considera que su acogida constitucional constituye una nueva manifestación de racionalización del poder: en parte, el referéndum sustituye al derecho de disolución de las cámaras, del que se priva al jefe del Estado, al tiempo que es defendido como medio para aplicar los principios democráticos y contrapesar los eventuales excesos del parlamento [43]. También en esta materia es fundamental la aportación de la Constitución de Weimar, que regula un riquísimo elenco de situaciones en las que se recurre al referéndum [44] y su eco, aunque mitigado, llega a nuestra Constitución de 1931. La constatación de los riesgos que podían derivarse de tal institución en momentos de tanta inestabilidad política pudieron aconsejar no incluir ninguna mención al mismo en el proyecto de la Comisión Jurídica Asesora [45]. Fue la Comisión quien lo incorporó, aunque con alcance muy inferior al que tuvo en Weimar.
En su artículo 66, la Constitución de 1931 establece que, cuando lo solicite el 15% del cuerpo electoral, "el Pueblo podrá atraer a su decisión mediante referéndum las leyes votadas por las Cortes". Su ámbito se restringe, y no podrá afectar a la Constitución ni a sus leyes complementarias, a las leyes de ratificación de Convenios internacionales inscritos en la Sociedad de Naciones, a los Estatutos regionales ni a las leyes tributarias. También se prevé referéndum para plebiscitar el texto de los Estatutos de Autonomía, antes de su debate y aprobación por las Cortes.
Acoge también la Constitución otras instituciones conectadas con la democracia directa, como la iniciativa legislativa popular (que ha de ser apoyada por el 15% de los
Como ha señalado Arno Mayer [55] el término de la Primera Guerra Mundial es, en buena medida, el final del Antiguo Régimen. Con el mundo que nace en 1918 desaparece una determinada visión del Estado, de las relaciones políticas existentes en su seno, y se emprende la eliminación de los residuos señoriales subsistentes. En consecuencia, se tiende a definir la separación entre el Estado y las Iglesias y eliminar o reducir los privilegios de éstas, como se eliminan o reducen los de la aristocracia y el ejército, y se señalan tareas al Estado para acabar con aquellas estructuras señoriales (lo que implica, sobre todo, abordar el problema de la reforma agraria y la garantía de recursos suficientes para el campesinado [56] ). Se trata, en definitiva, de una nueva faceta de la racionalización del Estado: "el ideal del Estado de Derecho es el máximum de la racionalización. A medida que la vida entera del Estado está absorbida por el Derecho, y se desprende de todos los elementos extraños al mismo –cuestión de razas, de nacionalidades, dinastías, etc.- este Estado se aproxima al ideal de Estado de Derecho" [57].
Los procesos no son iguales, porque tampoco son iguales los problemas ni el carácter de las fuerzas políticas que dirigen los procesos constituyentes en los distintos países (baste recordar que el artículo 1º de la Constitución de Grecia de 1927 comienza señalando que "La religión dominante en Grecia es la de la Iglesia ortodoxa oriental de Cristo" y concluye afirmando que "Continúa inalterable el texto de las Sagradas Escrituras. Se prohibe en absoluto su traducción a otra lengua sin la previa autorización de la Iglesia" [58] ).
La Constitución de Weimar dedica a la religión un capítulo del título relativo a Derechos y deberes fundamentales del ciudadano alemán, (arts. 135 a 141) donde, entre otros extremos, reconoce la libertad de creencia y de conciencia y afirma que no existe religión de Estado, al tiempo que garantiza a las asociaciones religiosas la propiedad y demás derechos que necesiten para el cumplimiento de sus fines de culto, enseñanza y beneficencia. El constituyente español de 1931 parte del mismo postulado: "El Estado español no tiene religión oficial" (art. 3). La religión no podrá ser fundamento de privilegio jurídico (art. 25) y se garantizan "la libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión" (art. 27). El artículo 26 de la Constitución, (el primero después de la cláusula de prohibición de discriminación que abre el título relativo a "Derechos y deberes de los españoles") regula con algún detalle la posición de las asociaciones religiosas, y lo hace con elementos más cercanos a la, en este aspecto, extremosa Constitución de México [59] que al equilibrio con que se tratan estas cuestiones en Weimar, (lo que sólo sirvió para deslegitimar a la República ante muy significativos sectores de la opinión católica que, desde el mismo proceso constituyente, impulsaron la demanda de un proceso de reforma constitucional, contribuyendo a minar la estabilidad del régimen) [60]. La incapacidad de los constituyentes de "sobrevolar la cuestión de la relación con la Iglesia católica para abordar los derechos de libertad en materia de religión", y la actitud hostil adoptada hacia la Iglesia determinó, dice Tomás y Valiente, "si no el fracaso de la República, sí el aumento de sus dificultades" [61].
Pese a que en el debate en Comisión se acabara rechazando la propuesta de que se disolvieran todas las órdenes religiosas y se nacionalizaran sus bienes [62] , el artículo 26 finalmente aprobado prohibe a las administraciones públicas mantener, favorecer o auxiliar económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas; disuelve la Compañía de Jesús, nacionalizando sus bienes, así como aquellas otras órdenes "que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado"; declara a todas las órdenes religiosas incapaces para adquirir o conservar más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos, y les prohibe "ejercer la industria, el comercio o la enseñanza". Las órdenes religiosas están sometidas a todas las leyes tributarias del país, han de rendir cuenta anualmente al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la Asociación, y sus bienes podrán ser nacionalizados.
Por lo que afecta a las otras cuestiones citadas, se seguía el ejemplo de Weimar: la Constitución señala que "el Estado no reconoce distinciones ni títulos nobiliarios" (art. 25), limita la jurisdicción militar al ámbito castrense y abole "todos los Tribunales de honor, tanto civiles como militares" (art. 66) [63]. En el momento en se producen los primeros reconocimientos generales de la objeción al servicio de armas, (inicialmente por motivos de conciencia personal y, en este mismo período, progresivamente desvinculados de la protección de la libertad religiosa [64] ), el constituyente español de 1931 no la reconoce expresamente, pero abre la puerta a tal posibilidad, al señalar en el artículo 37 que "el Estado podrá exigir de todo ciudadano su prestación personal para servicios civiles o militares, con arreglo a las leyes".
También podemos incluir en este apartado, por lo que evocan al Antiguo Régimen, las hasta entonces subsistentes discriminaciones por razón de nacimiento, que son derogadas constitucionalmente. La afirmación constitucional de que la naturaleza, la filiación o el sexo no podrán ser fundamento de privilegio jurídico (art. 25), se concreta en el artículo 43 con disposiciones relativas a la igualdad de los hijos con independencia de su legitimidad o ilegitimidad y del estado civil de los padres [65] , además de preverse la investigación de la paternidad (disposiciones recogidas con más contundencia que en Weimar, que sirve de inspiración a algunas afirmaciones de este artículo 43, aunque no prevea otras, como la investigación de la paternidad).
Esta nueva consideración de la persona se manifiesta en una diferente regulación de sus derechos. Se mantiene el significado de las viejas declaraciones, y se amplía el elenco de derechos atendiendo a nuevos problemas y acogiendo nuevas aspiraciones. "Desde la Constitución mejicana de 1917, la Constitución rusa de 1918 y la Constitución alemana de 1919, se engrandece el territorio de los derechos del hombre de una manera extraordinaria, y van a parar ahí no sólo los derechos individuales, sino los derechos de las entidades colectivas: sindicatos, familia, etc.". Junto a ello, se busca garantizarlos: "lo que pretendemos es que no sean declamaciones, sino verdaderas declaraciones, y por ello no basta con ensanchar los derechos, sino que les damos garantías seguras: de una parte, la regulación concreta y normativa; de otra, los recursos, de amparo y las jurisdicciones propias para poderlos hacer eficaces" [66].
41). Falta un reconocimiento positivo de la propiedad y una definición constitucional que subordine su contenido a las leyes, como existía en Weimar [72] , se incluía en el anteproyecto de la Comisión Jurídica Asesora [73] , y existe en nuestra Constitución de 1978, pero se produce una idéntica subordinación de la propiedad a "los intereses de la economía nacional" o a la "utilidad social", lo que permite una expropiación que, incluso, podrá hacerse sin indemnización cuando una ley aprobada por mayoría absoluta de las Cortes lo admitiera (exigencia de mayoría absoluta que no recoge el art. 153 de la Constitución de Weimar).
El debate sobre esta materia es de gran riqueza [74] y su resultado expresa, en definitiva, la aceptación generalizada del principio de que "la propiedad obliga" [75] o, quizá mejor, que "la propiedad ya no es el derecho subjetivo del propietario, es la función social del detentador de la riqueza" [76]. La redacción final supone una significativa modificación del proyecto de la Comisión Parlamentaria, de contenidos mucho más socializantes [77] , pero concluye en la constitucionalización de los instrumentos de intervención del Estado en la economía previstos en Weimar: posibilidad de socializar la propiedad (si las Cortes lo acuerdan por ley aprobada con mayoría absoluta) o de nacionalizar los servicios públicos y las explotaciones que afecten al interés común, cuando la necesidad social lo exija, y capacidad del Estado para "intervenir por ley la explotación y coordinación de industrias y empresas cuando así lo exigieran la racionalización de la producción y los intereses de la economía nacional".
La Constitución española de 1931 no entró en la definición de muchas materias presentes en la de Weimar, y remite a la ley la regulación de las numerosas cuestiones que vincula con "las condiciones necesarias de una existencia digna" que "la República asegurará a todo trabajador" (art. 46) [78]. Se detallan algunos aspectos específicos de los campesinos, así como a los pescadores (artículo 47), pero sin concretar instrumentos de participación, como los Consejos Obreros de empresa, circunscripción, Consejo Supremo del Trabajo o Consejo Supremo de Economía, previstos en la Constitución alemana.
El apartado relativo a cultura sienta las bases para la protección por el Estado de "toda la riqueza artística e histórica del país" (art. 45), y define las líneas básicas del derecho a la educación: sistema de escuela unificada, enseñanza primaria gratuita y obligatoria, puesta a disposición de los españoles económicamente necesitados de medios para acceder a todos los grados de enseñanza, "a fin de que no se halle condicionado más que por la aptitud y la vocación", enseñanza laica que "hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana" (artículo 48). Como ha señalado Pérez Ayala, la polarización de la sociedad española en materia religiosa, impidió que el debate constituyente se centrara en los aspectos que "pueden ser considerados como los propiamente sociales del derecho de educación, tales como la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza o la garantía del acceso a los grados superiores del sistema educativo [79] ", cuestiones que acaban incluyéndose en el texto constitucional sin apenas discusión, mientras la polémica sobre el carácter laico de la enseñanza centra el debate constitucional en materia de educación [80].
Otro tema, también relacionado con el derecho a la educación, aunque ajeno a su núcleo, provocó tensa polémica. El capítulo relativo a "Familia, Economía y Cultura" acaba con dos artículos en virtud de los cuales la expedición de títulos académicos y
profesionales corresponde al Estado, (art. 49) pero las Regiones autónomas podrán organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas (art. 50). El debate sobre esta última cuestión fue, posiblemente, uno de los más intensos de la constituyente. Bajo la sutileza de las contrapropuestas se planteaba, sobre todo, la posibilidad, no cerrada por el texto constitucional, de que las Regiones autónomas con competencias estatutarias en materia de educación pudieran marginar la enseñanza en y del castellano, o reducirla a niveles mínimos, y que, particularmente, tal marginación se realizara en la Universidad, toda vez que la Constitución obliga a usar el castellano "también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las Regiones autónomas", pero no en la universitaria. Aunque la Constitución preveía que el Estado pudiera mantener en las Regiones "instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República" fue intensa y prolongada la oposición a este artículo 50 CE 31. [81]
Definidos con amplitud los derechos, garantizados los individuales a través de mecanismos jurídicos entre los que se incluye la importante novedad del amparo constitucional, se atribuye al Estado la tarea de velar por las categorías de ciudadanos que pueden tener necesidades especiales. En la medida en que "toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional" (art. 44 CE 31) la Constitución habilita al Estado para intervenir en la economía, el trabajo o la cultura, y define los instrumentos que podrá utilizar para ello.
No cabe terminar este apartado relativo a los Derechos sin mencionar la regulación constitucional de la suspensión de Derechos, ámbito en el que, nuevamente, se manifiesta el carácter garantista de la Constitución de 1931. El artículo 42 define un procedimiento de suspensión que se inscribe dentro de lo que Fernández Segado llama “sistema de declaración por el Ejecutivo con ratificación o control posterior del Legislativo” [82] : la Constitución enumera taxativamente los derechos que pueden ser suspendidos, califica el presupuesto habilitante de su suspensión (que lo exija la seguridad del Estado, en casos de notoria e inminente gravedad), deja en manos del Gobierno la declaración, pero las Cortes habrán de resolver sobre dicha suspensión. Si estuvieran cerradas, el Gobierno deberá convocarlas en el plazo máximo de ocho días, quedando convocadas automáticamente al noveno día, si aquél no lo hiciera. No pueden ser disueltas "antes de resolver mientras subsista la suspensión de garantías" y, si ya lo estuvieran, sus funciones serán asumidas por la Diputación Permanente. La suspensión, que no podrá exceder de treinta días, necesitará acuerdo previo de las Cortes (o de la Diputación Permanente) para prorrogarse.
El sistema, más cuidadoso que el de Weimar [83] , planteó, sin embargo, problemas, por la vigencia constitucional que la disposición transitoria segunda de la Constitución otorgó a la Ley de Defensa de la República, "mientras subsistan las actuales Cortes Constituyentes, si antes no la derogan éstas expresamente". La incompatibilidad de ésta ley y el contenido de la Constitución mereció justificadas críticas a esta adicional, en vigor hasta la aprobación de la Ley de Orden Público de 28 de junio de 1933. Me limito aquí a dejar constancia de ello, remitiéndome, por lo demás, al excelente trabajo de Francisco Fernández Segado sobre esta materia [84]
Parlamento, y emprende una no fácil definición de la posición del Presidente de la República al que se intenta configurar como un Pouvoir neutre entre aquéllos.
El debate sobre el carácter monocameral o bicameral del Parlamento dividió a la doctrina y a los constituyentes españoles como a sus homólogos europeos. En una época en que el argumento democrático apoyaba la existencia de una sola cámara que expresara la única voluntad general [98] , y en un país donde no existe una estructura federal que pudiera justificar un Senado de este carácter, no extraña la opción final del constituyente por las Cortes unicamerales.
Sin embargo, la figura del Senado aparece tempranamente en el Anteproyecto de la Comisión Jurídica Asesora, vinculada con los diversos instrumentos de representación más o menos corporativa presentes en Weimar (Consejos Obreros y Consejo Económico del Reich) y, particularmente, en Austria, donde le reforma constitucional de 7 de diciembre de 1929 sustituyó el Consejo Federal (Bundesrat) por el Consejo de los Países y Profesiones (Länder und Ständerat), dividido en sendos Consejos con la composición aludida por su nombre, el segundo de los cuales, cuyos miembros y principio de organización se regularían por una ley constitucional federal, está integrado por representantes de agrupaciones profesionales [99].
Tales planteamientos son recogidos en la doctrina española particularmente por Posada [100]. Su influjo es manifiesto en el Anteproyecto de la Comisión Jurídica Asesora, donde se prevé una segunda cámara "que representa los intereses sociales organizados" [101]. Pero el Senado desaparecería en la tramitación posterior.
No hubo demasiadas reticencias ante la redacción constitucional en esta materia. Sin embargo, la dinámica parlamentaria abierta ya en la constituyente acabó despertando críticas a un Congreso con "tendencia a la plenitud del poder, nacido de que el Gobierno está sometido a la Cámara y hasta tiene jurisdicción que alcanza al Presidente de la República" [102]. La inestabilidad y tensiones generadas por la práctica parlamentaria de un legislativo fragmentado y radicalizado llevaron a plantear la conveniencia de frenarlo mediante una segunda Cámara. El proyecto de reforma constitucional presentado en 1935 exagera los males del monocameralismo y ve en el Senado una especie de bálsamo de Fierabrás susceptible de solucionarlos y de suplantar, incluso, al Tribunal de Garantías Constitucionales, cuya función de control de constitucional podría asumir. [103] Pero, como es obvio, los males de la República no procedieron de un incorrecto diseño constitucional del Parlamento sino, sobre todo, de un sistema de partidos que "se acercó mucho a la situación de pluralismo atomizado". La excesiva fragmentación, que se prolongó hasta los últimos días de la República [104] expresaba y provocaba una situación de imposible consenso en la que nada puede hacer la mejor Constitución [105].
La regulación constitucional de las Cortes, por otra parte, no se separa sustancialmente del constitucionalismo democrático de su época. Se trata de un legislativo fuerte, capaz de exigir responsabilidad política al Presidente de la República y al Gobierno, y dotado
de instrumentos para evitar la inacción de ésos en la convocatoria de sesiones o de elecciones: la Cámara se reúne sin necesidad de convocatoria en las fechas previstas en la Constitución (art. 58) y, aun cuando estuvieran disueltas, vuelven a constituirse si el Presidente no cumple, dentro del plazo, su obligación de convocar nuevas elecciones. Siguiendo la pautas de las Constituciones alemana, austríaca o checoslovaca, se instaura la Diputación Permanente para suplir al Congreso cuando no estuviera reunido [106]. La regulación constitucional de tal Comisión, "compuesta, como máximo, de 21 representantes de las distintas fracciones políticas" (art. 62), expresa, también, los signos de los tiempos y supone la primera constitucionalización (¿sólo implícita?) de los partidos políticos en nuestro constitucionalismo. Por otra parte, y equilibrando el peso del Gobierno en materia presupuestaria, los Presupuestos del Estado, elaborados por las Cortes, no requerirán la promulgación del Jefe del Estado.
La Cámara dispone de iniciativa legislativa, aunque ésta se ejerce "principalmente" (art. 90 CE 31) por el Gobierno [107]. Una vez aprobado el texto por el Congreso, el Presidente de la República lo promulgará, pudiendo solicitar, mediante mensaje motivado, una nueva deliberación de la Cámara (siempre que ésta no hubiera declarado urgente la ley por mayoría de dos tercios de los votos emitidos). Las Cortes podrán levantar este veto suspensivo por idéntica mayoría de dos tercios. Como hemos señalado, también podría el pueblo, mediante referéndum abrogativo, rechazar una ley aprobada por las Cortes.
La Constitución prevé la delegación legislativa, pudiendo el Congreso autorizar al Gobierno "para que éste legisle por decreto, acordado en Consejo de Ministros, sobre materias reservadas a la competencia del Poder legislativo", quien señalará las bases que ha de respetar la legislación delegada, que en ningún caso podrá servir para autorizar aumento de gastos (artículo 61 CE 31). La regulación suponía, como ha señalado Vírgala Foruria, permitía reducir los abusos en la concesión del "sistema de las autorizaciones" propio del parlamentarismo precedente [108]. La legislación de urgencia en situaciones de excepcionalidad es atribuida al Presidente quien, "cuando no se halle reunido el Congreso (…), a propuesta y por acuerdo unánime del Gobierno y con la aprobación de los dos tercios de la Diputación permanente, podrá estatuir por decreto sobre materias reservadas a la competencia de las Cortes, en los casos excepcionales que requieran urgente decisión, o cuando lo demande la defensa de la República" (artículo 80 CE 31). Los requisitos exigidos para dictar estos Decretos- Leyes, cuya vigencia estaría limitada al tiempo que tarde el Congreso en resolver o legislar sobre la materia, los configuran como una medida "excepcional" y "que no puede prodigarse" [109] , distinta de la que ha tenido posteriormente en nuestra Constitución de 1978.
Por lo que respecta al Poder Ejecutivo, valga la mención del carácter dual que todavía mantiene, particularmente en Weimar, con un Presidente de la República que es cabeza del Ejecutivo al tiempo que Jefe de Estado [110].
parlamentaria propuesta por la Comisión Jurídica Asesora y la elección por sufragio universal acogida en el proyecto [116]
Fueron varias las ideas presentadas sobre sistemas de elección por unas Cortes ampliadas y, tras desechar añadir al Congreso a representantes elegidos por los ayuntamientos [117] o por las Asambleas Regionales [118] , se opta finalmente por una elección realizada conjuntamente por las Cortes y un número de compromisarios igual al de diputados elegidos por el pueblo. El mecanismo permite confirmar al Presidente de la República como Jefe del Estado y como institución que "personifica a la Nación" (art. 67 CE 1931), y tendrá ecos en la Constitución italiana de 1947, que también señala que el Presidente "representa la unidad nacional" (artículo 87) y es elegido por un procedimiento que, si se separa significativamente del republicano español, lo utilizó probablemente como elemento de contraste [119].
La definición constitucional del Presidente de la República le atribuye competencias de enorme trascendencia [120]. Sus atribuciones "son las que permiten crear una institución fuerte (a la americana) o débil (a la francesa)", pero el procedimiento de elección y la subsiguiente carencia de la legitimación democrática que le hubiera conferido la elección popular directa, así como el establecimiento los mecanismos del sistema parlamentario y, en particular, la exigencia constitucional del refrendo, definen una magistratura "más bien débil y que no podrá hacer frente a las Cortes", al margen de la mayor capacidad de maniobra que pudiera tener un Presidente "hábil y enérgico" [121].
Por lo que afecta a los mecanismos del sistema parlamentario, es claro que la capacidad del Presidente de la República para designar libremente al del Gobierno está condicionada por la responsabilidad política de éste y de los ministros ante el Congreso. La competencia presidencial de disolución se ve, por otra parte, limitada por la Constitución: ha de ser realizada mediante decreto motivado y, para evitar los excesos cometidos durante la Monarquía, no puede ejercerse más de dos veces en cada mandato presidencial (además, la primera actuación de las nuevas Cortes tras la segunda disolución será analizar aquél decreto, derivándose de su voto desfavorable adoptado por mayoría absoluta la destitución del Presidente).
No es ésta la única vía para exigir responsabilidad política al Presidente, que podrá ser destituido, a propuesta de las tres quintas partes de los miembros del Congreso, si así lo decide la mayoría absoluta de la asamblea formada por las Cortes ampliadas con los compromisarios elegidos en la forma prevista para la elección de Presidente (art. 82 CE 1931). El mecanismo repite el procedimiento establecido en el artículo 43 de la Constitución de Weimar (con la lógica diferencia derivada del distinto modo de elegir presidente en una y otra Constitución: en el caso alemán, la decisión última corresponde al pueblo mediante plebiscito, a propuesta de los dos tercios de miembros del Reichstag).
Junto a ello, la Constitución acoge un impeachment para exigir la responsabilidad penal del Presidente, "criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales". A diferencia del texto de Weimar, que se limitaba a señalar que "el Presidente del Reich no puede ser perseguido criminalmente sin el consentimiento del Reichstag" (art. 43), el artículo 85 CE 1931 regula las bases de un procedimiento que comienza a iniciativa del Congreso (por mayoría de tres quintos)
ante el Tribunal de Garantías Constitucionales. La sola admisión de la acusación por parte de éste implicará la destitución del Presidente, procediéndose una nueva elección mientras la causa sigue sus trámites. (La no admisión acarreará la disolución del Congreso) [122].
La explícita introducción de mecanismos de exigencia de responsabilidad política, sea en el particular caso de una segunda disolución anticipada del Congreso o en el más general del recall, contrastan de modo notable con la exigencia constitucional de refrendo, en cuya virtud "serán nulos y sin fuerza alguna de obligar los actos y mandatos del Presidente que no estén refrendados por un Ministro" (artículo 84 CE 1931).
La posibilidad de exigir responsabilidad política a un Presidente de cuyos actos responde el ministro que los refrenda pudiera quizá explicarse en Weimar, dados el temprano entusiasmo por los instrumentos de democracia directa y, sobre todo, por los mayores riesgos de concentración de poder en un mandatario elegido por sufragio universal, pero no es fácil de entender en España. Parece como si el constituyente no tuviera claro cuál había de ser el papel del refrendo en un sistema republicano, donde la legitimación democrática del Presidente parecería habilitarle para adoptar decisiones propias, de las que pudiera derivarse responsabilidad.
De hecho, no faltaron debates sobre en sentido del refrendo tanto en las Cortes, constituyentes y ordinarias, como en la doctrina. Por lo que respecta a ésta, valga la cita de Pérez Serrano, para quien la exigencia de refrendo no parecía necesaria en un sistema republicano en que puede residenciarse al Jefe de Estado cuando delinque. Pese a la inequívoca redacción del artículo 84, nuestro autor se preguntaba por la posible existencia de excepciones a la regla general del refrendo, entre las que pudieran estar, sobre todo, la interposición del veto presidencial, pero también la disolución de Cortes y el nombramiento y disolución del Gobierno [123]. El tiempo confirmó que no se trataba de preguntas retóricas, pues las dos primeras cuestiones se plantearon en la práctica.
Por lo que afecta a la necesidad de refrendar el veto presidencial, la duda se planteó ya en la constituyente [124] , y tuvo especial trascendencia en el debate sobre la Ley de Amnistía, en 1934. Alcalá-Zamora pretendió devolverla al Congreso, pero ningún ministro quiso refrendar la devolución, lo que obligó al Presidente a promulgarla, aunque acompañando al texto con un largo escrito en que exponía sus críticas y diferencias con la ley [125]. En la discusión parlamentaria sobre el tema, hubo acuerdo en que el veto presidencial necesitaba refrendo ministerial pero, como ha dicho Tomás Villarroya, parecía considerarse "que tal exigencia era un defecto de la Constitución que quizá convendría corregir" [126]. De hecho, el Proyecto de reforma constitucional de julio de 1935 así lo intentó, porque "el veto debe entenderse que es independiente del refrendo, que no debe de exigirse en el caso de atribuciones privativas del Presidente de la República" [127].
Idéntica fue la actitud de los autores del proyecto de reforma en materia de disolución de las Cortes, donde consideraban "excesivamente restringida esta facultad presidencial, con daño posible de la voluntad popular" [128]. Al margen de estos deseos de ampliar aquellas atribuciones privativas excluidas de refrendo [129] , ha de subrayarse la paradoja de que la eventual responsabilidad derivada de la disolución no se transmite al