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el uso de los poderosos, Resúmenes de Política Económica

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Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 30/08/2023

javier-alexander-montana-sanchez
javier-alexander-montana-sanchez 🇨🇴

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La vida de Malena era casi perfecta hasta que, el día antes de su boda, su futuro marido le comunica que su relación ha sido una equivocación y que no va a casarse con ella. Hundida en la más profunda de las tristezas, acepta el plan de Vicky, su mejor amiga, que la anima a aprovechar el viaje de novios y tomarse unas vacaciones juntas. Lo que ella no imagina es que ese viaje cambiará su vida para siempre, pues allí conocerá a Donatello, un descarado italiano de preciosos ojos verdes que la desconcierta por completo. Con una amiga dispuesta a todo, una extensa familia italiana, muchos malentendidos, mentiras, un volcán y una ardiente pasión, Malena tendrá que lidiar con sus sentimientos y con un futuro incierto. ¿Será capaz Donatello de hacerle abrir los ojos?

Título original: Ni tú eres un príncipe ni yo he perdido un zapato Patty McMahou, 2019 Editor digital: Titivillus ePub base r2.

Índice de contenido

Cubierta Ni tú eres un príncipe ni yo he perdido un zapato Dedicatoria Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Epílogo Epílogo 2 Agradecimientos Nota de la autora Sobre la autora

a miro con cara de incredulidad. He pasado toda la maldita noche llorando como una Magdalena para que ahora ella me venga con semejante tontería. Me duelen los ojos, la nariz me escuece de las veces que he usado el pañuelo para quitarme los asquerosos mocos que no dejan de salir, y la cabeza… ¿qué decir de ella? Sólo quiero que alguien, quien sea, llegue con un hacha bien afilada y me la corte. Me duele, simplemente me duele. Pero ¿cómo coño tendría siempre ese tipo de ideas? Me duele el alma, me duele la vida, me duele el cuerpo. No me puede estar pasando esto a mí, a mí que he soñado con el momento princesa desde que tenía diez años. Y ahí está el vestido, colgado, mientras yo, con los ojos rojos como dos picaduras de mosquito tigre, lo miro con cara de pena y de asco. Tan blanco, tan bonito, tan caro y tan de… —¡Eres gilipollas! —le grito finalmente a mi amiga. —Relaja la raja, colega —responde ella—. Me has tenido toda la noche despierta escuchando tus lamentos, tus quejidos, tus —pone una cara melodramática— «¿Por qué a mí? ¡Oh! ¿Por qué? Con lo felices que podríamos haber sido los dos»… —Bueno, es que… —Nada, ni mu. —Victoria levanta un dedo y me señala muy seria—. Está decidido, está pagado y vamos a irnos tú y yo. —¿Y si le da por cancelarlo? —me quejo cual Dolorosa. —Me cago en toda su familia si al mamón ese le da por cancelar una mierda. —Y hace una cruz con el pulgar y el índice y se los lleva a los labios para besarlos—. Por mis muertos que no mueve un dedo. Como que me llamo Vicky Malache que no mueve ni el bigote ese de mierda. —A mí me gusta —veo la mirada que me echa mi amiga—, me gustaba. —Qué hostia tienes, Malena. —Y, dicho esto, Vicky sale de la habitación dejándome sola y, de nuevo, llorando la desgracia de que no sea hoy el día de mi boda. Cuando Victoria, con paso firme y sereno, llega al salón, donde se encuentran mis padres, mi abuela del pueblo, los dos de Madrid y la insulsa de mi prima, que vino desde Londres hace tres días y se aloja en el pequeño piso en el que ellos residen, mi madre se levanta preocupada. —¿Cómo está? —¿Por qué tuvisteis que llamarla Magdalena? —plantea Vicky con cara de enfado—. Está igualita que la de la película de Mel Gibson. —Se llama Malena —la corrige mi madre. —¿Y eso de qué viene, de María de las Angustias Fuertes? Porque ese sí que le pega mucho —responde Victoria sin cortarse un pelo. —Sí, viene de Magdalena, pero se llama Malena —dice sereno mi padre, antes de que mi abuelo Joaquín meta baza pensando en lo suyo. —¿Así de guapa como la Monica Belucci esa de los anuncios de ropa interior? —suelta. —No, como la Loren, que te pega más por la edad —le responde Vicky ya un poco cansada de tonterías familiares. —A ver, ¿tan mal está la pobre? —pregunta mi padre. —Ya os lo podéis imaginar, la han dejado plantada el día antes de su boda por un antiguo amor. —Mi amiga suspira, coge un vaso de encima de la mesita del centro y echa un poco de café mirando a mi abuela del pueblo, Antonia. Ésta la comprende inmediatamente y se levanta despacio para ir al armario del saloncito, que sirve de mueble bar. Saca una botella de anís y se la pasa directamente a Victoria, que le echa un buen chorro al café. —¿No te va a sentar mal? —le espeta mi prima de Londres sin levantar la mirada de su móvil. Vicky ni le responde; casi mejor, porque probablemente le hubiera quitado el móvil del sopapo que le habría soltado. Así que, sin hacer caso a nadie, remueve un poco el contenido del vaso y se lo echa al

gaznate de un tirón. Su cara es un verdadero poema; cierra los ojos con fuerza y menea la cabeza un par de veces antes de volver a hablar. —Nos vamos de viaje de novios. —Victoria alarga la mano para coger un trozo de bizcocho. —¿No crees que el novio habrá cancelado el viaje? —oigo que dice mi padre. —Ya te digo yo que ese cacho de carne con ojos no lo va a cancelar. —Victoria se levanta de la silla, se saca el móvil del bolsillo trasero y se dirige hacia el cuarto de baño. —¿Crees que debería entrar a ver a la niña? —Mi madre habla con mi padre. Lo imagino cerrando los ojos lentamente y negando con la cabeza mientras le aconseja: —Dale tiempo. Yo aún sigo llorando en la habitación, mientras miro el bonito vestido de novia colgado en el armario. Son las nueve de la mañana y a las doce debía entrar en la iglesia del brazo de mi padre. Él impecablemente vestido con un chaqué hecho a medida, regalo de mi novi… exnovio, y yo a su lado, sonriendo con el velo tapándome la cara, como manda la tradición. El pasillo hasta el altar estaría decorado con flores blancas y lilas y, de fondo, sonaría el canon de Pachelbel en el interior hasta que llegáramos a la altura de mi novi… exnovio. Y allí pronunciaríamos el «sí quiero», nos convertiríamos en marido y mujer y disfrutaríamos de una bonita vida, llena de niños y alegrías. Pero no, yo sabía que algo le pasaba desde hacía algunas semanas. Quizá hasta desde algunos meses atrás. Llevaba un tiempo raro. Que si no podía quedar porque andaba con los preparativos de la boda, que si su familia había decidido hacer algo a última hora y yo no debía enterarme porque era una sorpresa, y luego, cuando nos veíamos… lo de los cariñitos, los besos, y no digo lo de tener sexo, brillaba por su ausencia. Algo le pasaba. Y ese algo tenía nombre y apellidos. Cuando sonó el teléfono ayer a las diez de la mañana, sus llantos se oían desde lejos. Pero no eran de tristeza, sino casi más bien de liberación cuando me contó que no podía continuar con nuestra boda, que por mucho que lo había intentado no estaba enamorado de mí y que, sintiéndolo mucho, debíamos dejarlo. Fue la última vez que hablé con él antes de que la estirada de su madre, desde su maravillosa casa de La Moraleja, me lo contara todo con pelos y señales. Realmente no me hacía falta saber que desde hacía unos meses Juan Pedro, que es como se llama mi novi… exnovio, por «casualidades de la vida» volvió a encontrarse con una antigua amiga del bachillerato. Carmina, mi ex futura suegra, me explicó bastante bien que en realidad fue en una fiesta organizada por ellos mismos por no sé qué acto benéfico al que no tuvieron a bien invitarme. Bueno, lo de siempre con su familia, que nunca han visto con buenos ojos que su hijo saliera con alguien de mi clase. ¡Mi clase! Una chica de barrio, cuyos padres tuvieron que trabajar mucho y sacrificarse para darle la mejor de las educaciones en una universidad privada. Pero bueno, eso es otra historia. La cuestión es que aquella señora, de estirado cuello, pendientes perlados, collar igualmente nacarado y la cara un poco paralizada por el bótox, me dijo que, desde entonces, su hijo y Piluca, que es como se llama la ínclita, volvieron a verse de vez en cuando… Hubo un momento en aquella conversación, que repito que no necesitaba, en que desconecté de lo que me estaba contando, y creo que hasta colgué el teléfono. Pero lo que me quedó perfectamente claro fue que el que iba a ser mi marido, desde hacía varios meses me los estaba poniendo con una antigua novia del centro de estudios ese privado al que iba, y que no quería casarse conmigo porque ella era el verdadero amor de su vida. Patético, ¿no? Lo del patetismo lo digo por mí. Por la pobre chica de barrio que pensó que había tenido la suerte de que el amor de su vida fuera un rico heredero de una inmensa fortuna. No, no soy una buscarricos, en realidad todo sucedió por pura casualidad. Fue una tarde de invierno en segundo de carrera, cuando algunos compañeros, los que compartíamos coche y gastos de gasolina, estábamos en el bar de la facultad tomando unas cervezas y echándonos unas risas, pensando qué casa estaba vacía ese fin de semana para seguir allí con las birras. Juan Pedro no paraba de mirarme y yo pensé, como siempre, que sería porque estaba horrible. Sí, solía ir con vaqueros y camiseta a clase, no como todas las pijas que por allí andaban con sus pantalones pitillo, camisa blanca, collar de perla —muy de la época— y jersey a rayas —muy Hombres G todo, qué le vamos a hacer—. Pues eso, que no me quitaba el ojo de encima y, finalmente, cansada de sus miraditas y envalentonada por las tres cervezas que llevaba, me acerqué a preguntarle «¿Y tú de qué vas?». El pobre se puso colorado como un tomate y, casi por lo bajo, me dijo que iba donde yo quisiera, porque lo que tenía ganas era de invitarme a cenar. Así que la que se puso colorada como una lata de refresco fui yo y lo demás son diez años de historia tirados por la borda.

Yo me escondo dentro de la habitación, cerrando la puerta y dándole un sorbo a la botella que creía que estaba llena de ron. Tal como entra en mi boca, el líquido sale por ella como si fuera el mismo volcán Eyjafjallajökull, sí ese de Islandia que no hay bemoles de pronunciar de corrido. Vuelvo a mirar la botella, el mamón de mi padre ha cambiado el ron por… ¿por qué leches lo ha cambiado? Esto es asqueroso, ni siquiera se puede beber. ¿Será capaz de haberle echado…? —¡Papááááááááááááááá! —En el salón oyen mi grito casi desesperado. Él mira a mi madre sonriendo: —¿Lo ves? Ahora saldrá de ahí y al fin empezará a decir algo, aunque sea feo. Abro la puerta. Se va a enterar de lo que vale un peine… «A mí no se me hace eso, papá. A mí no se me quita el alcohol, aunque sea ron asqueroso».

n viaje siempre es el principio de una nueva aventura. Cuando se emprende, siempre lleva uno metida en la maleta la ilusión del destino, de las cosas nuevas que conocerá, de las situaciones que vivirá y, sobre todo, la alegría de ir con alguien con quien siempre habías deseado viajar a ese lugar. Pero no, yo estaba en el aeropuerto, esperando a que Vicky saliera del servicio, adonde había ido por quinta vez. «Nerviosa —me decía—, los aviones me ponen nerviosa». Nerviosa estaba yo, porque no sabía qué narices estaba haciendo en el aeropuerto el día después de mi «no boda» con mi nov… exnovio. Creo que nunca voy a acostumbrarme a no pensar en él como parte de mi existencia. De diez años de mi vida, de nuestra vida. Joder, que yo ya me veía como una instagramer de esas que se pasan el rato colgando fotos de su perfecta vida, de sus perfectas casas, de sus perfectos desayunos y de sus preciosos hijos… Volví a mirar al suelo enfadada, sin entender por qué me había dejado convencer por aquella loca para hacer un viaje que no era para nosotras, sino que había sido planificado para nosotros dos. Un «nosotros» que se había ido a la mierda justo el día antes de casarnos. Piluca. «Su amor de juventud», me dijo su madre. Cabrones los dos. —¿Me das un chicle? —me pidió mi amiga. —Nunca llevo chicles, lo sabes de siempre —contesté enfadada. —Bueno, hija, era por entablar conversación, pero si vas a estar así todo el viaj… —Se quedó con la boca abierta al ver pasar por delante de ellas un chico que le encantó—. ¿Has visto? —¿Qué? —Yo sólo miraba la punta de mis pies. —Eso. —Codazo en todas las costillas—. ¿Tú-has-vis-to-e-so? Remarcaba las palabras despacio, como si yo fuera un poquito lerda o lenta o lo que fuera. Pero sí, parecía saborearlas mientras me las decía. Yo ni miré. «¡Para! ¡Se acabó!», solté por dentro, como si fuera la mismísima María Jiménez en su famosa canción. Para mirar tíos estaba yo. Yo estaba para llorar y no parar de hacerlo hasta que el sol se consumiera. El amor de mi vida me había dejado por ¡Piluca! ¿Qué puñetero nombre era ése? Piluca… Sólo faltaba que tuviera una hermana que se llamara Kuqui y otra Cuca. Victoria era de enamoramiento automático. Sí, de las que veían a un hombre guapo, o no, y si a ella le parecía el hombre más bello del planeta, se lo comía. Pobres, a mí me daban hasta pena. Bueno, algunos no, que eran idiotas y se creían con derechos después de un buen meneo. Pero, vamos, ¿quién era yo para hablar de eso si había estado enamorada durante diez años de un hombre que me había dejado el día antes de nuestra boda? Hala, ya estaba. Otra vez llorando y sin darme cuenta. Sin darme cuenta no, dándome cuenta e intentando esconder las lágrimas detrás de unas gafas de sol dignas de una folclórica que quisiera escapar de los fotógrafos. De esas que impiden que se vean los ojos, reflejan la luz y además son gigantes. Pero temo que el movimiento de mis pulmones me delató y ahí estaba otra vez ella. —Malena, por favor. —Victoria me acarició la espalda como si de un perrito se tratara—. Ya está, ya ha pasado. No podemos hacer otra cosa más que dejarlo ir. —No puedo, Vicky, de verdad, no puedo. —Lo había intentado por todos los medios. Bueno, todos no, que me escondieron todo el alcohol que había en la casa. Aunque yo sabía que mi abuela se estaba metiendo lingotazos de anisete, que se olía en el salón. Pero no, nadie tuvo el detalle de ofrecerme aunque fuera un chupito que me quemara la garganta y que así pudiera sentirme como uno de esos mariachis que cantan al amor perdido después de notar cómo el tequila los quema por dentro. Igualito que mi pérdida. ¡Ains, Diosito, qué desgraciadita soy! —¡Deja de decir eso, joder! —soltó mi amiga. Al parecer no estaba hablando para mí, sino para todo el que quisiera oírme en ese momento. Sí, hablaba en alto y ni siquiera me había dado cuenta.

Prometo que siempre he sido una chica educada, he sabido estar en mi sitio en todo momento y, además, después de la carrera encontré un buen trabajo. Tal vez por obra y gracia del padre de mi novi… exnovio, el único que aún merece la pena de la familia nuclear de Juan Pedro, tan distinto a aquella jauría de perras rabiosas que son mi exsuegra —ésa si me sale fácil— y mi excuñada, María del Pino. Pero me sacaban tanto de quicio que… —¡Nena! —Vicky me despertó de la ensoñación—. Ya estamos aterrizando en Catania. —Qué ilusión —solté con desgana. —Venga, que sólo nos queda coger el coche de alquiler e irnos a Milazzo. Allí, el barco y… ¡Lipari! El hotel, que ya le he estado echando un ojo, es una maravilla. Tiene una piscina que da al mar y un montón de cosas que… Desconecté en el momento en que me abroché el cinturón, respirando despacio para que no se notara el miedo que me daba el aterrizaje. Vicky no paraba de hablar durante todo el rato. Sé que intentaba que pensara en otra cosa, pero no, yo no quería pensar más que en una: «¡Ay, Juan Pedro, ¿qué me has hecho?!». Parecía que me hubiesen puesto el piloto automático, juro que no me estaba enterando de nada, no sabía si era por las gotitas que Vicky me estaba dando cada par de horas o porque mi cerebro había decidido olvidar que nos habíamos ido mi amiga y yo de viaje de «novias». «¡Uy, ya verás qué risas con las confusiones!», me dijo. Creo que me reí por dentro, pero muy por dentro. Casi como que no se notó. En el aeropuerto, rauda y veloz Vicky cogió un carrito de esos para llevar las maletas cual compra en el Carrefour. Pensé que el aeropuerto de Catania estaría algo más vacío, pero lo cierto es que estaba lleno de gente que iba de un lado a otro. Unos con niños pequeños que se escapaban e intentaban subir a la cinta de las maletas. Otros, dignos de la serie «Jersey Shore», aros en las orejas incluidos, que corrían como si fueran carteles de marcas de ropa cara, que se viera bien que llevaban un tal o un cual. Algunos, los menos, iban trajeados y otros, como uno que se paró a mi lado, olían de maravilla. No me miró, sino que fui yo la que me di la vuelta al sentir ese perfume entrar directamente en mi cerebro. El hombre no estaba pendiente de la cinta —llevaba una maleta de mano—: al parecer sólo se había parado un segundo para mirar algo en su teléfono móvil. Tenía cara de pocos amigos, pero había algo en él que me gustó tanto como me echó para atrás. Iba demasiado bien vestido, llevaba una maleta de esas, carísimas, marrones con las letras impresas. Otro pijo de los que sólo se juntan con los de su misma especie. Pero tenía también unos preciosos ojos verdes. «¿Hola, Malena? ¿Estás mirando a otro hombre?». Claro que me hice esta pregunta, si mi novi… exnovio hacía un par de días me había dicho que las medias naranjas sólo servían para hacer un buen zumo para el desayuno, ¿por qué no iba yo a mirar? Sólo era mirar. Vi cómo se guardaba el móvil en el bolsillo del pantalón, de esos que quedan como un guante, y, por un segundo, un instante, nuestras miradas coincidieron. Él me miró con preocupación, o curiosidad, nunca he sabido distinguir esa mirada, y yo me miré los pies mientras me ponía las gafas de sol. Seguro que le había llamado la atención lo rojos que tenía los ojos. Suspiré y esperé a que Vicky me trajera las dos maletas allí plantada, esperándola. —Vamos, ya tengo las maletas y nos están esperando en la puerta de salida —me dijo mi amiga, acercándose. —¿Qué pasa contigo? ¿Es que te has convertido en guía? —Cuando tuve la charlita esa tan intensa con tu ex —levantó las cejas creando expectación—, lo obligué a enviarme toda la información sobre el viaje. Así que, prepárate, que nos vamos a Milazzo a por el primer barco. —Teníamos que habernos ido al Caribe, ya estaríamos allí. —Te quiero, ¿lo sabes? —Victoria me miró fijamente y yo medio asentí—, pero ¿quieres parar un poquito? —¡Llevamos más de siete putas horas de viaje para venir a Italia! ¡Joder, Italia, no Japón! Lo siento, tenía que decirlo, pero estaba ya un poquito mucho hasta las mismísimas gónadas femeninas. En realidad mis hormonas estaban a punto de rebelarse y liarse a tortazos con todo lo que pillaran. —Vaaaaaaaaaamos. —Vicky me dio en los tobillos con el carrito donde llevaba las maletas. Casi tropiezo al volverme para mirarla y echarle una mirada de esas en plan mala de película. Pero sólo pude verlo a él, que seguía con sus ojos clavados en mí. A mí, como la imbécil que soy, me dieron ganas de acercarme y darle una patada en las pelotas, pero me acababan de destrozar los tobillos con un carrito hasta arriba de maletas. —¡Allí está! —Vicky salió corriendo hacia un hombre detrás de un cartel. ¿Un cartel?, me pregunté, mientras observaba cómo, poseída por el espíritu de Louis Hamilton, mi amiga esquivaba con el carrito a la gente que salía por la puerta hasta llegar delante de un hombre pequeñito, de facciones regordetas y poco pelo. Me recordó a Danny DeVito, pero con un color de piel más oscuro. Claro, es que no os lo he dicho, mi novi… exnovio quiso que nos casáramos en pleno julio. Ya sabéis, con el buen tiempo, el sol, y luego marcharnos a un sitio donde el aire acondicionado fuera como una extensión más de nuestra familia. Bueno, da igual.

Vicky ya estaba a la altura de aquel hombre que, por cómo miraba a un lado y otro, claramente buscaba al novio. Pero no… — Seniores de Vinuesa? —preguntó suavemente, casi con asombro. —No, nosotras no casadas. Sólo amigas —habló en indio Vicky—. Ella no casada, marido ¡fiu! —Hizo con las manos el gesto de las alas de un pájaro. El pobre hombre no sé qué fue lo que entendió, pero se hizo la señal de la cruz en su cuerpo. Me temo que entendió que mi novi… exnovio, joder, lo que me va a costar, estaba muerto o lo que fuera. —No, no muerto —solté—. ¡Me ha dejado, se ha ido, ha volado, se ha liado con otra! ¡Yo sola, él con otra! Se lo dije cabreada, gritando y en español. Me temo que el pobre lo entendió a la perfección, ya que agarró el carrito y nos pidió por señas —me temo que no quería decir ni una palabra más— que lo siguiéramos hacia el lugar donde tenía aparcado el coche que nos iba a llevar a coger el barco a Milazzo. «Un trayecto muy agradable por las autopistas de Catania», me dije, intentando calmar los nervios antes de meterme, otra vez, en un medio de transporte público. Vicky, pasando de mí completamente, se sentó en el asiento delantero para intentar mantener una amigable conversación con el conductor. A mí, de nuevo sin volver a dirigirme la palabra, me abrió la boca y volvió a ponerme tres gotitas de aquella mierda que no sé por qué no se la confiscaron en el aeropuerto. Pero bueno, por lo menos me mantenía callada. Porque yo tenía un cortocircuito en el cerebro, cables sueltos que, cada vez que hacían contacto, me convertían en algo parecido a un demonio de Tasmania o yo qué sé. Así que mejor callada. Miré el reloj a la media hora de estar metida en aquel coche, que, todo había que decirlo, era un pedazo de berlina de esas de película. A nuestra disposición, toallitas húmedas con buen olor, botellitas de agua… todo muy mono. Aunque yo, así, sin que nadie se diera cuenta, seguía buscando el compartimento secreto, ese en el que guardan el alcohol. No lo encontré. Pero, de pronto, levanté los ojos para ver qué estaba sucediendo en la carretera, porque llevábamos más de cinco minutos parados y lo único que logré entender fue un par de palabras, casino y cazzo , algo así como «caos» y «polla». El resto de lo que decían, dicho de manera educada, para mí era como si oyese eructar a un elefante: no me enteraba absolutamente de nada y lo peor era que todo parecía que iba subiendo de tono. —Tranquila —me dijo Vicky—, al parecer ha habido un accidente. —Pero ¿desde cuándo sabes italiano? —le pregunté. —No lo sé, pero sólo hay que pedir que te hablen despacio y en italiano normal, no en el que usan por aquí, que es más lioso. Mi amiga y su don de gentes, el mío yo debí de dejármelo metido en el fondo de la maleta que me había traído para el viaje de novi… para aquella mierda que estábamos haciendo. ¿Y lo bien que estaría yo en mi casa llorando? Miré de nuevo por la ventanilla y el vehículo se puso en marcha. «¡Bravo!», me dije, pensando como una persona normal, al final sólo habían sido unos segundos. No, queridas, no habrían sido sólo unos segundos de no ser por la decisión del conductor: se había puesto en marcha para dirigirse al arcén y, con dos cojones, continuar por ahí, pasando de todos los vehículos que estaban detenidos, con sus pasajeros dentro esperando como personas civilizadas. Pero, a ver, ¿no se suponía que Sicilia era una isla llena de historia y un crisol de civilizaciones? ¿Sólo se habían quedado con lo peor? —¡Una ramaaaaaaaaaa! —grité—. ¡Que nos la comemos! Me encogí y me quedé hecha un guiñapillo en el asiento trasero. Mis compañeros de aventura, o sea, conductor y mala amiga, seguían tan tranquilos a lo suyo, mientras yo, cagada de miedo, veía cómo los retrovisores de los demás coches pasaban casi rozando a toda leche, mientras nosotros seguíamos por el arcén. Que llegábamos tarde, dijeron Victoria y el conductor. Que perdíamos el barco, me insistió el conductor. Que todo estaba perfectamente calculado… —Y ahora nos detienen —dije por lo bajo, ya que nadie me iba a hacer ni puñetero caso. Pero, para mi sorpresa, al llegar al lugar del accidente y pasar nuestro vehículo justo por el lado derecho del estropicio, el chófer sacó la cabeza y saludó como si fuera amigo de los policías de toda la vida. Lo peor de todo, o lo mejor, era que probablemente sí fueran amigos de esos de toda la vida, de los que se hablan mediante billetes de colores. ¿Por qué había tenido que ir allí? ¿Por qué? Después de aquel incidente, que nos retrasó lo suficiente como para que yo perdiera un poquito más los nervios, llegamos a Milazzo. Allí, el conductor, solícito como nadie, bajó nuestras maletas, se despidió con un movimiento de cabeza de mí y con un gran abrazo de mi amiga. Algo le dijo al oído mirándome, pero preferí no preguntar. Se habían pasado todo el viaje hablando entre ellos, ella en castellano y él en italiano… —Venga, coge tu maleta y vamos por los billetes —me animó Victoria echando a andar—. Nos quedan veinte minutos para que salga el barco y finalmente llegaremos a Lipari. —Estoy mareada —le dije—. No puede ser que lleve diez horas de viaje, no puedo más. —Tú tranquila, en cuanto subamos al ferri sólo será una hora. Sólo una hora más y llegamos. —Vicky, lo único que quiero es irme a dormir, meterme en una cama y no salir más.

El vaivén del barco confirmaba que nuestro viaje comenzaba y la ligereza con la que aquel aliscafo iba por la superficie del agua auguraba un buen trayecto. ¡Lastimita! Qué equivocada estaba, simplemente había dado marcha atrás y se había encarado para salir del puerto y meterse en las embravecidas aguas del mar Tirreno. ¡Hijo del gran diluvio universal! Me imaginaba al mismo Eneas amarrándose al palo mayor y dejándose llevar por los vientos de las islas. Otra de las cosas por las que mi novi… exnovio quería ir a aquellas islas era por las leyendas mitológicas: que si Neptuno, que si Vulcano, que si los rayos de Júpiter… Rayos y centellas eran las que yo comenzaba a sentir en mi estómago cuando aquel «barquito» comenzó a dar sus primeros bandazos fuera de la dársena. «No, así no», me decía una y otra vez. Si iba a morir, quería hacerlo en el aire. ¡Sabía que me iba a arrepentir de aquello toda mi vida! ¡Lo sabía! Me agarraba con fuerza al asiento, no sin antes haber buscado debajo el chaleco salvavidas. Que en realidad poco iba a hacer por mí, teniendo en cuenta que aquel barco estaba sellado. Sí, ¡ay, qué angustia!, estábamos todos metidos en una sala gigante. Parecía la de un cine, con sólo un bar y unas escalerillas, que imagino subirían al puesto de mando. Yo respiraba, bueno, intentaba respirar una y otra vez. No sé quién fue, pero una vez me dijeron que si iba en un avión o en un barco y veía a la tripulación tranquilamente yendo de un lado para otro, que me relajara, que no pasaba nada. Ok, vale, bien. Vicky seguía charlando con el camarero. Un tipo vestido como el capitán Stubing de la antigua serie «Vacaciones en el mar», pero sin gorra, caminaba tan tranquilo. Vale, eso quería decir que no nos íbamos a morir. No en esos momentos ¿y dentro de diez minut…? ¡Ahí va! ¿Qué era eso que luchaba por salir de mi vacío estómago? ¡Rogué a todos los dioses que parase! ¡Ay, ay, ay! Mis manos buscaban delante del asiento por si, como en los aviones, hubiese una bolsita de papel que pudiera contener mi… ¡QUE SE SALEEEE! Me levanté corriendo del asiento, molestando, lógicamente, a la señora entrada en carnes que se encontraba a mi lado. Recé para que, al regresar, pues había dejado mis cosas tiradas encima del asiento, estuviera todo en su sitio. Y con una mano en la boca busqué desesperada el cuarto de baño. Como era de esperar, el de señoras estaba ocupado, así que me dirigí al siguiente, al de hombres, y abrí la puerta en el momento en que, desde dentro, alguien lo hacía para salir y… ¡Zas! Todo el asqueroso contenido que había estado intentando mantener dentro de mi estómago salió, lo lancé cual niña del exorcista, contra el suelo y los zapatos del hombre. Brillantes los llevaba antes de que… Otra vez no, por favor, noooo… Levanté la cabeza dos segundos para ver a quién le había hecho tan bonito regalo… No, no podía ser él, ¿en serio? No me dio tiempo a mucho más, lo aparté antes de volver a vomitar, esta vez en el lugar apropiado: el váter. ¡Qué malita! ¡Ay, qué malita! Otra arcada y, doblada sobre mí misma, volví a notar otra más. No podía hablar, no podía disculparme, no podía más que… ¿sentir las manos de aquel hombre sujetándome la cintura y apartándome el pelo? — Fai dei bei respiri, lentamente —decía en italiano. No le entendía nada, pero me imaginaba que estaba intentando hacer que me calmara un poco antes de que de nuevo… ¡Hala, zasca! Otro vomitón. — È tutto a posto, rilassati. Mientras el barco no cedía en su vaivén ni un segundo y nuestros movimientos, un poco inadecuados para el momento en el que nos encontrábamos, hacían que mi culo chocara incesantemente con su entrepierna, y él intentaba mantener mi cuerpo lo más sujeto posible y su propio equilibrio, yo notaba que algo se estaba poniendo duro cada vez que chocábamos. Rezaba para que mis arcadas pararan. Pedía a Dios que lo que notaba fuera su móvil. Y sólo quería que aquello terminara para volverme a sentar en mi butaca y no levantar más la vista del suelo en toda mi vida para no tener que mirar a la cara a aquel hombre. ¡Por favor, que sea la última! ¡Otra arcada! De ésa ya nada, sólo la angustia y nuestros obscenos movimientos dentro de un minirretrete. Y no era mi imaginación: a aquel tío se le había puesto en marcha cierta parte anatómica en un momento de lo menos indicado. Que, a ver, incluso yo en la situación en la que me encontraba podía entender que ciertos movimientos hicieran que nuestro cuerpo tuviera vida propia, pero, joder, que se me estaba yendo la vida por la boca. Intenté incorporarme al sentir que mi estómago parecía haberse tomado un descanso. La mano de aquel hombre, la que me sujetaba el pelo, se movió para retirármelo mejor, pero me seguía agarrando de la cintura, con su anatomía bien pegada a la mía. Vale, era cierto que la culpa no era suya, no del todo, porque el barco tenía su propia idea de lo que era un encuentro en el mar y no tenía ninguna delicadeza conmigo en pleno «vomiteo». — Ehí, va meglio? Me hablaba al oído, aún lo tenía detrás. Creo que intentaba preguntarme si me encontraba mejor, pero lo cierto era que no me encontraba mejor, simplemente no vomitaba, pero lo que era hablar, ¿le echaba mi aliento de dragón de Komodo?

Levanté una mano mientras me daba la vuelta para encararlo y le hice entender, o eso creí yo, que me encontraba bien a medias. Estaba realmente mareada y lo veía borroso. Creo que tenía cara de preocupación, pero a mí lo que me preocupaba en ese momento era lo cerca que estábamos y lo duro que estaba aquello. Sí. Así que lo aparté un poco para abrir el grifo del lavamanos y asearme. — Non bere l’acqua della barca, aspetta. Y él dale que te pego con el italiano. ¡Que no pillo ni papa! Inglés, bien. Francés, lo que me dejan… Pero italiano… Me lavé un poco la cara, cogí papel de ese asqueroso que ponen para las manos y me sequé un poco. ¡Asquito de aliento! Tenía que volver corriendo a mi asiento: primero para no ver más a aquel hombre depravado, cuyo cimborrio se había puesto duro mientras yo potaba, y segundo porque necesitaba un caramelo o algo. Lo admito, no me preocupé por ver cómo había dejado el suelo cuando toda la pota había caído sobre él, antes de que él me ayudara. Pero tenía el cuerpo con menos ganas de fiesta que un koala en un árbol, necesitaba cuajarme un poco, descansar. Llegué como pude a mi asiento. Allí seguía la señora grandota, mirándome con cara severa. Le pedí perdón por volver a pasar por encima de ella y casi me dieron ganas de soltarle un «y de la que te has librado, bonita», pero con ver que todas mis pertenencias seguían en su sitio, me conformé. Cerré los ojos unos segundos, respirando tranquilamente. Si es que soy tontita perdida, ¿quién me mandaba a mí beber sin comer? Líquido en el estómago, mar revuelto y fiesta gitanaaaaaaaaaaa. Sentí una mano en el hombro. Joder con la señora, ¿y ahora qué querría? Abrí los párpados y me encontré con el de los ojos verdes mirándome fijamente, sentado a mi lado. — Non riuscivo a trovarti —dijo, ofreciéndome una botella de agua. —Gracias. —La cogí, la abrí y después bebí un buen trago—. Pero si continúas hablando en italiano no voy a entenderte. Lo dije así, como si fuera un poquito, no sé, despistadillo. Y menos mal que no me dio por hacerlo gritando, como en las películas antiguas. Se rió antes de contestarme: —¿Eres española? —De toda la vida. —Volví a beber un sorbo de agua. No me habló, se quedó mirándome. Yo tampoco le hablé y desvié la vista. Para miraditas estaba yo. Pero bueno, después de un momentito incómodo para mí, le dije: —Oye, que gracias por lo de antes, siento lo de tus zapatos de marca y que nada, que un detalle. Hale, puerta, vete, chao pescao. ¡Hasta luego, Maricarmen…! —No te preocupes por los zapatos, se limpian y ya —dijo en castellano, con un acento bastante cerrado y haciendo como si no se hubiera enterado de que me apetecía tanto estar hablando con él como a un vampiro estar en la Costa del Sol. —Bueno —volví a darle un sorbo a la botella de agua—, de nuevo gracias. Pero… —¡Oye! —la voz de mi amiga Vicky se oyó por encima de todas las voces—, que ya estamos llegando y tú por ahí de ligoteo, que no había dios que te encontrara. La fulminé con la mirada. —A ver, bonita, que ya llegamos, que pilles tu maleta, que me ha dicho ese chico tan majo —señaló al camarero de la cafetería— que esta noche nos lleva a cenar a un restaurante de su familia. —Por favor, Victoria, ¿quieres hacer el favor de dejarme en paz? —Joder, todavía la señorita está cruzadita. —Se marchó con la maleta a cuestas y se puso a esperar a que se abrieran las puertas. —¿Has venido de vacaciones? —me preguntó el tipo sin darse por vencido. —Algo así, pero si no te importa he de ir por mi maleta. —Lo hice levantarse para ver si me dejaba en paz. —Sí, no te preocupes. —Se levantó y salió al pasillo, dejándome espacio—. Ha sido un placer poder ayudarte. No, si ya me había dado cuenta de lo del «placer», hijo mío. Aunque quería seguir pensando que era su teléfono móvil de ultimísima generación y no que las situaciones de esa clase lo ponían, sexualmente hablando. Cierto es que hay gustitos sexuales que son de lo más rarito, pero a mí no me apetecía conocer los de ese tipo. Me marché sin mirar atrás, así como una gran diva. Agarré el maletón que llevaba, que casi parecía un ataúd para un difunto de lo grande que era. ¿A quién se le ocurrió meter tanta ropita sexy para la noche de novios? Le pegué una patada antes de darme cuenta de que había gente mirándome un poco mal al ver que no conseguía mover de su sitio el maletón. —¿Te ayudo? Venga, otra vez el tipo ese. Pero ¿qué se había creído? Me ponía la mano en el pelo, le echaba los restos en los zapatos ¿y se creía que me podía perseguir? No señor, lo que aquel hombre estaba comenzando a hacer se llama acoso y a mí no me estaba gustando nada de nada.

Pasaron cinco años y me dijo que quería que nos fuéramos a vivir juntos a un pisito que había visto. No me comentó dónde estaba, ni hablamos de cómo lo íbamos a pagar, y al llegar me sorprendió ver que viviríamos a dos calles del casurrial de sus padres. Bueno, no era algo que en ese momento me molestara mucho. Él me comentó que era el piso piloto de la promoción y que su padre se lo había regalado amueblado, así que sólo teníamos que compartir los gastos comunes. ¿Cómo no me iba a sentir la mujer más afortunada del planeta? Todo era maravilloso: sus atenciones, sus mimos… Toda su vida parecía que giraba a mi alrededor. Trabajábamos muy cerca. Él en la empresa familiar y yo en unas oficinas, feliz y con un buen sueldo para una chica de barrio de la periferia… venida a más. Bajé la cabeza, notando cómo los goterones de lluvia no sólo me mojaban el pelo, sino que ya mojaban también mi ropa y mi cara. A ello había que sumar que las lágrimas que no paraban de salir. Mi estómago, el muy cabrón, me regaló una nueva arcada… ¿Y si encima estaba embarazada? Deseché ese pensamiento al darme cuenta de que no era posible: Juan Pedro y yo no habíamos tenido sexo desde hacía varios meses. Meses sin tener relaciones, con lo bien que lo pasábamos en la cama. Con todo lo interesante que pasaba en nuestra alcoba, ahora la de otra. ¿Dónde estarían todas mis cosas? ¿Quién las tendría? ¿Me las enviarían? Seguro que la hija de la gran puta de Carmina las habría quemado. Qué feliz, qué feliz de haber conseguido que su hijo dejara a la niña guapa de barrio, sin la clase suficiente para entrar en su familia. Era tan sutil, era tan víbora, era tan de dar pataditas verbales por debajo de la mesa o cuando su hijo no estaba presente… Comencé a caminar siguiendo las indicaciones de los miles de carteles que anunciaban hoteles hasta que localicé el mío: «Giardino…». Ése. Ése era el hotel al que debía dirigirme. Mis huesos, entretanto, ya iban quejándose del reuma que aparecería de un momento a otro; es lo que tiene la humedad. —¿Subes? Llueve. ¿En serio? ¿De verdad? Aquello no podía estar pasándome a mí. Pero al parecer el destino, o aquel pesado, se había empeñado en fastidiarme absolutamente todo el día. —Ya sé que llueve, pero no quiero subir a ningún vehículo. Estoy mareada —solté. —Si quieres esperamos en algún lado hasta que no llueva. —Señaló una cafetería al lado del muelle—. Te invito a un ristretto. —Mira, no quiero ser desagradable, pero al final… —Lo sé, lo siento, pero llueve y… —Y nada. En serio, necesito caminar —repliqué lentamente, mientras la gente que pasaba a su lado lo saludaba. Debió de notar mi sorpresa. —Me conoce mucha gente aquí. —Sonrió sin darle importancia. Y añadió—: Déjame que te acompañe, así te indico el camino. —¿Y tú qué sabes adónde voy? —He visto que mirabas los carteles y, al menos, vas en esa dirección. —Sacó la mano y señaló una carretera que subía. Sin pensar, dije el nombre del hotel y él sólo sonrió. Me pidió que me acercase a su coche por el lado derecho, el del acompañante. Al principio no entendí la petición, pero después de ver cómo unos cuantos vehículos nos adelantaban y otros iban en dirección contraria, casi arrancándole los retrovisores al Fiat Cinquecento que conducía, comprendí que sólo quería que, aunque caladita y a punto de la neumonía, pudiera entrar sana y salva por la puerta del establecimiento hotelero. No sé qué le había dado a aquel tipo de ojos verdes conmigo, pero lo cierto era que no estaba agradeciendo nada su silenciosa compañía, con su vehículo avanzando a casi veinte kilómetros hora a mi lado. Yo caminaba lenta, sí, pero no me daba la gana acelerar; sólo andando lentamente el mareo iba disminuyendo poquito a poco y sentía que el estómago se me iba colocando de nuevo en su lugar sin que tuviera que tomar nada. Temblaba, pero no iba a admitir delante de nadie, y menos delante de aquel tipo que ni siquiera sabía cómo se llamaba, que me moría por entrar en el coche y que me llevara al hotel echando leches. Iba mirando al suelo, aunque era consciente de que él me observaba mientras conducía, porque iba volviendo su rostro de vez en cuanto. Tampoco me hablaba. Por primera vez agradecí algo de él, que me respetara, aunque por decisión propia se hubiera convertido en mi guardaespaldas al más puro estilo italiano. Vamos, digo que italiano porque sé que en otras partes así, exactamente así, no se hace. Pero bueno, quién soy yo para juzgar la cultura de cada lugar. Tampoco soy nadie para juzgar a aquellos que ven a una mujer desvalida y piensan que convirtiéndose en su caballero de brillante armadura ella se lo agradecerá regalándole un pañuelo, como en una justa medieval, y después dándole un casto beso. ¿En serio estaba pensando todas estas cosas mientras caminaba y mi estómago se aposentaba? Tendría que irme a la cama antes de lo que tenía previsto y también quizá una ducha calentita en pleno julio hiciera que me destensase un poquito y que al día siguiente amaneciera de otra manera, pero de momento… de momento no me quería acordar de quién era, de dónde venía, ni adónde pertenecía. — Dai, siamo quasi arrivati. Oí la voz que salía del interior del vehículo. Estuve tentada de soltarle un «¿lo cualo ?», pero pensé que no entendería la broma, así que volví la cara hacia él y lo miré levantando una ceja. Me parece que se dio

cuenta de que no había entendido ni papa. —Perdona, que casi hemos llegado. —Señaló la puerta de un hotel. Sonreí. O eso creo. Y si no lo hice por fuera, juro que sí lo hice por dentro. Muy por dentro, tan dentro que hasta me salió una lagrimita de felicidad al ver que era un lugar con techo. —¿Necesitas que te acompañe dentro? —Paró el vehículo en la puerta. Yo, sin saber qué decir por primera vez, me encogí de hombros e hice una mueca, como indicándole que me daba igual. Pero a saber qué es lo que entendería él, porque se bajó del coche, lo cerró y se apresuró a ponerse a mi lado para acompañarme hasta el interior. —Disculpa —dijo una vez bajo el porche de entrada, donde ya no nos mojábamos—. No te he dicho mi nombre. —Me tendió la mano—. Donatello Orantelli. —Malena Romero. —Se la estreché brevemente. —Te ayudaré a… —Tranquilo, estoy seguro de que mi amiga ya habrá tomado posesión del castillo. —Cualquier cosa que necesites, pregunta por… Me di cuenta de que, cuando nos vieron llegar, salieron inmediatamente dos personas a recibirme. O eso fue lo que yo creí, porque nada más ver a Donatello se pusieron a tratarlo como si se tratara del mismísimo Papa de Roma, sí el papa Francisco. Él comenzó a hablar con ellos sin muchos aspavientos y, enseguida, los empleados pasaron de estar pendientes de él a estar pendientes de mí y, en castellano, a indicarme mi habitación y ofrecerse por si necesitaba algo… —¿Eres…? —casi pregunté una gilipollez y él me sonrió respondiendo: —Guía de las islas. —Esa vez fue él quien se encogió de hombros—. Me conoce todo el mundo. Se había puesto algo nervioso. Pero, por otro lado, tenía sentido: un guía, un picaflor, alguien que buscaba romances pasajeros. —Cualquier cosa, los avisas y me llamarán. —Acto seguido se despidió con un simple saludo. No recuerdo haberme dado la vuelta para decirle adiós. Simplemente seguí a aquel botones que chapurreaba español hasta mi habitación. Yo, toda mojadita, sólo quería meterme en la cama después de darme una buena ducha. Miré alrededor, creo que describir el hotel habría dado para un capítulo entero de «Chapuzas estéticas» respecto a la decoración y no a los cuerpos. Pero no me daba el alma. Al entrar, vi a Vicky tomando algo y riendo con un par de camareros en una de aquellas barras dignas de películas de los años setenta. Seguro que esperaba que la llevaran a cenar a aquel restaurante familiar que me había comentado. Con la ducha y el calor mi cuerpo se recuperó y me metí en la cama. Desnuda, sí. No pensaba deshacer la maleta. Tenía sueño, no sé si por el cansancio del viaje, el mareo o simplemente la tristeza que acongojaba mi vida. Silencio. Estaba en una cama doble, de matrim… bueno, una de esas camas grandes, y yo estaba sola. Pensé que Victoria y yo deberíamos pedir camas separadas en nuestra próxima parada, porque allí, si no me equivocaba, íbamos a estar solamente dos noches. Después partiríamos hacia la isla del volcán, Stromboli. Todo sonaba tan bonito cuando Juan Pedro lo planeó… Me quedé dormida bajo las suaves sábanas, con el estómago algo mejor y el alma aún encogida.