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Este documento narrativa describe la historia de una madre que descubre que su hijo es ciego y cómo se enfrenta a esta realidad. El tío del niño, que había regresado a casa después de años de ausencia, se involucra en la vida del niño y ayuda a su madre a aceptar su condición. La historia también explora la relación entre el tío y el niño, y cómo la presencia del tío cambia la vida del niño.
Tipo: Apuntes
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Nadie se dio cuenta al principio. El niño tenía la mirada obscura, incierta, que tienen todos los niños durante algún tiempo. Pasaron días y semanas; sus ojos tornáronse brillantes; el globo del ojo quedó más saliente, pero el niño no movía la cabeza hacia los rayos de luz que entraban por la ventana mezclados con el alegre canto de los pájaros y con el murmullo del follaje de las hayas que adornaban el jardín. La madre fue la primera en notar la extraña expresión de la cara del niño, seria y poco movida.
Miró a su alrededor con espanto y preguntó: —Decidme: ¿cómo puede ser esto? —¿Cómo? ¿Qué dices? —le contestaron con indiferencia—. En nada se distingue de las demás criaturillas de su edad.
—Mirad cómo palpa con sus manecitas con extraño impulso. —Es que el niño no puede relacionar todavía los movimientos de las manos con las impresiones de la luz —dijo el médico.
—Mira siempre en la misma dirección. ¡Es ciego! —exclamó la madre; y nadie fue capaz de poder tranquilizarla.
El médico tomó al niño en brazos, le acercó de pronto a la luz y le miró los ojos. Pronunció confusamente algunas palabras tranquilizadoras y se fue, prometiendo que volvería al día siguiente.
La madre lloraba; sufría mucho y estrechaba contra el pecho a su hijo, cuyos ojos continuaban inmóviles y serios.
Al cabo de dos días volvió el médico con un oftalmoscopio, encendió una luz, la acercó y apartó de los ojos del niño, miró a éste con atención, y finalmente con voz confusa y paulatina dijo:
—Por desgracia, tenía usted razón, señora; el niño es ciego y su ceguera es incurable.
La madre escuchó la noticia con silenciosa congoja. —Lo sabía tiempo ha —dijo en voz baja.
El niño pertenecía a una familia poco numerosa. Constituíanla, además de la madre, el padre y el «tío Max», como todo el mundo le llamaba. El padre no se diferenciaba en nada de los demás terratenientes del sudoeste de Rusia; era de buen carácter, amable con los obreros, a los cuales, no obstante, vigilaba
cuerpo desventurado latía un corazón sensible, y que en aquella buena cabeza, cubierta de cabellos que parecían cerdas de cepillo, trabajaba siempre el pensamiento. Pero ni los que más de cerca le trataban, conocían cuáles eran las cuestiones que le preocupaban; sólo sabían que pasaba largas horas en la biblioteca con las cejas contraídas, la mirada sombría y rodeado de una nube de humo, pero no sabían que el guerrero viejo y estropeado ensartaba consideraciones filosóficas sobre la idea fija de que la vida es un combate, en el cual no hay lugar para los heridos; se empeñaba en creer que él fue expulsado de las filas de los guerreros y que sólo era un estorbo para los demás. En la lucha de la vida había perdido la batalla. ¿No sería cobarde acción arrastrarse por la tierra como un gusano? ¿No sería vergonzoso permanecer a las plantas del vencedor implorando piedad para las lastimosas ruinas de su existencia?
En tanto el tío Max con sangre fría se entregaba a sus meditaciones pesando el pro y el contra, crecía ante sus ojos un nuevo ser, inválido ya al entrar en el camino de la vida. Al principio no se fijó en el niño ciego, pero pronto le inspiró interés la semejanza de su suerte con la del muchacho.
—Sí —decía reflexionando—, ese muchacho es también un inválido. Si de él y yo pudiera hacerse un solo ser, quizá resultaría un hombre aceptable.
Y desde aquel momento, y cada vez con más frecuencia, se dirigían sus miradas al niñito ciego.
¡Quién sabe lo que hubiera sido el muchacho con el tiempo, destinado por la suerte, según parecía, a vivir descontento de la suya, advirtiendo además que la exagerada condescendencia de los que le rodeaban le habría conducido a convertirse en odioso egoísta, si la misma funesta suerte y los sables austríacos no hubiesen sido la causa de que el tío Max viviese retirado en casa de su hermana!
La presencia del cieguecito determinó poco a poco un cambio en la dirección de los pensamientos del enérgico, activo y viejo soldado. Es verdad que pasaba todavía largas horas en su biblioteca, rodeado de una nube de humo de tabaco, pero en sus ojos no había ya la mirada de sombría y honda pena, sino la expresión reflexiva del agudo observador, y cuanto más y más observaba, más se fruncían sus cejas y el humo de su pipa era más espeso y constante. Por fin, se resolvió a intervenir en el asunto.
—Este muchacho —dijo fumando con más fuerza que nunca— será más desgraciado que yo. Mejor hubiera sido para él no haber nacido.
La pobre madre bajó la cabeza y dejó caer una lágrima en su regazo. —¡Es una crueldad, Max, recordarme esto! —respondió en voz baja.
—Digo la verdad; yo no tengo piernas ni brazos, pero tengo ojos; él no los tiene, y con el tiempo no tendrá manos ni pies, ni siquiera voluntad propia.
—¿Por qué? —Fíjate bien en lo que voy a decir —añadió Max con dulzura—. No he pronunciado inútilmente estas palabras. El niño tiene una naturaleza muy sensible. Promete desarrollarse magníficamente en todos conceptos; más aún, sus restantes sentidos podrían en parte substituir al que le falta. Pero para lograr este fin es preciso el ejercicio, y éste únicamente puede determinarlo la necesidad. El necio mimo y cuidado de que rodeáis, impidiendo en él toda necesidad de esforzarse, mata toda esperanza posible de cualquier clase de desarrollo independiente.
La madre tuvo suficiente sentido para comprender la idea de Max y dominarse; desde entonces resistió la inclinación, muy comprensible por otra parte, de atender al menor llamamiento de su hijo para que no le faltara nada.
Al cabo de algunos meses de esta conversación, el niño andaba solo y aprisa por toda la casa, escuchando con gran atención hasta los sonidos menos perceptibles; y con una viveza que por regla general no suelen tener los niños, palpaba todos los objetos que caían en sus manos.
Muy pronto conoció a su madre por los pasos, por el rumor del vestido, por ciertas señales que sólo él apreciaba; por muchas personas que hubiese en una habitación, siempre sabía dirigirse con paso seguro hacia el punto en que estaba su madre. Si ella le asía súbitamente la mano, la conocía en seguida. Si hacía lo mismo alguna otra persona, inmediatamente le palpaba la cara con sus manecitas; y por este sistema pronto conoció a su nodriza, al tío Max y a su padre. Pero si se trataba de un forastero, sus movimientos eran inseguros y reflexivos; pasaba con detención sus manos diminutas por aquella cara desconocida, y en su rostro se reflejaba esforzada atención. Parecía que mirase con la yema de sus deditos.
Por temperamento, era vivo y movedizo, pero con el tiempo la ceguera obró sobre su carácter; poco a poco fue aquietándose y empezó a retirarse a los rincones obscuros, quedando allí inmóvil durante largas horas escuchando algo, según todos creían comprender. Si en la habitación no se oía rumor alguno y nada le llamaba la atención, parecía que el muchacho reflexionase acerca de alguna cosa incomprensible con expresión de sorpresa en su rostro, que tenía una seriedad rara e impropia en un niño.
El consejo del tío Max había sido acertadísimo. La organización nerviosa del muchacho, delicada y fuerte a un tiempo, se desarrolló, esforzándose en substituir por la sensibilidad del tacto y del oído, al menos en parte, el sentido de la vista que le faltaba.
que entonaban las cigüeñas en sus vuelos.
En la cara del niño volvió a dibujarse la expresión de la sorpresa. Frunció las cejas y escuchó. Angustiosamente, dominado por aquellos tonos incomprensibles, tendió sus manecitas a su madre y escondió la cabecita en su regazo.
—¿Qué tendrá? —se preguntó ella. Y los demás pensaron lo mismo.
El tío Max observaba la expresión de la cara del niño, sin hallar ninguna explicación a su estado de excitación incomprensible.
—No comprende, no puede comprender algo —adivinó la madre al leer en la cara del niño la expresión de pregunta muda.
Sí; el niño estaba excitado e intranquilo, llegaban hasta él notas nuevas y desconocidas, y le sorprendía que las que estaba acostumbrado a oír hubiesen callado y desaparecido súbitamente.
Ya tenía cinco años cumplidos; era flaco y débil, pero corría sin ajeno auxilio por toda la casa. Cualquiera que hubiese visto la seguridad con que iba de una parte a otra y tomaba todo lo que necesitaba, hubiera creído que no era un niño ciego, sino un niño original cuyos ojos reflexivos tenían constantemente la mirada incierta. Por el patio andaba tentándolo con un bastón en la mano. A veces se arrodillaba, y de rodillas palpaba todo lo que podía encontrar.
Era un domingo muy tranquilo. El tío Max se hallaba en el jardín. El padre había salido, como de costumbre; en las habitaciones de los sirvientes no se oían ya conversaciones. El niño estaba en cama.
Comenzaba a dormirse. Tiempo ha que aquella hora estaba para él enlazada con un especial recuerdo. Él, naturalmente, no veía el cielo que iba vistiéndose su manto azul obscuro, las copas de los árboles que se movían, los tejados de las casas vecinas, que desaparecían en la obscuridad, la magnificencia que entre las tinieblas mostraban la luna y las estrellas con sus rayos de plata. Algunas noches el niño iba durmiéndose con una sensación extraña y encantadora, de la que nunca al día siguiente sabía darse cuenta.
Apenas el sueño enturbiaba sus pensamientos, el ligero rumor de los árboles se apagaba y no oía ya los ladridos de los perros del pueblo y el canto
del ruiseñor del bosque vecino, ni el melancólico sonido de los cencerros del ganado. Apenas todos estos rumores morían, le parecía al niño que se fundían todos en una sola armonía que giraba dulcemente por su habitación, llevando consigo imágenes indefinidas y hechiceras. Al día siguiente, despertaba como de un sueño encantado y preguntaba a su madre:
—¿Qué fue lo de ayer? ¿Qué fue? La madre no comprendía la pregunta y creía que las pesadillas habían excitado a su hijo. Ella misma le metía en la cama, le daba un beso y no le dejaba hasta que se había dormido, sin observar nada de particular. Pero a la mañana siguiente, el niño hablaba de nuevo de aquellas imágenes magníficas e indefinidas que tanto le habían interesado.
—¡Madre! ¡Era hermoso, muy hermoso! Una noche la madre resolvió quedarse junto a la cama del niño, ansiando descifrar aquel enigma. Se sentó en la silla que había junto a la cabecera, cosiendo medias mecánicamente y escuchando con anhelo la tranquila respiración de Piotr, que así se llamaba su hijito.
Parecía que estaba enteramente dormido, cuando, de pronto, entre la obscuridad de la habitación se oyó una ligera voz que preguntaba:
—¡Madre! ¿Estás aquí? —Sí, hijo mío. —Pues te ruego que te vayas. Estaba casi dormido ya y todavía no han llegado.
La madre escuchó sorprendida la queja de su hijo. Hablaba éste de las imágenes de sus sueños como si fuesen algo verdaderamente real y existente.
Se levantó, le dio un beso, y sin hacer el más ligero ruido se fue, con la resolución de bajar al jardín y acercarse en silencio a la ventana de la habitación.
Apenas salió al jardín, adivinó el enigma. Había oído las apagadas notas de una flauta, que venían del establo y se mezclaban con los ligeros rumores del exterior. Comprendió en seguida que las notas de aquella melodía eran las imágenes que impresionaban tanto a su hijo.
Se mantuvo muy quietecita, escuchando las notas de una canción propia de la pequeña Rusia, que taladraban el corazón, y luego, tranquilizada por completo, fuese por el obscuro sendero a buscar al tío Max.
—Jojem toca bien —pensó—. ¡Parece extraño que en un mozo sin instrucción quepa tanto sentimiento!
dominaban todavía al día siguiente, de modo que sus caricias resultaban molestas para él, y si estaba sentado en su regazo y le daba besos, se acordaba, según podía leerse en su rostro, de la canción de Jojem del día anterior.
Entonces la madre se acordó de que años atrás, cuando iba al colegio de la señora Radetki en Kiev, entre otras artes de adorno, había aprendido la música. Ciertamente ese recuerdo no sería de los más agradables, porque le traía a la memoria la imagen de la maestra, una vieja solterona, la señorita Klaps, muy seca, muy prosaica y sobre todo muy rigurosa. Aquella señorita malhumorada, que con tanto arte enseñaba a sus discípulas a mover los dedos, sabía matar en ellas de modo magistral el despertar de todo sentimiento musical. Sentimiento de tal naturaleza, delicado y tímido, no podía soportar la presencia de la señorita Klaps y mucho menos resistir su arte pedagógico. Por esto Ana Mijáilovna al salir del colegio no pensó volver a dedicarse a ejercicios musicales. Pero ahora, al escuchar la rústica flauta, sintió que, mezclada con los celos que ella tenía, entraba en su espíritu la sensación de la melodía viviente, quedando en segundo lugar la imagen de la maestra alemana. El resultado de semejante proceso fue que la señora Popelski pidió a su marido que mandara buscar un piano a la ciudad.
—Bien, como quieras —respondió su marido—. Pero antes no parecías hacer gran caso a la música.
El mismo día enviaron una carta a la ciudad; pero hasta que el instrumento fue comprado y llegó, pasaron dos o tres semanas todavía.
Al cabo de tres semanas llegó el deseado piano. Piotr estaba en el patio escuchando con gran atención el ruido que hacían los obreros al conducir hacia la sala la caja de música extraña.
Según parecía, el piano era bastante pesado, porque el entarimado crujió y los trabajadores respiraron pesadamente. Luego lo llevaron con pasos acompasados al lugar en que debía instalarse, y a cada paso que daban hacían resonar algo sobre sus cabezas. Cuando la caja de música singular quedó instalada en la sala volvió a resonar en tono vacío como si amenazase a alguien, muy enfadada.
Todo esto produjo a Piotr una impresión semejante al miedo y no le inspiró grandes simpatías a favor del pobre e inanimado huésped. Se fue al jardín y no oyó los últimos pormenores de la instalación del instrumento, ni el afinador venido de la ciudad, que lo afinó y repasó. Sólo cuando hubieron concluido por completo su tarea los operarios, su madre le llamó a la sala.
Ana Mijáilovna estaba convencida de su triunfo. Con los ojos brillantes de alegría miró a su hijo, que entraba temeroso en la sala acompañado del tío Max, a quien seguía Jojem, que había pedido permiso para oír la nueva música
y que se quedó al lado de la puerta con los ojos bajos. Cuando el tío Max y el niño se hubieron sentado, la madre empezó a tocar.
Tocó una pieza que en el colegio Nadetzki había aprendido a la perfección, dirigida por la señorita Klaps. Se trataba de una pieza no muy ruidosa, pero dificilísima, que exigía gran ligereza y flexibilidad de dedos. En un concierto público obtuvo Ana Mijáilovna con su ejecución grandes alabanzas, que se hicieron extensivas a su profesora.
Claro es que no era artículo de fe, pero muchos creían que precisamente en aquel cuarto de hora fue cuando el señor Popelski se enamoró de Ana. Ahora tocaba Ana la misma pieza con la esperanza de otra victoria: quería ganar el corazón entero de su hijo, seducido por la sencilla flauta de un pastor.
Pero esta vez su esperanza la engañó. Cierto que el piano vienés era magnífico, pero la flauta de la pequeña Rusia tenía un poderoso aliado: su patria, la naturaleza de donde había surgido.
Antes de que Jojem la cortase y agujerease, la rama se había balanceado sobre las aguas del río; el sol del país la había calentado, ese mismo sol que con sus rayos acariciaba al niño; el viento de aquella tierra la había movido dulcemente antes de que la atenta mirada del humilde peón se hubiese fijado en ella… Y finalmente, faltaba también a la señora de la casa el sentimiento musical del mozo.
Es verdad que sus dedos delicados eran ligeros y más flexibles que los de Jojem, y la melodía que tocaba más difícil y más rica, y que a la señorita Klaps le había costado no pocas horas y esfuerzos enseñarle a tocar el complicado instrumento. En cambio, Jojem poseía ya naturalmente un sentimiento musical; estaba enamorado y triste, y con su amor y su tristeza se dirigía a la naturaleza de su tierra. Su maestra fue la naturaleza misma; el rumor del bosque y el balanceo más ligero aún de la hierba de las estepas y la vieja melancólica canción del país en que había vivido desde la cuna.
Apenas hubieron pasado algunos momentos, el tío Max dio un fuerte golpe con sus muletas como para llamar la atención. Cuando se volvió Ana Mijáilovna, vio la cara de Piotr invadida por intensa palidez.
Jojem, que contemplaba compasivamente al muchacho, dirigió una mirada despectiva a la música alemana y se fue, haciendo gran estrépito con los tacones claveteados de sus zapatos.
Sí; el rústico Jojem poseía un caudal de verdadero e intenso afecto. Pero ¿y ella? ¿Acaso no poseía ni una chispa de pasión? Su pecho se agitaba, su corazón latía fuertemente y las lágrimas pugnaban por salir a sus ojos. ¿No era esto el poderoso sentimiento del amor hacia su desgraciado hijo, que huía de ella para ir con Jojem y al cual no podía ofrecer la misma satisfacción que el
mozo, su maestro común.
Poco tiempo después de los sucesos referidos, la propiedad lindante con la de los Popelski cambió de moradores. En vez del antiguo y molesto vecino que hasta con el pacífico señor Popelski había pleiteado acerca de una pradera, fue a vivir allí el anciano Jaskulski con su mujer. Aunque los dos esposos no reunían menos de un siglo, hacía poco tiempo relativamente que se habían casado; porque el señor Jacov tardó largos años en ahorrar la suma necesaria para el arrendamiento, sirviendo entre tanto en casas ajenas con el cargo de administrador, mientras la señorita Inés esperaba el día del matrimonio, siendo camarera de honor de la condesa N. N. Cuando llegó el feliz instante y los novios pudieron darse la mano ante el altar, en la barba del novio se veía algún pelo blanco, y la cara tímida y ruborizada de la novia estaba coronada de rizos de color de plata.
Circunstancias tales no impidieron que marido y mujer alcanzasen la mayor felicidad matrimonial posible, de la cual fue fruto promisorio una niña que tenía la misma edad que el niño ciego.
Después de haberse procurado en la vejez un hogar propio en el cual eran legítimos dueños y señores, aunque con alguna restricción, vivían con gran paz y tranquilidad, como si quisieran recobrar los años de agitación y zozobra que habían pasado en casas extrañas. La cosecha del primer año no fue muy buena, por cuya causa tuvieron que reducir sus gastos. En un ángulo en que había una serie de imágenes de santos, y que estaba adornado de hojas de laurel, tenía la señora, con sus palmas y luces, saquitos con diferentes hierbas, con las cuales solía curar a su marido y a las mujeres y labradores que a ella acudían. Las hierbas esparcían su olor característico por toda la casa, y aquel olor quedaba en la memoria de todos los que habían ido allí, mezclado con el recuerdo de la limpia y agradable casita, con el de su tranquilidad y con el de los dos esposos, que vivían en una armonía muy singular en nuestros tiempos.
Con los ya ancianos padres vivía su única hija, una niña de ojos claros y larga trenza rubia, que sorprendía a todos a primera vista por el especial aspecto de tranquilidad que respiraba todo su ser. Diríase que la falta de apasionamiento en el amor tardío de sus padres se reflejaba en el carácter de la hija, en su entendimiento impropio de una niña, en la calma de sus movimientos, en su reflexión y en su mirar.
No la atemorizaban los forasteros; no huía del trato de los niños de su edad
y tomaba parte en sus juegos, aunque siempre de un modo especial, como si no sintiese ninguna necesidad de hacerlo. Y la verdad es que también le gustaba estar sola; iba a paseo, recogía flores, se entretenía con la muñeca y lo hacía todo con aire de seriedad tal, que más que una niña parecía una mujercita.
Sucedió, pues, que un día el cieguecito estaba sentado al pie de una pequeña colina junto al río. Poníase el sol; el aire permanecía quieto y no se oía más que el ruido, casi apagado por la gran distancia, del rebaño que volvía al pueblo. El niño había dejado la flauta a su lado y cansado por el calor del día, se tendió sobre la hierba y se durmió.
Un ruido de pasos interrumpió su sueño. Levantó la cabeza contrariado y escuchó. Los pasos cesaron al pie de la colinita; eran pasos que él no conocía.
—Niño —le dijo una voz infantil—, ¿quién tocaba aquí ahora mismo? Al cieguecito no le gustaba que le estorbasen cuando estaba solo, de modo que respondió brevemente:
—Yo. Contestáronle con un grito de admiración, y la voz infantil en son de alabanza y con buena intención prosiguió:
—¡Qué hermoso era lo que tocabas! El ciego calló.
—¿Por qué no se marcha de aquí? —dijo luego, al notar que la persona que preguntaba había callado y no se movía.
—¿Por qué quieres que me vaya? —preguntó la niña tranquila y sorprendida.
Aquella voz infantil, serena y clara, produjo agradable impresión al oído del ciego, pero a pesar de todo, contestó en el mismo tono seco y cortante de antes:
—No me gusta que venga nadie. La niña se echó a reír. —¡Qué cosas dices! ¡Vaya! ¿Acaso es tuyo todo el mundo y puedes impedir que los demás se paseen?
—Mi madre ha prohibido que se me acercaran. —¿Tu madre? —preguntó reflexionando la niña—. Pues la mía me permite pasear junto al río.
El niño, mimado y acostumbrado a la condescendencia de los suyos, no
—¿No sabes jugar? ¿Por qué? —No sé —contestó el niño abatido y con voz apenas perceptible. Jamás había tenido ocasión de hablar con nadie de su ceguera, y la amable niña que insistía en aquel interrogatorio, le hizo mucho daño.
La desconocida subió a la colinita. —¡Qué extraño eres! —dijo la niña sentándose sobre la hierba a su lado—. Seguramente obras así porque no me conoces. Cuando nos conozcamos bien, no te daré miedo. Yo no tengo miedo de nadie.
La niña dijo todo esto con calma y claridad, y él oyó que ella se echaba al regazo unas cuantas flores.
—¿Dónde coges las flores? —preguntó. —Allí —contestó la niña, volviendo la cabeza. —¿En el campo? —No; allí. —Pues entonces en el bosque. ¿Qué flores son éstas? —¿No conoces las flores? —preguntó. El ciego tomó una flor y pasó suavemente por encima de ella las puntas de sus dedos.
—Ésta es una rosa de agua… Ésta es una violeta —dijo. Inmediatamente quiso conocerla a ella, del mismo modo le puso una mano en la espalda y pasó la otra por sus cabellos, ceja y cara con atención.
Hizo todo esto de una manera tan imprevista y tan súbita, que la niña, sorprendida, no pudo articular ni una palabra; solamente miró al niño con los ojos muy abiertos, pintándose en su mirada una expresión de espanto. Por primera vez notó un aire singular en el rostro de su nuevo amigo. En su fisonomía, pálida y de líneas finas, se manifestaba una observación atenta que no estaba en armonía con su mirada fija. Los ojos del niño parecían mirar lejos, sin fijarse en lo que estaba haciendo, y el sol crepuscular se reflejaba en ellos de un modo singular. Todo esto le parecía a la niña un sueño angustioso. Se deshizo de la mano del cieguecito, se levantó y se echó a llorar.
—¿Por qué me espantas, malo? —dijo enfadada, llorando—. ¿Te he hecho yo algún daño?
Él permaneció inmóvil, consternado, con la cabeza baja; un sentimiento particular, mezcla de irritación y humillación, llenó su pecho de amargo dolor. Por primera vez conoció que un defecto físico no sólo puede inspirar
compasión, sino miedo. Seguramente no podía darse exacta cuenta del sentimiento opresor que lo dominaba, pero su desconocimiento no disminuía su pena. Cayó al suelo y se puso a llorar. Su llanto fue en aumento, los sollozos nerviosos hacían temblar todo su cuerpo tanto más cuanto quería él reprimirse por innato amor propio.
La niña había huido cuesta abajo y al oír el llanto reprimido a medias, se detuvo sorprendida. Volvió el rostro y vio a su nuevo amigo tendido de cara al suelo y llorando; entonces sintió compasión, volvió a subir y se sentó delante de él.
—Escucha —dijo en voz baja—, ¿por qué lloras? ¿Crees que voy a quejarme de ti? No llores. No diré nada a nadie.
Estas compasivas palabras y el tono de dulzura en que fueron dichas, aumentaron el llanto del niño. La niña se arrodilló a su lado, le pasó la mano por encima de los cabellos, alisándoselos, y con los dulces cuidados con que las madres tranquilizan a los niños que acaban de castigar, le hizo levantar y le enjugó las lágrimas con el pañuelo.
—Escúchame —dijo con el tono serio de una persona mayor—, no estoy enfadada… No volverás a hacerlo, ¿no es así?
Le ayudó a levantarse y trató de sentarle a su lado. Él obedeció, quedaron en la posición de antes, con la cara dirigida al sol poniente, y cuando la niña volvió a mirarle la cara, que iluminaban los rayos sonrosados del sol, volvió a parecerle extraño. En sus ojos había lágrimas aún, pero los ojos estaban fijos como antes. Sus facciones temblaban todavía por los esfuerzos que hacía para reprimir el llanto, y al mismo tiempo se leía en ellos una gran pena impropia de un niño.
—Y con todo eres extraño… —dijo la niña en tono compasivo. —No soy extraño —contestó él en voz baja—. No, no soy extraño… Soy ciego.
—¿Ciego? —repitió ella con voz temblorosa, como si la palabra que el niño pronunció en voz baja hubiese sido un fuerte golpe para su corazón de niña.
—¿Ciego? —dijo con voz más temblorosa todavía. Y el pobre niño ciego, como si hubiese querido buscar protección en el sentimiento de infinita compasión que nació en su pecho, se abrazó al cuello de la niña, reclinando la cabeza en su pecho.
Consternada por aquel súbito y triste descubrimiento, la mujercita no se mantuvo por más tiempo a la altura de su calma; se transformó en una pobre criaturilla y prorrumpió en sollozos y en amargo llanto.
difícilmente la ciencia.
—También sé leer francés. —¡Eres un sabio! —exclamó la niña, de todo corazón—. Pero temo que pilles un resfriado. Se levanta una gran bruma del río.
—¿Y tú? —Yo no tengo miedo. ¿Qué puede sucederme a mí? —Tampoco yo tengo miedo. ¿Acaso se resfría más pronto un hombre que una mujer? El tío Max dice que el hombre no ha de temer nada; ni el frío ni el hambre ni los truenos ni los relámpagos.
—¿El tío Max? ¿El que anda con muletas? Ya le he visto… ¡Es horrible!
—No es horrible. Es muy bueno. —¡Es horrible, es horrible! —insistió ella—. Tú no lo sabes, porque no puedes contemplarle.
—Pero le conozco. Él me enseña. —¿Y no te pega? —No me pega ni me riñe nunca. —Claro está. ¿Por ventura se puede pegar a un niño ciego? ¡Sería un pecado!
—No me pega, ni pega a nadie —dijo el niño distraído, porque su oído finísimo había escuchado los pasos de Jojem, que se acercaba.
En efecto; pronto se le vio y se le oyó gritar: —¡Señorito! —Te llaman —dijo la niña levantándose. —Sí, pero no quiero irme. —Vete, vete. Mañana iré a verte. Ahora te esperan a ti, y a mí también. La vecinita cumplió su palabra, y aun más pronto de lo que Piotr esperaba. A la mañana siguiente, cuando éste en su habitación estaba con el tío Max, dando la lección como de costumbre, Piotr levantó de pronto la cabeza y dijo vivamente:
—Permítame un instante. Ha venido la niña.
—¿Qué niña? —preguntó sorprendido el tío Max, acompañando al niño hacia la puerta.
La nueva amiga de Piotr había entrado realmente en la casa, y al ver pasar
a Ana Mijáilovna, se acercó a ella.
—¿Qué quieres, niña? —le dijo Ana Mijáilovna, creyendo que la niña traía algún recado.
La niña le tendió la mano y le dijo: —¿Vive aquí el niño ciego? —Sí —respondió la señora Popelski mirándola con amabilidad y admirando el aire de persona mayor que tenía la niña.
—Pues mi madre me ha dado permiso para venir a visitarle. ¿Puedo verle? En este momento salió Piotr seguido por el tío Max. —Es la niña de ayer, mamá. Ya te lo expliqué todo —dijo él y saludándola añadió—: Sólo tengo una hora de tiempo.
—Bien, el tío Max no será exigente hoy —dijo Ana Mijáilovna—. Ya se lo pediré yo.
Entre tanto la niña, que parecía estar en su casa, se dirigió al tío Max, que se acercaba apoyado en sus muletas.
—Hace muy bien usted en no pegar al niño ciego. Ya me lo ha dicho él mismo.
—¿Es posible, señorita? —preguntó el tío Max con cómica seriedad, mientras cogía con su gruesa mano la manecita de la niña—. Mucho agradezco a mi discípulo que haya hecho formar buen concepto de mí a una dama tan simpática.
El tío Max reía y acariciaba la manecita de la niña, mientras ésta le dirigía su franca mirada, que ganó en seguida el corazón del anciano, por lo general gran enemigo de las mujeres.
—¿No lo ves? —dijo con significativa sonrisa dirigiéndose a su hermana —, Piotr ya se relaciona independientemente de nosotros. Y hay que confesar, que aunque no puede ver, no ha elegido mal. ¿No es verdad?
—¿Qué quieres decir con esto, Max? —preguntó seriamente la señora ruborizándose.
—¡Era una broma! —contestó su hermano lacónicamente al ver que acababa de tocar un punto doloroso, un pensamiento secreto que había pasado velozmente por el cerebro de la madre.
Ana Mijáilovna se volvió más colorada todavía; se inclinó con rapidez hacia la niña y la besó apasionadamente. La niña recibió la inesperada caricia con la misma mirada franca y en cierto modo admirada.