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Este documento narra la historia de un grupo de personas que se reúnen para discutir un misterioso suceso ocurrido en cornualles hace dos años. El relato se centra en raymond west, un escritor que fue invitado por su amigo john newman a pasar la pascua de pentecostés en pol house, una propiedad situada en un pueblecito pesquero llamado polperran. Newman estaba interesado en un supuesto tesoro que se encontraba hundido en las rocas de la costa, y había contratado a un buzo llamado higgins para intentar recuperarlo. Sin embargo, durante la estancia de raymond, newman desaparece misteriosamente, y se descubre que todo era parte de un elaborado plan para robar un valioso tesoro. El documento explora temas como la búsqueda de tesoros, la confianza en las amistades, y la importancia de la observación y la deducción para resolver misterios.
Tipo: Ejercicios
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Estos relatos son contados por los miembros del Club de los Martes que se reúnen cada semana. En la cual cada uno de los miembros y por turno expone un problema o algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución. Para así el resto del grupo poder dar con la solución del problema o misterio. El grupo esta formado por seis personas: Miss Marple, Mujer ya mayor pero especialista en resolver cualquier tipo de misterio. Raymond West: Sobrino de Miss Marple y escritor. Sir Henry Clithering:Hombre de mundo y comisionado de Scotland Yard. Doctor Pender: Anciano clérigo de parroquia Mr. Petherick:Notable abogado Joyce Lempriére:Joven artista No se si la historia que voy a contarles es aceptable —dijo Raymond West—, porque no puedo brindarles la solución. No obstante, los hechos fueron tan interesantes y tan curiosos que me gustaría proponerla como problema y, tal vez entre todos, podamos llegar a alguna conclusión lógica. »Ocurrió hace dos años, cuando fui a pasar la Pascua de Pentecostés a Cornualles con un hombre llamado John Newman. —¿Cornualles? —preguntó Joyce Lemprire con viveza. —Sí. ¿Por qué? —Por nada, sólo que es curioso. Mi historia también ocurrió en cierto lugar de Cornualles, en un pueblecito pesquero llamado Rathole. No irá usted a decirme que el suyo es el mismo. —No, el mío se llama Polperran y está situado en la costa oeste de Cornualles, un lugar agreste y rocoso. A Newman me lo habían presentado pocas semanas antes y me pareció un compañero interesante. Era un hombre de aguda inteligencia y posición acomodada, poseído de una romántica imaginación. Como resultado de su última afición, había alquilado Pol House. Era una autoridad en la época isabelina y me describió con lenguaje vivo y gráfico la ruta de la Armada Invencible. Lo hizo con tal entusiasmo, que uno hubiera dicho que fue testigo presencial de la escena. ¿Existe algo de cierto en la reencarnación? Quisiera saberlo. Me lo he preguntado tantas veces...
—Eres tan romántico, querido Raymond -dijo miss Marpie mirándole con benevolencia. —Romántico es lo último que soy —respondió su sobrino ligeramente molesto—. Pero ese individuo, Newman, me interesaba por esa razón, como una reliquia curiosa del pasado. Parece ser que cierto barco perteneciente a la Armada y que contenía un enorme tesoro en oro procedente de la parte oriental del mar Caribe, había naufragado en la costa de Cornualles, en las famosas y temibles Rocas de la Serpiente. Newman me contó que a lo largo de los años se habían hecho intentos de rescatar el barco y recuperar el tesoro. Creo que estas historias son muy corrientes, aunque el número de barcos con tesoros mitológicos es mucho mayor que el de los verdaderos. Formaron una compañía, pero quebraron, y Newman pudo comprar los derechos de aquella cosa, o como quieran llamarle, por cuatro cuartos. Se mostraba entusiasmado. Según él, sólo era cuestión de utilizar la maquinaria más moderna. El oro estaba allí, no le cabía la menor duda de que podría ser recuperado. »Mientras le escuchaba, se me ocurrió pensar en la frecuencia con que ocurren cosas como ésta. Un hombre rico como Newman logra el éxito casi sin esfuerzo y, no obstante, es probable que el valor de su hallazgo en dinero no signifique nada para él. Debo confesar que me contagié de su entusiasmo. Veía galeones surcando las aguas de la costa, desafiando la tormenta, y abatidos y destrozados contra las negras rocas. La palabra «galeón» me resultaba romántica. La frase el «oro español» emociona a los escolares, y también a los hombres hechos y derechos. Además, yo estaba trabajando por aquel entonces en una novela, algunas de cuyas escenas transcurrían en el siglo XVI, y vi la oportunidad de poder darle un valioso colorido local gracias a Newman. »Salí de la estación de Paddington el viernes por la mañana, ilusionado ante la perspectiva de mi viaje. El compartimiento del tren estaba vacío, con la sola excepción de un hombre sentado ante mí en el rincón opuesto. Era alto, con aspecto de militar, y no pude evitar la sensación de que lo había visto antes en alguna otra parte. Me estuve devanando los sesos en vano durante algún tiempo y al fin di
antes de que partiera el barco. Pero, de no ser así, el oro ha tenido que desaparecer en los últimos seis meses, y yo voy a investigar el asunto. »Encontré a Newman esperándome en la estación. Se disculpó por no traer su automóvil, que se encontraba en Truro a causa de ciertas reparaciones necesarias. En su lugar había traído una camioneta de la finca. »Tomé asiento a su lado y avanzamos con prudencia por las estrechas callejuelas del pueblecito pesquero, subimos por una pendiente muy pronunciada, yo diría que de un veinte por ciento, recorrimos una corta distancia por un camino zigzagueante y finalmente enfilamos los pilares de granito de la entrada de Pol House. »Era un lugar encantador, situado sobre los acantilados, con una estupenda vista sobre el mar. Algunas partes tenían unos trescientos o cuatrocientos años de antigüedad, pero se le había añadido un ala moderna. Detrás de ella se extendían unos siete u ocho acres de terreno de cultivo. »—Bienvenido a Pol House —dijo Newman—. Y a la enseña del Galeón Dorado —y señaló hacia la puerta principal, de donde pendía una reproducción perfecta de un galeón español con todas sus velas desplegadas. »Mi primera noche allí fue deliciosa e instructiva. Mi anfitrión me mostró viejos manuscritos que hacían referencia al Juan Fernández. Desplegó cartas de navegación ante mí, indicándome posiciones marcadas con líneas de puntos, y me enseñó planos de aparatos de inmersión, los cuales, debo confesar, me satisficieron por completo. »Le hablé del encuentro con el inspector Badgworth, cosa que le interesó sobremanera. »—Hay gentes muy extrañas por esta costa -dijo en tono pensativo-. Llevan en la sangre el contrabando y la destrucción. Cuando un barco se hunde en sus costas no pueden evitar considerarlo un pillaje legal para sus bolsillos. Hay aquí un individuo al que me gustaría que conociera. Es un tipo interesante. »El día siguiente amaneció claro y radiante. Fuimos a Polperran y allí me fue presentado el buzo de Newman, un hombre llamado Higgins. Era un indiv-duo de rostro curtido, extremadamente taciturno y
cuyas intervenciones en la conversación se reducían a monosílabos. Después de discutir entre ellos sobre asuntos técnicos, nos dirigimos a Las Tres Ancoras. Una jarra de cerveza contribuyó un poco a desatar la lengua de aquel individuo. »—Ha venido un detective de Londres —gruñó—. Dicen que ese barco que se hundió en noviembre pasado llevaba a bordo gran cantidad de oro. Bueno, no fue el primero en zozobrar y tampoco será el último. »—Cierto, cierto —intervino el posadero de Las Tres Áncoras—. Has dicho una gran verdad, Bill Higgins. »—Vaya silo es, Mr. Kelvin —replicó Higgins. »Miré con cierta curiosidad al posadero. Era un hombre muy peculiar, moreno, de rostro bronceado y anchas espaldas. Sus ojos parecían inyectados en sangre y tenían un modo muy extraño de evitar la mirada de los demás. Sospeché que aquél era el hombre de que me hablara Newman, al que calificó de sujeto interesante. »—No queremos extranjeros entrometidos en estas costas -dijo con tono siniestro. »—¿Se refiere a la policía? —preguntó Newman con una sonrisa. »—A la policía y a otros —replicó Kelvin significativamente—. Y no lo olvide usted, señor. »—¿Sabe usted, Newman, que me ha sonado como una amenaza? —le dije cuando subíamos la colina para dirigirnos a casa. »Mi amigo se echó a reír. «—Tonterías, yo no le hago ningún daño a la gente de aquí. »Yo moví la cabeza pensativo. En Kelvin había algo siniestro y salvaje, y comprendí que su mente podía discurrir por sendas extrañas e insospechadas. »Creo que mi inquietud comenzó a partir de aquel momento. La primera noche había dormido bastante bien, pero la siguiente mi sueño fue intranquilo y entrecortado. El domingo amaneció gris y triste, con el cielo encapotado y la amenaza de los truenos estremeciendo el aire. Me fue difícil disimular mi estado de ánimo y Newman observó el cambio operado en mí. »—¿Qué le ocurre West? Esta mañana está hecho un manojo de nervios. »—No lo sé —dije—, pero tengo un horrible presentimiento. »—Es el tiempo. »—Sí, es posible.
de ellas estaba colocando la cafetera sobre la mesa cuando yo entré en la habitación. »—Buenos días, Elizabeth —dije—. ¿No ha bajado todavía Mr. Newman? »—Debe de haber salido muy temprano, señor —me contestó—, pues no estaba en la casa cuando llegamos. »Al instante sentí renacer mi inquietud. Las dos mañanas anteriores Newman había bajado a desayunar un poco tarde y en ningún momento supuse que fuese madrugador. Impulsado por mis presentimientos, subí a su habitación. La encontré vacía y, además, sin señales de que hubiera dormido en su cama. Tras un breve examen de su dormitorio, descubrí otras dos cosas. Si Newman salió a pasear debió de hacerlo en pijama, puesto que éste había desaparecido. »Entonces tuve el convencimiento de que mis temores eran justificados. Newman había salido, como dijo que haría, a dar un paseo nocturno y, por alguna razón desconocida, no había regresado. ¿Por qué? ¿Habría tenido un accidente? ¿Se habría caído por el acantilado? Debíamos averiguarlo en seguida. »En pocas horas ya había reclutado a un gran número de ayudantes y juntos lo buscamos en todas direcciones, por los acantilados y en las rocas de abajo, pero no había rastro de Newman. »Al fin, desesperado, fui a buscar al inspector Badgworth. Su rostro adquirió una expresión grave. »—Tengo la impresión de que ha sido víctima de una mala jugada —dijo—. Hay gente muy poco escrupulosa por esta zona. ¿Ha visto usted a Kelvin, el posadero de Las Tres Ancoras? »Le contesté afirmativamente. »—¿Sabía usted que estuvo cuatro años en la cárcel por asalto y agresión? »—No me sorprende —repliqué. »—La opinión general de los habitantes de este pueblo parece ser que su amigo se entromete demasiado en cosas que no le conciernen. Espero que no haya sufrido ningún daño. »Continuamos la búsqueda con redoblado ánimo y hasta última hora de la tarde no vimos recompensados nuestros esfuerzos. Descubrimos a Newman en su propia finca, dentro de una profunda zanja, con los pies y las manos fuertemente atados con cuerdas y un pañuelo en la boca, a modo de mordaza, para evitar que gritase.
»Estaba terriblemente exhausto y dolorido, pero después de unas fricciones en las muñecas y en los tobillos y un buen trago de whisky, pudo referirnos lo que le había ocurrido. «Cuando aclaró el tiempo, salió a dar un paseo, a eso de las once. Llegó hasta cierto lugar de los acantilados conocidos vulgarmente como la Ensenada de los Contrabandistas debido al gran número de cuevas que hay allí. Allí observó que unos hombres sacaban algo de un pequeño bote y bajó para ver de qué se trataba. Fuera lo que fuera, parecía ser algo muy pesado y lo trasladaban a una de las cuevas más lejanas. »Sin imaginar que se tratase en realidad de algo ilegal, Newman lo encontró extraño. Se acercó un poco más sin ser visto, mas de pronto se oyó un grito de alarma e inmediatamente dos fornidos marineros cayeron sobre él y le dejaron inconsciente. Cuando volvió en sí, se encontró tendido en un vehículo que iba a toda velocidad y que subía, dando tumbos y saltando sobre los baches, por lo que pudo deducir, por el camino que conduce de la costa al pueblo. Ante su sorpresa el camión penetró por la entrada de su propia casa. Allí, tras sostener una conversación en voz baja, los hombres lo sacaron para arrojarlo a la zanja en el lugar en que su profundidad haría más improbable que fuera hallado por algún tiempo. Después, el camión se puso en marcha y le pareció que salía por la otra entrada, situada una milla más cerca del pueblo. No pudo darnos descripción alguna de los asaltantes, excepto que desde luego eran hombres de mar y, por su acento, cornualleses. »El inspector Badgworth pareció muy interesado por el relato. »—Apuesto a que es ahí donde ha sido escondido el oro —exclamó—. De un modo u otro debió ser salvado del naufragio y almacenado en alguna cueva solitaria, en alguna otra parte. Hemos registrado todas las cuevas de la Ensenada de los Contrabandistas y, como que ahora nos dedicamos a buscarlo más hacia el interior, lo han trasladado de noche a una cueva que ya ha sido registrada y que, por consiguiente, no es probable que volvamos a mirar. Por desgracia han tenido por lo menos dieciocho horas para llevárselo de nuevo. Si capturaron a Mr. Newman ayer noche, dudo que encontremos nada allí a estas horas.
—Nunca lo encontraron, desde luego —repitió Raymond—, y tampoco pudieron acusar a Kelvin. Supongo que era demasiado listo para ellos, pero no veo cómo se las arregló. Fue detenido por la prueba del neumático, pero surgió una dificultad extraordinaria. Al otro lado de las grandes puertas del garaje había una casita que en verano alquilaba una artista. —¿Oh, esas artistas! -exclamó Joyce riendo. —Como tú dices: ¡Oh, esas artistas! Ésta en particular había estado enferma algunas semanas y por este motivo tenía dos enfermeras que la atendían. La que estaba de guardia aquella noche acercó su butaca a la ventana, que tenía la persiana levantada, y declaró que el camión no pudo haber salido del garaje de enfrente sin que ella lo viera y juró que nadie salió de allí aquella noche. —No creo que esto deba considerarse un problema —comentó Joyce—. Es casi seguro que la enfermera se quedó dormida, siempre se duermen. —Es lo que siempre ocurre -dijo Mr. Petherick juiciosamente—. Pero me parece que aceptamos los hechos sin examinarlos lo suficiente. Antes de aceptar el testimonio de la enfermera debiéramos investigar de cerca su buena fe. Una coartada que surge con tal sospechosa prontitud despierta dudas en la mente de cualquiera. —También tenemos la declaración de la artista -dijo Raymond—. Dijo que se encontraba muy mal y pasó despierta la mayor parte de la noche, de modo que hubiera oído sin duda alguna el camión, puesto que era un ruido inusitado y la noche había quedado muy apacible después de la tormenta. —¡Hum...! —dijo el clérigo—. Eso desde luego es un factor adicional. ¿Tenía alguna coartada el propio Kelvin? —Declaró que estuvo en su casa durmiendo desde las diez en adelante, pero no pudo presentar ningún testigo que apoyara su declaración. —La enfermera debió quedarse dormida lo mismo que su paciente —dijo la joven—. La gente enferma siempre se imagina que no ha pegado ojo en toda la noche. Raymond West lanzó una mirada interogativa al doctor Pender. —Me da lástima ese Kelvin. Me parece que es víct-ma de aquello de «Por un perro que maté...». Kelvin había estado en la cárcel. Aparte de la huella del neumático, que es desde luego algo
demasiado evidente para ser mera coincidencia, no parece haber mucho en contra suya, excepto sus desgraciados antecedentes. —¿Y usted, sir Henry? El aludido movió la cabeza. —Da la casualidad —replicó sonriendo- que conozco este caso, de modo que evidentemente no debo hablar. —Bien, adelante, tía Jane. ¿No tienes nada que decir? —Espera un momento, querido —respondió miss Marple—. Me temo que he contado mal. Dos puntos del revés, tres del derecho, saltar uno, dos del revés... sí, está bien. ¿Qué me decías, querido? —¿Cuál es tu opinión? —No te gustaría, querido. He observado que a los jóvenes nunca les gusta. Es mejor no decir nada. —Tonterías, tía Jane. Adelante. —Pues bien, querido Raymond -dijo miss Marple dejando la labor para mirar a su sobrino- creo que deberías tener más cuidado al escoger a tus amistades. Eres tan crédulo, querido, y te dejas engañar tan fácilmente. Supongo que eso se debe a que eres escritor y tienes mucha imaginación. ¡Toda esa historia del galeón español! Si fueras mayor y tuvieses mi experiencia de la vida te habrías puesto en guardia en seguida. ¡Además, un hombre al que conocías sólo desde hacía unas semanas! Sir Henry lanzó un torrente de carcajadas al tiempo que golpeaba su rodilla. —Esta vez te han pillado, Raymond —dijo—. Miss Marpie, es usted maravillosa. Tu amigo Newman, muchacho, tenía otro nombre, es decir, varios más. En estos momentos no está en Cornualles, sino en Devonshire. En Dartmoor, para ser exacto y en calidad de convicto en la prisión de Princetown. No pudimos cogerlo por el asunto del oro robado, pero sí por robar la cámara acorazada de uno de los bancos de Londres. Cuando revisamos sus antecedentes supimos que buena parte del oro robado fue enterrado en el jardín de Pol House. Fue una idea bastante buena. Por toda la costa de Cornualles se cuentan historias de barcos hundidos llenos de oro. Serviría para justificar el buzo y para justificar el oro. Pero se necesitaba una víctima propiciatoria y Kelvin era la ideal. Newman representó su pequeña