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Este texto analiza la importancia de discutir los fines del Estado y la necesidad de abordar críticamente los términos utilizados. Se examina la relación entre el Estado y sus fines, la autodeterminación del Estado y la importancia de considerarlo como un fin en sí mismo. Se distingue entre fines rectores y fines potenciadores, y se discuten los desafíos que el Estado democrático debe superar para lograr su desarrollo.
Tipo: Ejercicios
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Ciro Alegría Varona Profesor principal del Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú
El tema de este artículo tiene la dificultad de las grandes cuestiones prácticas. Lo que se diga sobre el asunto puede tener amplias repercusiones y decidir de antemano, para bien o para mal, la dirección en que ha de desarrollarse la actividad del país, antes de haber explorado siquiera los caminos por los que avanzará. Por eso, porque es difícil juzgar rectamente sobre un tema que tiene tan poderosa influencia, no debe extrañarnos que se ocupen de él con predilección los demagogos. Sin embargo, el gran significado práctico de las discusiones sobre los fines del Estado obliga a los patriotas a ocuparse de ello, para lo cual no sólo se requiere cierta dedicación y esfuerzo, sino la disposición a renunciar a las doctrinas o creencias que no soporten la crítica exhaustiva. La actitud soberana del pensamiento, el coraje intelectual que se requiere para abordar seriamente este tema no son menos meritorios que la valentía en el campo de batalla, pues quien pone a disposición del juicio racional todos los valores en los que tiene fe, quien no reconoce más autoridad que aquella que se impone al entendimiento, arriesga durante esta investigación el prestigio, el reconocimiento, el mando, la seguridad y los bienes que dependen de aquellas justificaciones que él ahora se atreve a discutir. A cambio de este sacrificio, el estudio libre de los verdaderos fines prácticos le abre
Así las cosas, corresponde analizar críticamente primero los términos en que nos referimos a los fines del Estado, o bien intentar aclarar qué queremos decir cuando usamos estos términos. En un segundo momento podremos pasar a proponer una cierta visión de cuáles son esos fines y en qué orden conviene perseguirlos, o dicho de otro modo, qué políticas, instituciones y estrategias contribuyen a alcanzarlos.
1 La noción de finalidad y la
1.1 Los fines como ideas prácticas e intersubjetivas. Las cosas adquieren significado práctico en el momento en que se las considera desde el punto de vista de su finalidad. Lo que podemos decir sobre un objeto cuando nos referimos a él simplemente como un hecho percibido por los sentidos o definido mediante un concepto, es sólo un acercamiento teórico al mismo. En la vida cotidiana presuponemos con frecuencia más bien que la mejor manera de expresar la naturaleza de algunas cosas es referirnos a su utilidad o su destino. Por ejemplo: -Esto es un martillo. Sirve para martillar. Para clavar los clavos hay que martillados-. De este modo recurrimos a la finalidad como una manera de mostrar la verdad de una cosa. Pero que la finalidad constituya la definición de una cosa no es nada evidente. Cuando hablamos de los fines del Estado, parece que la aclaración de los fines fuera un procedimiento conducente a la aclaración de lo que entendemos por Estado. Sin embargo, la noción de finalidad, y con ella el sentido práctico de las cosas, sólo resulta simple cuando se trata precisamente de utensilios, herramientas, instrumentos o en general dispositivos técnicos artificiales fabricados de manera que su activación produce determinados efectos materiales. Entonces es posible que la facilidad con que hablamos de fines del Estado provenga de que lo tratamos como si fuera un simple instrumento. En todo caso, aunque es fácil referirse a los instrumentos indicando su finalidad, detrás de esta manera de hablar se esconde un serio problema lógico, el cual revela recién su gravedad cuando abordamos auténticas
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cuestiones prácticas. El verdadero y más complejo significado de la palabra fin no aparece en su significado instrumental, es decir, cuando la aplicamos a las cosas, sino cuando la usamos para referirnos a las acciones. Cada vez que creemos que algo se caracteriza por su finalidad, estamos afirmando que su naturaleza actual está determinada por una realidad futura, aún no nacida, pero conectada desde ya de algún modo necesariamente con ello; esa contraparte futura de lo actual, la que no está presente pero lo determina y constituye, es su "para qué", el estado de cosas para producir el cual esto existe. Pero la conexión entre lo actual y el estado de cosas futuro que supuestamente ello trae consigo es a su vez una cuestión de hecho. Cuando decimos "pastillas para bajar la fiebre", es sólo un hecho regularmente observado el que la fiebre realmente baje cuando se toman esas pastillas. Puede suceder perfectamente que en uno o en muchos casos eso no suceda. Luego, el hecho de que la fiebre baje no es una virtud intrínseca de esas pastillas. Simplemente se da el caso, una y otra vez, es decir, ocurre casual y extrínsecamente, que después de
entonces, abrimos una dimensión de significados propia de la esfera del actuar humano. En sentido estricto, sólo el mundo social tiene fines. Cuando figuran como ideas prácticas, con el significado fuerte de metas colectivas, tiñen el mundo físico con los colores de presencias latentes, potencialidades y perspectivas de desarrollo.
Los fines son visiones interiores de un orden venidero, las que un individuo propone a los demás con la intención de compartirlas como convicciones que regulen el actuar de cada uno. su validez no es objetiva, (. .. ) sino, en todo caso, intersubjetiva, porque una finalidad propuesta sólo se afianza cuando resulta razonable, motivadora y organizadora de la praxis social
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definición que tenemos de una cosa no están prefijados a ciencia cierta los estados de cosas venideros que asociamos con ella. La finalidad no expresa, pues, ningún tipo de necesidad lógica, de manera que si se habla de los fines de una cosa no es posible dar a estas expresiones ningún significado objetivo. El resultado de este análisis es consistente. Por un lado, los conceptos teóricos, referidos exclusivamente a los hechos objetivos, carecen de significado práctico y no dicen nada sobre los fines de las cosas; por otro, las ideas de finalidad, mejor llamadas teleológicas, carecen de núcleo objetivo sólido; son, más bien, el lenguaje en que unos sujetos ofrecen a los otros ciertas anticipaciones imaginarias que ayudan a orientar y coordinar las acciones. Los fines son visiones interiores de un orden venidero, las que un individuo propone a los demás con la intención de compartirlas como convicciones que regulen el actuar de cada uno. Su validez no es objetiva, en el sentido de que exista más allá de la comunicación y el intercambio de experiencias entre sujetos, sino, en todo caso, intersubjetiva, porque una finalidad propuesta sólo se afianza cuando resulta razonable, motivadora y organizadora de la praxis social. Al hablar de fines,
Esto nos lleva a considerar la antigua idea de que en el mundo práctico hay ciertas cosas que merecen ser consideradas como fines en sí mismas. Veamos el clásico ejemplo de Aristóteles: la fabricación de arreos de montar tiene su finalidad en el arte de la equitación, ésta tiene a su vez su meta en servir bien a la estrategia, y la estrategia a la política, que es la actividad por la cual los ciudadanos realizan su existencia libre como miembros de una polis que se da sus propias leyes. Para los antiguos griegos, la vida ciudadana en la polis es un fin en sí, ella misma es la felicidad por la cual se persiguen todos los demás fines. Puesto en términos modernos, en ella se comprende que todos y cada uno de los ciudadanos, al integrarse a la asamblea soberana y los cargos públicos, se vuelven capaces de tomar las riendas de las circunstancias que rodean a la comunidad política, de manera que las condiciones materiales y sociales actúen para bien de esa misma capacitación individual. Esta bella unidad de la vida política antigua desafía al entendimiento del hombre moderno. Reconocemos en ella una razón superior, pero desde el punto de vista de nuestras sociedades funcionalmente
Ciro Alegría
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de que la comunidad política se da sus propios fines en el mismo proceso en que los ciudadanos alcanzan la plenitud de sus capacidades. No podemos separar, pues, fines de principios. Los fines que no respetan los principios democráticos no son auténticos fines, sino apenas reglas de funcionamiento de un sistema que absorbe ciertas contingencias y se adapta a otras. Pero en sociedades complejas como las nuestras no podemos tampoco prescindir de las reglas de funcionamiento, ni de la organización sistémica. El resultado es una estructra triple, hecha de principios, metas y reglas. Los principios se ponen en práctica sólo si las acciones se convocan mediante visiones compartidas, es decir, mediante metas colectivas. Y las metas, a su vez, como ya vimos, sólo brillan como tales a la luz de las deliberaciones abiertas por los principios comunicativos. Ahora bien, la realización de las metas se apoya en la división del trabajo permitida y estabilizada por las reglas funcionales. Pero como no nos interesa la autoconservación de un sistema de reglas carente de dinámica democrática, no hay reglas que valgan si no contribuyen al logro de las metas acordadas.
1.3 El Estado sin fines. Está claro que han existido, existen y seguirán existiendo Estados carentes de metas expresas que surjen del debate público y orientan el actuar colectivo. No faltan tampoco los Estados que se contentan con metas colectivas salidas de la mente desvelada de algún guía de masas o de las pomposas fórmulas de alguna comisión consultiva. Un Estado tiene fines propiamente dichos cuando sus metas no son secretos de Estado inconfesables o impresentables a su propio pueblo, sino tareas nacionales que cuentan con reconocimiento y vigencia de la población. Importantes teorías modernas y contemporáneas del Estado excluyen la noción de finalidad. Lo interesante de estas teorías para nuestra investigación es que son las mismas que rechazan o marginan los ideales democráticos de la soberanía del pueblo y los derechos inalienables del hombre.
Thomas Hobbes sostiene que el origen del Estado está en los contratos que los individuos celebran por necesidad, es decir, como el único medio con que cuentan para salir del estado de guerra de todos contra
todos en que se encuentran originariamente debido a su naturaleza egoísta. Al contratar, cada individuo acepta poner ciertas limitaciones a su arbitrio. con tal de que el campo de acción arbitraria que le queda sea respetado por la contraparte del contrato. Pero no hay contrato perfecto, la lucha puede resurgir en cualquier momento, tan pronto una de las partes decida romper el acuerdo para conseguir ventajas. Es también necesario e inevitable entonces que los contratantes renuncien efectivamente a usar la violencia como un medio para modificar los contratos. Ello se verifica en el momento en que las partes deponen las armas, dejándolas en manos de un tercero, cuyo poder entonces surge así de la incapacidad de los individuos para convivir libre y soberanamente. El Estado es así fruto de la necesidad, no de la libertad. Los individuos quedan sometidos, a causa de su propio egoísmo, a un poder enorme que se hace tanto más fuerte cuanto más compleja y amplia es la red de interdependencias sociales. El Leviatán no es el fruto de un ideal de vida compartido, es más bien la expresión drástica del sistema impersonal de los condicionamientos sociales, es el saldo de violencia latente que se cierne sobre todos los esfuerzos privados por conseguir satisfacción y seguridad. Esta teoría se ofrece como saber práctico adecuado a la sociedad moderna porque no recurre a ninguna moral ni convicción para fundamentar la regulación de los conductas y la racionalidad del poder. Por ello, parece elevarse por encima de los conflictos entre visiones del mundo que desgarran a los Estados modernos. En esto le siguen los pasos a Hobbes todas las teorías contractualistas radicales que se ofrecen como fundamentaciones racionales del orden social. Con tal de librarse de la tarea de mediar entre convicciones contrapuestas, los contractualistas están dispuestos a cargar con la deuda de inverosimilitud e inviabilidad práctica que implica su ficción de que los hombres son egoístas por naturaleza y que pueden establecer normas mediante el simple cálculo de intereses privados.
Otro sustituto del consenso democrático es la idea utilitarista de bien común. Ante la experiencia histórica de que es necesario integrar amplios sectores de la población a un proyecto nacional, Mili y Bentham redescubren en la Inglaterra del siglo XIX la
importancia de las metas colectivas. El bien común debía convertirse en el objeto de contemplación pública que le diera unidad a la democracia de masas. Pero, al mismo tiempo, el bien común debía definirse por un procedmiento que suprimiera de entrada toda influencia de las convicciones o visiones del mundo que luchaban en el país. Este procedimiento quedó señalado por el siguiente principio: hacer aquello que traiga el mayor bien cuantificable posible para el mayor número de personas. Este principio de maximización de ventajas y oportunidades sociales, como toma en cuenta en el cálculo el efecto de los beneficios sobre la mayoría de la población, incluye, en la democracia de masas, la ventaja de que consolida una mayoría electoral. El público masivo, incapaz de participar en los debates racionales, prefiere atenerse a los resultados tangibles y se convierte gustosamente en clientela política de los que establecen las metas del Estado según un cálculo empírico de las consecuencias. Surge entonces la creencia de que todos los conflictos pueden resolverse mediante cálculos de costo y beneficio, porque a fin de cuentas las personas desean la felicidad, que es, según los utilitaristas, la mayor cantidad de placer o satisfacción y la menor de sufrimiento posible. La posibilidad trágica de un conflicto entre dos pretensiones igualmente válidas pero irreconciliables desaparece. El utilitarista percibe la aparición o subsistencia de un conflicto como un síntoma de ineficiencia. El problema restante en medio de esto es precisamente el de la plausibilidad práctica de las metas definidas mediante un cálculo de rendimientos. Bien puede pasar que una persona admita que, después de considerar todos los factores, la opción tomada es el mal menor, o el bien mejor posible dadas las circunstancias, y sin embargo sienta que se ha hecho algo incorrecto. Entonces el utilitarista queda como un cobarde que prefiere mantener su capacidad operativa, para poder seguir siendo él quien realice metas colectivas, antes de afrontar un problema moral. Condenar a un inocente, dejar libre a un culpable, son a veces medidas inequívocamente rendidoras en términos de ventajas para la mayoría. Ante el resentimiento moral de ciertos sectores sociales, el utilitarista, como se guía por resultados empíricos, procede entonces a tomar en cuenta esa sensibilidad como un tipo de felicidad que debe incluirse en el cálculo del bien común. Pero el resultado se parece
cada vez menos a un cálculo, a causa de la diversidad de factores que pretende tomar en cuenta, y además, el resentimiento no cesa, porque proviene de la existencia de grupos sociales que defienden valores que ellos mismos consideran inconmensurables, es decir, no negociables.
La situación se complica un poco más para el utilitarista cuando su manera de pensar es asumida como una especie de moral por grupos de interés y sujetos privados. Cuando éstos dejan de lado los principios morales, modos y maneras que forman el tejido social en que interactúan, las ventajas privadas que obtienen a costa de los no utilitaristas inducen a estos últimos a abandonar a su vez los escrúpulos morales (Ley de Gresham). Así se inicia una escalada de defraudaciones. Por cálculo racional y utilitarismo militante, cada vez más personas evitan las complicaciones que podrían tocarles debido a responsabilidades asumidas, eligiendo el mayor beneficio posible dentro de su situación particular concreta. En el conjunto de la sociedad aparecen luego consecuencias negativas de la escalada de desconfianza, produciendo un efecto de conjunto indeseable para el mismo punto de vista utilitarista. Pero a la hora del estado de emergencia, cuando los
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pese a tener, por su naturaleza sistémica, cierta capacidad para autoestabilizarse áun en medio de la miseria política. Las actividades de autodeterminación política y desarrollo del Estado de Derecho son los sectores más dinámicos del proceso nacional. Sólo ellos pueden estimular los lazos de confianza, la disposición a compartir riesgos y el intercambio de bienes y conocimientos en la magnitud necesaria para ser competitivos en el actual contexto internacional. Sin embargo, este dinamismo hace que el reconocimeitno y logro de estas metas dependa directamente de la conciencia y la voluntad de los dirigientes del país. El Estado democrático es como un caballo fino; no soporta descuido, pero, bien cuidado, resulta vencedor.
2.1.1 Autodeterminación política. Es una meta fundamental del Estado organizarse para que los ciudadanos ejerzan su derecho a darse leyes. Potencialmente, la unidad de acción de los ciudadanos se apoya en la memoria de los muertos, la comunidad histórica que forman sus identidades culturales, la confluencia de intereses, el territorio, etc., pero la conciencia y la praxis actual de esa unidad se realiza en la Constitución Política y en el proceso democrático que la vuelve efectiva. La clave de bóveda de esta actividad fundamental es el parlamentarismo. A través de él la soberanía del pueblo es ejercida de modo que sus decisiones repercuten en el reconocimiento práctico de los derechos de las personas. Metas nacionales sobresalientes son en este sentido las del perfeccionamiento de la actividad legislativa (comisiones, investigaciones, apertura a debate público, respeto a minorías, coordinación con el Ejecutivo) y las del perfeccionamiento del sistema representativo (distritos electorales, renovación parlamentaria por fracciones, ley de partidos políticos). También es una meta de este tipo organizar la participación del poder legislativo en el control democrático de todos los actos del Estado. La integración de nuestra soberanía nacional en posibles formas de unidad americana puede llegar a ser una meta de autodeterminación política.
2.1.2 Estado de Derecho. Todo poder, en particular los del Estado, debe ejercerse según ley. La exigibilidad de los derechos y la plena vigencia práctica de las leyes orientan la
conducta ciudadana hacia el fortalecimiento del sistema democrático. Seguridad jurídica,seguridad ciudadana, administración de justicia y sistema penal justo son importantes metas de este tipo. Ello comprende funciones fundamentales como las de superintendencia, supervisión y policía. A este orden de metas corresponden también los servicios básicos de salud y de seguridad social. De más está tener la legislación más avanzada si no la acompaña una aplicación segura y confiable. Las metas del estado de derecho sirven de vínculo entre las metas políticas y las metas potenciadoras de condiciones generales para el desarrollo. No es dable en un Estado Democrático de Derecho que los fines potenciadores, como son la defensa y el desarrollo, sean definidos al margen de los poderes del Estado por los sistemas institucionales y sociales especializados en ellos. Las metas del desarrollo y la seguridad interna y externa deben definirse a la luz de las metas de las instituciones democráticas básicas. Por ello, pese a su explicable autonomía sistémica, las actividades de inteligencia y defensa, por un lado, y las actividades financieras, agrícolas, industriales y comerciales, por otro, deben desarrollarse bajo responsabilidad y control ministerial o parlamentario.
2.2.1 Seguridad interior y exterior. La soberanía que se ejerce en las esferas políticas arriba señaladas se halla expuesta a amenazas o presiones que tienen orígenes extremadamente complejos y pueden adquirir magnitudes altamente peligrosas para la totalidad de la vida nacional. Por ello, la seguridad integral es un fin del Estado, consistente en mantener la paz y proteger de amenazas extraordinarias el potencial de libertad y desarrollo del país. Dentro de ello se comprenden la capacidad estratégica y operativa de las Fuerzas Armadas, así como una actividad central y permanente de inteligencia que provea al Estado conocimientos sobre el difícil terreno en el que con frecuencia tiene que actuar para consolidar su defensa. Es natural también que las Fuerzas Armadas participen en el desarrollo social y económico, ya que estos asuntos se tornan relevantes para la defensa y en algunos aspectos la capacidad opera ti va y presencia territorial de las Fuerzas Armadas es imprescindible para poner hitos
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2.2.2 Desarrollo económico y social.