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Apuntes sobre el tema de Dosis personal
Tipo: Apuntes
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Barranquilla, Domingo 14 de Mayo 2006
Desde lejanos tiempos la humanidad ha sostenido muchas veces sin reparo alguno que las normas jurídicas de la sociedad política deben imponer la obligatoriedad de ciertas reglas morales, consideradas fundamentales para un buen vivir y para el aseguramiento de la permanencia de la misma comunidad política. Esto ha conllevado la prohibición de la homosexualidad, el alcoholismo, la pornografía y muchas otras manifestaciones de la conducta humana. Estas concepciones, calificadas hoy como injustificadas o despóticas, se vieron favorecidas con la aparición de la obra fundamental del filósofo italiano Tomás de Aquino, la Summa Theologicae (Suma Teológica), escrita por su autor en el siglo XIII, y en la cual empezaron a fundamentarse. La tesis más importante de la Summa Theologicae a este respecto, es la que, a manera de pregunta, se cuestiona “si es un efecto de la ley hacer buenos a los hombres”. A esto responde Tomás de Aquino que “la ley se da para dirigir los actos humanos, y en la medida en que los actos humanos conducen a la virtud, en esa medida la ley hace buenos a los hombres”. La ley positiva entonces induce a los hombres, como efecto suyo, a la virtud, en tanto que son sometidos a los imperativos de la razón práctica del gobernante. La ley jurídica se orienta a la
consecución de la perfección moral de los hombres, induciéndolos a la virtud y no importando que ello se logre mediante el uso de la coacción, en procura de lograr el bien común político. Este bien común político no es otro que el defendido por la mayoría, la cual forzará la necesidad de hacer que la minoría viciosa sea reconducida por la razón práctica expresada en la ley civil, hacia la práctica de la virtud, sinónimo del bien. En una especie de puesta en escena de los preceptos tomistas, La Naranja Mecánica (1962), novela del escritor británico Anthony Burgess, fallecido en Noviembre de 1992, relata la historia de Alex, un chico ultraviolento cuyos desmanes en compañía de su banda le merecieron ser sometido a un “tratamiento especial” que tendría como resultado volverlo bueno a la fuerza. Pero Alex es un joven que en ocasiones se abstrae en profundas meditaciones, las cuales le condujeron una vez a pensar que si a un hombre se le impone hacer el bien mediante coacción, es preferible para él hacer el mal en libertad. El desvalido Alex conoce el inexcusable valor de la autodeterminación personal. El mundo de Alex es como el nuestro: está atravesado por la agresividad, la crueldad y la destrucción, pero aún así, su meditación no puede llevar al lector a sindicarle de practicar especie alguna de cinismo como ética, ya veremos por qué. Una meditación similar condujo a la Corte Constitucional colombiana a declarar inconstitucional el castigo del porte y consumo de la Dosis Personal de sustancias ilícitas en
comparten las sociedades humanas más evolucionadas, las cuales se fundan en el principio rector de la libertad, el cual muestra cuáles acciones se tornan contrarias al propósito de alcanzar la justicia: “una vez que se ha optado por la libertad, no se la puede temer”, dice la Corte en su sentencia. Cuando una sociedad ha optado por el reconocimiento de sus miembros como autónomos, lo que ha decidido es refrendar el carácter que le corresponde a cada uno como sujeto ético, cuya consecuencia más importante consiste en que los asuntos que sólo a la persona atañen en t érminos de lo bueno y lo malo, s ólo por ella deben ser decididos. El fundamento de semejante convicción no es otro que la capacidad inalienable del hombre de ser en sí, o, lo que es igual, ser fin en sí mismo, condición que le impide convertirse en parte o instrumento de otro. Pero cuando una sociedad toma decisiones por cada uno de sus miembros, prescribiendo comportamientos que sólo al individuo atañen y sobre los cuales cada persona es dueña de decidir, les reduce a la condición de objetos, convirtiéndolos en medio para los fines que al margen de la voluntad autónoma de ellos se eligen. La sociedad entera, y sus gobernantes incluidos, pueden no compartir el ideal de vida de cada uno de los individuos que la integran por considerar, razonablemente, que no har ían lo mismo con sus propias vidas, pero eso no transforma aquel ideal en ileg ítimo. Optar por la autonomía y la libertad lleva implícita la necesidad de una cultura de la tolerancia, y es esta la que nos capacita para que, formas de vida diferentes, que nos pueden resultar no sólo chocantes, sino contrarias a la nuestra, merezcan tanto respeto como las de la mayoría, y aunque esto es ya lugar común, cuesta asegurar que su sentido haya sido asumido por nuestra sociedad como algo obvio. La tolerancia exige una actitud de no importunación, perturbación o coacción a quienes piensan, opinan, sienten o actúan de cierta manera, aunque nos resulte desagradable o equivocada. El derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad (así como la totalidad de los derechos de la persona), supone la presencia de una instancia que proteja y salvaguarde su disfrute y respeto a todos los individuos, a fin de que se ejerza la libertad por igual como garantía de su realización personal. Esta instancia, pese a que las más de las veces se enfrenta al
individuo como un enemigo amparado en un poder temible por lo injusto y avasallador, sigue siendo el Estado: único guardián de la esfera de libertad que todo individuo requiere para el ejercicio de una vida digna. Por esta razón resulta contrario a cualquier concepción de democracia el hecho de que el Estado pretenda interponerse en el goce pleno del derecho al libre desarrollo de la personalidad de sus ciudadanos. Esto último nos obliga a considerar hoy, cuando se ha promovido nuevamente el debate, los términos en que los ciudadanos colombianos fuimos convocados en el año 2003 a votar un referendo dentro de cuyo articulado original fue propuesto penalizar el porte y consumo de droga por parte de una minoría de ciudadanos colombianos. El siguiente es el texto que se intentaba poner a consideración de los colombianos mediante el inciso 16 del Proyecto, el cual, por intervención de la misma Corte Constitucional no pasó al articulado definitivo: “Para promover y proteger el efectivo desarrollo de la personalidad, la ley castigará severamente la siembra, producción, distribución, porte o venta de sustancias alucinógenas o adictivas, como la cocaína, la heroína, la marihuana, el éxtasis u otras similares, graduando las penas según las circunstancias en que se cometa la infracción. El Estado desarrollará una activa campaña de prevención contra la drogadicción, y de recuperación de los adictos, y sancionará, con penas distintas a la privación de la libertad, el consumo y porte de esos productos para uso personal, en la medida en que resulte aconsejable para garantizar los derechos individuales y colectivos, especialmente los de los niños y adolescentes”. Como se aprecia, el texto no discrimina entre siembra, producción, distribución y venta, por un lado, actividades que el ordenamiento jurídico penaliza como delitos por su capacidad de producir daños a terceros, y porte y consumo por otro. Éstos últimos, en cuanto tales y siempre que se produzcan dentro de los límites establecidos por la normatividad bajo la denominación de Dosis Personal, hacen referencia a conductas que sólo afectan a quien las practica. Por tanto, la no discriminación promueve la invasión del terreno de la moral, la cual y en rotunda contradicción con la concepción tomista, aunque impone obligaciones, no crea a favor de nadie la facultad de exigir la conducta debida: “el legislador puede prescribirme la forma en que debo comportarme con otros, pero no la forma en que debo comportarme conmigo mismo”, dice la
bien, lo cual lleva entonces, en este caso, al error de castigar al consumidor de drogas psicoactivas no por cometer efectivamente delito alguno, sino por los que posiblemente cometerá. Es bastante curiosa, por cierto, la invocación a los niños en el texto citado, con el que se decía buscar una verdadera garantía de sus derechos en relación con los horrores de la droga, pues se trata de “niños hipotéticos y no reales”, como dice Héctor Abad en sus Palabras Sueltas. ¿Qué tanta preocupación ha mostrado el Estado por defender a los niños que inhalan pegante? Y conviene recordar que la Corte Constitucional no tuvo que legalizar la dosis mínima de este pegante, ni despenalizar su porte, lo cual pone en evidencia un fuerte soporte moralista que inspira el punto de vista de los partidarios de la penalización. Finalmente, la Corte Constitucional no despenalizó la dosis personal por considerar que la droga sea buena, y por ello el texto de su sentencia enfatiza ampliamente en la necesidad de que el Estado, mediante políticas de educación, genere la posibilidad, entre otras, de que cada persona escoja su forma de vida responsablemente, pero, para lograr ese objetivo es preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia.