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Orientación Universidad
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Crítica acerca de Jorge Luis Borges, Apuntes de Literatura

Información sobre el escritor Argentino.

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 19/11/2019

lia-insaurralde
lia-insaurralde 🇦🇷

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(1928)
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JoJorrggee LLuuiiss BBoorrggeess

El El IIddiioommaa DDee LLooss AArrggeennttiinnooss

Para el amor no satisfecho el mundo es misterio, un misterio que el amor satisfecho parece comprender. BRADLEY, Appearance and Reality, XV

Prólogo Ningún libro menos necesitado de prólogo que éste de formación haragana, hecho sedimentariamente de prólogos, vale decir, de inauguraciones y principios. Si mi pluma está asistida de claridad, lo estará también en las páginas subsiguientes; si la oscuridad la mueve, no será más iluminativa su operación por el hecho de apellidarse prólogo lo que redacta. El prólogo quiere ser el tránsito de silencio a voz, su intermediación, su crepúsculo; pero es tan verbal, y tan entregado a las deficiencias de lo verbal, como lo precedido por él. Esta vocación de vivir que nos impone las elecciones ominosas de la pasión, de la amistad, de la enemistad, nos impone otra de menos responsable importancia: la de resolver este mundo. Nadie puede carecer de esa inclinación, expláyela o no en libro. Este que prologo es la relación de mis atenciones de ese orden, durante el veintisiete. Su aire enciclopédico y montonero —esperanza argentina, borradores de afición filológica, historia literaria, alucinaciones o lucideces finales de la metafísica, agrados del recuerdo, retórica— es más aparente que real. Tres direcciones cardinales lo rigen. La primera es un recelo, el lenguaje; la segunda es un misterio y una esperanza, la eternidad; la tercera es esta gustación, Buenos Aires. Las dos últimas confluyen en la declaración intitulada Sentirse en muerte. La primera quiere vigilar en todo decir. J. L. B.

Indagación De La Palabra I Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz. El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos lectores que han censurado (con intención de amistad) mis gramatiquerías y que solicitan de mí una obra humana. Yo podría contestar que lo más humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aun angelical) es precisamente la gramática; pero los entiendo y así les pido su venia para esta vez. Queden para otra página mi padecimiento y mi regocijo, si alguien quiere leerlos. La tarea de mi cavilación es ésta: ¿Mediante qué proceso psicológico entendemos una oración? Para examinarlo (no me atrevo a pensar que para resolverlo) analicemos una oración cualquiera, no según las (artificiales) clasificaciones analógicas que registran las diversas gramáticas, sino en busca del contenido que entregan sus palabras al que las recorre. Séase esta frase conocidísima y de claridad no dudosa: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, y lo que subsigue. Emprendo el análisis. En. Esta no es entera palabra, es promesa de otras que seguirán. Indica que las inmediatamente venideras no son lo principal del contexto, sino la ubicación de lo principal, ya en el tiempo, ya en el espacio. Un. Propiamente, esta palabra dice la unidad de la calificada por ella. Aquí, no. Aquí es anuncio de una existencia real, pero no mayormente individuada o delimitada. Lugar. Ésta es la palabra de ubicación, prometida por la partícula en. Su oficio es meramente sintáctico: no consigue añadir la menor representación a la sugerida por las dos anteriores. Representarse en y representarse en un lugar es indiferente, puesto que cualquier en está en un lugar y lo implica. Se me responderá que lugar es un nombre sustantivo, una cosa, y que Cervantes no lo escribió para significar una porción del espacio, sino con la acepción de villorrio, pueblo o aldea. A lo primero, respondo que es aventurado aludir a cosas en sí, después de Mach, de Hume y de Berkeley, y que para un sincero lector sólo hay una diferencia de énfasis entre la preposición en y el nombre sustantivo lugar; a lo segundo, que la distinción es verídica, pero que recién más tarde es notoria. De. Ésta suele ser palabra de dependencia, de posesión. Aquí es sinónima (algo inesperadamente) de en. Aquí significa que el teatro de la todavía misteriosa oración central de esta cláusula está situado a su vez en otro lugar, que nos será revelado en seguida. La. Esta casi palabra (nos dicen) es derivación de illa, que significaba aquella en latín. Es decir, antes fue palabra orientada, palabra justificada y como animada por algún gesto; ahora es fantasma de illa, sin más tarea que indicar un género gramatical: clasificación asexuadísima, desde luego, que supone virilidad en los alfileres y no en las lanzas. (De paso, cabe recordar lo que escribe Graebner acerca del género gramatical: Hoy prima la

gramáticas, sino en el sentido de un organismo expresivo de sentido perfecto, que tanto comprende una sencilla exclamación como un vasto poema (El lenguaje como fenómeno estético. Buenos Aires, 1926). Psicológicamente, esa conclusión de Montolíu-Croce es insostenible. Su versión concreta sería: No entendemos primero la proposición en y después el artículo un y luego el nombre sustantivo lugar y en seguida la preposición de; preferimos apoderarnos, en un solo acto de cognición, de todo el capítulo y aun de toda la obra. Me dirán que hago trampa y que el alcance de esa doctrina no es psicológico, sino estético. A eso respondo que una equivocación psicológica no puede ser también un acierto estético. Además, ¿no dejó dicho ya Schopenhauer que la forma de nuestra inteligencia es el tiempo, línea angostísima que sólo nos presenta las cosas una por una? Lo espantoso de esa estrechez es que los poemas a que alude reverencialmente Montolíu-Croce alcanzan unidad en la flaqueza de nuestra memoria, pero no en la tarea sucesiva de quien los escribió ni en la de quien los lee. (Dije espantoso, porque esa heterogeneidad de la sucesión despedaza no sólo las dilatadas composiciones, sino toda página escrita.) Alguna cercanía de esa posible verdad fue la razonada por Poe, en su discurso del principio poético, al sentenciar que no hay poemas largos y que el Paraíso Perdido es (efectualmente) una serie de composiciones breves. Digo en español su parecer: Si para mantener la unidad de la obra de Milton, su totalidad de efecto o de impresión, la leemos (como sería preciso) de una sentada, el resultado es sólo un continuo vaivén de excitación y de abatimiento... De esto se sigue que el efecto final, colecticio o absoluto de la mejor epopeya bajo el sol, será forzosamente una nadería, y así es la verdad. ¿Qué opinión asumir? Los gramáticos implican que deletreamos, palabra por palabra, la comprensión; los seguidores de Croce, que la abarcamos de un solo vistazo mágico. Yo descreo de ambas posibilidades. Spiller, en su hermosísima Psicología (conste que uso deliberadamente el epíteto) formula una tercera respuesta. La resumiré; demasiado bien sé que los resúmenes añaden un falso aire categórico y definitivo a lo que compendian. Spiller se fija en la estructura de las oraciones y las disocia en pequeños grupos sintácticos, que responden a unidades de representación. Así, en la frase ejemplar que hemos desarmado, es evidente que las dos palabras la Mancha son una sola. Es evidente que se trata de un nombre propio, tan indivisible por la conciencia como Castilla o las Cinco Esquinas o Buenos Aires. Sin embargo, aquí la unidad de representación es mayor: es la locución de la Mancha, sinónima, advertimos ya, de manchego. (En latín convivieron las dos fórmulas de posesión y para decir el valor de César, hubo virtus Cesárea y virtus Cesaris; en ruso, cualquier nombre sustantivo es variable en nombre adjetivo.) Otra unidad para el entendimiento es la locución no quiero acordarme, a la que añadiremos tal vez la palabra de, pues el verbo activo recordar y el verbo reflejo y construido con preposición acordarse de, sólo en las gramáticas son distintos. (Buena prueba de la arbitrariedad de nuestra escritura, es que hacemos de acordarme una sola palabra, y dos de me acuerdo.) Continuando el análisis, repartiremos en cuatro unidades nuestro período: En un lugar / de la Mancha / de cuyo nombre / no quiero acordarme, o En un lugar de / la Mancha / de (cuyo nombre) no quiero acordarme. He aplicado (tal vez con desaforada libertad) el método introspectivo de Spiller. Del otro, del que asevera que toda palabra es significativa, ya hice una reducción al absurdo

(involuntaria, honesta y cuidada) en la primera mitad de este razonamiento. Ignoro si Spiller tiene razón; básteme demostrar la buena aplicabilidad de su tesis. Elij amos el problema conversadísimo de si el nombre sustantivo debe posponerse al nombre adjetivo (como en los idiomas germánicos) o el adjetivo al sustantivo, como en español. En Inglaterra dicen obligatoriamente a brown horse, un colorado caballo; nosotros, obligatoriamente también, posponemos el adjetivo. Herbert Spencer mantiene que la costumbre sintáctica del inglés es más servicial y la justifica así: Basta escuchar la voz caballo para imaginarlo y si después nos dicen que es colorado, esta añadidura no siempre se avendrá con la imagen de él que ya prefiguramos o tendimos a preformar. Es decir, deberemos corregir una imagen: tarea que la anteposición del adjetivo hace desaparecer. Colorado es noción abstracta y se limita a preparar la conciencia. Los contrarios pueden argumentar que las nociones de caballo y de colorado son parejamente concretas o parejamente abstractas para el espíritu. La verdad, sin embargo, es que la controversia es absurda: los símbolos amalgamados caballo-colorado y brown-horse ya son unidades de pensamiento. ¿Cuántas unidades de pensamiento incluye el lenguaje? Esta pregunta carece de posibilidad de contestación. Para el jugador, son unidades las locuciones ajedrecísticas tomar al paso, enroque largo, gambito de dama, peón cuatro rey, caballo rey tres alfil; para el principiante, son verdaderas oraciones de intelección gradual. El inventario de todas las unidades representativas es imposible; su ordenación o clasificación lo es también. Evidenciar esto último, será lo inmediato de mi tarea. II La definición que daré de la palabra es —como las otras— verbal, es decir también de palabras, es sotodecir palabrera. Quedamos en que lo determinante de la palabra es su función de unidad representativa y en lo tornadizo y contingente de esa función. Así, el término inmanencia es una palabra para los ejercitados en la metafísica, pero es una genuina oración para el que sin saberla la escucha y debe desarmarla en in y en manere: dentro quedarse. (Innebleibendes Werk, dentroquedada acción, tradujo con prolijidad hermosa el maestro Eckhart.) Inversamente, casi todas las oraciones para el solo análisis gramatical, y verdaderas palabras —es decir, unidades representativas para el que muchas veces las oye. Decir En un lugar de la Mancha es casi decir pueblito, aldehuela (la connotación hispánica de ésta la hace mejor); decir La codicia en las manos de la suerte se arroja al mar es invitar una sola representación; distinta, claro está, según los oyentes, pero una sola al fin. Hay oraciones que son a manera de radicales y de las que siempre pueden deducirse otras con o sin voluntad de innovar, pero de un carácter derivativo tan sin embozo que no serán engaño de nadie. Séase la habitualísima frase luna de plata. Inútil forcejearle novedad cambiando el sufijo; inútil escribir luna de oro, de ámbar, de piedra, de marfil, de tierra, de arena, de agua, de azufre, de desierto, de caña, de tabaco, de herrumbre. El lector —que ya es un literato, también— siempre sospechará que jugamos a las variantes y sentirá ¡a lo sumo! una antítesis entre la desengañada sufijación de luna de tierra o la posiblemente

desesperada de Lulio, que buscó refugio paradójico en el mismo corazón de la contingencia; otra, la de Spinoza. Lulio —dicen que a instigación de Jesús— inventó la sedicente máquina de pensar, que era una suerte de bolillero glorificado, aunque de mecanismo distinto; Spinoza no postuló arriba de ocho definiciones y siete axiomas para allanarnos, ordine geométrico, el universo. Como se ve, ni éste con su metafísica geometrizada, ni aquél con su alfabeto traducible en palabras y éstas en oraciones, consiguió eludir el lenguaje. Ambos alimentaron de él sus sistemas. Sólo pueden soslayarlo los ángeles, que conversan por especies inteligibles: es decir, por representaciones directas y sin ministerio alguno verbal. ¿Y nosotros, los nunca ángeles, los verbales, los que en este bajo, relativo suelo escribimos, los que sotopensamos que ascender a letras de molde es la máxima realidad de las experiencias? Que la resignación-virtud a que debemos resignarnos sea con nosotros. Ella será nuestro destino: hacernos a la sintaxis, a su concatenación traicionera, a la imprecisión, a los talveces, a los demasiados énfasis, a los peros, al hemisferio de mentira y de sombra en nuestro decir. Y confesar (no sin algún irónico desengaño) que la menos imposible clasificación de nuestro lenguaje es la mecánica de oraciones de activa, de pasiva, de gerundio, impersonales y las que restan. La diferencia entre los estilos es la de su costumbre sintáctica. Es evidente que sobre la armazón de una frase pueden hacerse muchas. Ya registré cómo de luna de plata salió luna de arena; ésta —por la colaboración posible del uso— podría ascender de mera variante a representación autonómica. No de intuiciones originales — hay pocas—, sino de variaciones y casualidades y travesuras, suele alimentarse la lengua. La lengua: es decir, humilladoramente el pensar. No hay que pensar en la ordenación por ideas afines. Son demasiadas las ordenaciones posibles para que alguna de ellas sea única. Todas las ideas pueden ser palabras sinónimas para el arte: su clima, su temperatura emocional suele ser común. De esta no posibilidad de una clasificación psicológica no diré más: es desengaño que la organización (desorganización) alfabética de los diccionarios pone de manifiesto. Fritz Mauthner Wórterbuch der Philosophie, volumen primero, páginas 379-401) lo prueba con lindísima soma.

El Truco Cuarenta naipes quieren desplazar la vida. En las manos cruje el mazo nuevo o se traba el viejo: morondangas de cartón que se animarán, un as de espadas que será omnipotente como don Juan Manuel, caballitos panzones de donde copió los suyos Velázquez. El tallador baraja esas pinturitas. La cosa es fácil de decir y aun de hacer, pero lo mágico y desaforado del juego —del hecho de jugar— despunta en la acción. 40 es el número de los naipes y 1 por 2 por 3 por 4... por 40, el de maneras en que pueden salir. Es una cifra delicadamente puntual en su enormidad, con inmediato predecesor y único sucesor, pero no escrita nunca. Es una remota cifra de vértigo que parece disolver en su muchedumbre a los que barajan. Así, desde el principio, el central misterio del juego se ve adornado con un otro misterio, el de que haya números. Sobre la mesa, desmantelada para que resbalen las cartas, esperan los garbanzos en su montón, aritmetizados también. La trucada se arma; los jugadores, acriollados de golpe, se aligeran del yo habitual. Un yo distinto, un yo casi antepasado y vernáculo, enreda los proyectos del juego. El idioma es otro de golpe. Prohibiciones tiránicas, posibilidades e imposibilidades astutas, gravitan sobre todo decir. Mencionar flor sin tener tres cartas de un palo, es hecho delictuoso y punible, pero si uno ya dijo envido, no importa. Mencionar uno de los lances del truco es empeñarse en él: obligación que sigue desdoblando en eufemismos a cada término. Quiebro vale por quiero, envite por envido, una olorosa o una jardinera por flor. Muy bien suele retumbar en boca de los que pierden este sentención de caudillo de atrio: A ley de juego, todo está dicho: falta envido y truco, y si hay flor ¡contraflor al resto! El diálogo se entusiasma hasta el verso, más de una vez. El truco sabe recetas de aguante para los perdedores; versos para la exultación. El truco es memorioso como una fecha. Milongas de fogón y de pulpería, jaranas de velorio, bravatas del roquismo y tejedorismo, zafadurías de las casas de Junín y de su madrastra del Temple, son del comercio humano por él. El truco es buen cantor, máxime cuando gana o finge ganar: canta en la punta de las calles de nochecita, desde los bodegones con luz. La habitualidad del truco es mentir. La manera de su engaño no es la del póker: mera desanimación o desabrimiento de no fluctuar, y de poner a riesgo un alto de fichas cada tantas jugadas; es acción de voz mentirosa, de rostro que se juzga semblanteado y que se defiende, de tramposa y desatinada palabrería. Una potenciación del engaño ocurre en el truco: ese jugador rezongón que ha tirado sus cartas sobre la mesa, puede ser ocultador de un buen juego (astucia elemental) o tal vez nos está mintiendo con la verdad para que descreamos de ella (astucia al cuadrado). Cómodo en el tiempo y conversador está el juego criollo, pero su cachaza es de picardía. Es una superposición de caretas, y su espíritu es el de los baratijeros Mosche y Daniel que en mitad de la gran llanura de Rusia se saludaron. — ¿Adonde vas, Daniel? —dijo el uno. —A Sebastopol —dijo el otro. Entonces Mosche lo miró fijo y dictaminó: —Mientes, Daniel. Me respondes que vas a Sebastopol para que yo piense que vas a Nijni-

Ubicación De Almafuerte Escribo que casi todos los muchachos contemporáneos somos arrepentidos o apóstatas de Almafuerte: hoy lo hemos arrumbado, ayer fuimos parroquianos de su quejumbre, feligreses de su ira. No sabemos qué pensar de él y nos falta la fórmula que reconcilie el distanciamiento presente con la veneración ya gastada. Los definidores de Almafuerte no nos ayudan. Los panegiristas reinciden en el entusiasmado error de Juan Más y Pí que, en mil novecientos cinco, lo nombró maestro de la juventud: maestro, a un habitado de la desesperación y del odio. Los detractores, más equivocados aún, censuran su chabacanería, su gigantismo, sus ripios, su incivilidad. Ambas conductas me parecen impertinentes: ni Almafuerte debe repartirnos lecciones de vivir ni él sufriría que se las diéramos de retórica. Aceptemos su espectáculo humano, su idiosincrasia, como un aspecto más de la riqueza infatigable del mundo. No sé si le daremos nuestra intimidad, pero sí nuestra admiración. Antes, conviene resolver un pleito no muy reñido: el de la patria potestad que aquel Federico, su abuelo, quiero decir Nietzsche, ejerció sobre su amoral y atrabiliario nieto americano. Rojas, al referirse a las palabras que sufija con super, habla de su cursi tartamudeo nietzscheano; Oyuela escribe malhumoradamente que El misionero es una pésima rapsodia de Nietzsche, con superhombre y todo; Juan Más y Pí habla de coincidencias. A primera vista, la cortesía de Más y Pí no parece injustificada. ¿Por qué negarle a un criollo, maestro de escuela, la facultad de pensar algunas cosas que un profesor de griego, alemán, pensó antes que él? ¿A qué suponer que el jaguar es plagio del tigre y la yerba misionera del té y la pampa de las estepas del Don y Pedro Bonifacio Palacios de Federico Guillermo Nietzsche? Sin embargo, hay un argumento sencillo que puede invalidar la defensa. Lo diré: Es lícito aceptar que Almafuerte, partiendo del mismo orden de ideas que el alemán (esto es, del evolucionismo) llegara a conclusiones iguales sobre la caducidad de la moral cristiana y la urgencia del superhombre, pero es inadmisible que su terminología o simbología sea también igual. Desgraciadamente, hay sobradas frases de Almafuerte que pertenecen al dialecto nietzscheano. Yo sé que en la vía crucis larga, muy larga que hacen los supercuerdos con su demencia... escribe en el Confíteor Deo, después de una mención (ignoro si traicionera o desafiadora) del mismo Nietzsche: Yo sé que mil carcomas roen de a poco las más equilibradas testas geniales: lleno está el manicomio de Nietzsches locos y de Cristos bohemios los arrabales. Alguna vez, con ese rastrero afán policial que hay en todos los pechos, me indignó que entre los nada menos que siete epígrafes que encabezan El misionero, no hubiese ninguno de Zarathustra; hoy me parece bien. ¿A qué fechar en eruditos libros remotos ese aconsejamiento final, de hombre a hombre, de desquicio humano a desquicio humano? ¿A qué autorizar con bibliotecas lo que decimos y no con ponientes, desesperaciones, huidas y Dios? La misma gravedad de la profecía requiere esa causalización en hechos eternos. Solo,

sin medianeros, llega Moisés a la punta del monte Horeb (famoso por los pastizales) y habla con la voz del Señor en la zarza ardiente y es aleccionado por esa voz y baja, maravillado entre las ovejas, hecho un salvador de su pueblo. También Almafuerte, desde su conventillo y su pampa, quiere ser auditor directo de Dios. La necesidad de ser bueno y la estrafalaria inutilidad de la ética fueron las convicciones permanentes de su sentir, las dos confianzas que sobrevivieron a los vagabundeos de su discurso. Fue gran odiador de filántropos, de teólogos, de moralistas; no toleró siquiera el perdón (por lo que hay en él de condescendencia, de casero Juicio Final ejercido por un hombre sobre otro) y entendió que la única misericordia no humilladora sería la de volvernos tan oscuros como el ciego, tan arrumbados como el tullido y tan llorosos como el triste. Quiso literalmente compadecer. sufrir con los otros. Se hizo predicador energuménico de la bondad y fueron rajantes como una injuria sus bendiciones. Su cruz fue cruz de empuñadura. A diestra y siniestra, con filo, contrafilo y punta, blandió su incorruptible y dura virtud. Fue seguramente odioso y posiblemente genial. Fue discurseador a más no poder; hoy somos tasadores tacaños de los que alzan mucho la voz. Fue padre de casi infinitas metáforas, no inferiores, en eficacia de maravillar, a las de ninguno. Lo que fueran chocando tus besos si dos muchedumbres de besos chocaran, vocifera en La inmortal. A propósito he destacado esos dos renglones. Son abreviatura o cifra de la habitualidad de Almafuerte, pues encarnan bien su expresión: la originalidad, el rezongo pedagógico, el gigantismo, la cursilería, la robustez. ¿Rudeza y cursilería en una misma alma? En esa dualidad de Palacios han tropezado y siguen tropezando sus críticos, sin ver que ambas cualidades son maridables y que su convivencia es proverbial en un tipo criollo. Hablo del compadrito, que es (o fue) la convivencia de muchos énfasis: de la rudeza, simulación enfática del vigor; de la cursilería, simulación enfática de la elocuencia; del matonismo, énfasis del coraje. La compadrada es más que una agresividad de carrero, es el clavel atrás de la oreja y los ladinos entreveros del corte y la copla que manifiesta una flor. El suburbio es el agua abombada y los callejones, pero es también la balaustradita color de niña y el arriate y la jaula con el canario. Así lo entendió Carriego y esa dualidad de barro y finura fue su realización más feliz: En cuanto a las muchachas ¡con unos aires! como si trabajasen de señoritas... ¡Han dejado la fama de sus desaires llenas de pretensiones las pobrecitas! Acabo de insinuar que Pedro Bonifacio Palacios, alias Almafuerte, fue un compadrón; ahora me aventuro a afirmarlo. Un compadre que ya hubiera cursado el Juicio Final, eso sí; un compadre glorificado y transfigurado, un efectivo San Juan Moreira; pero compadre al fin, con pinta orillera, si con alma de eternidad. Mi parecer no quiere enturbiarle la gloria o enflaquecérsela; lo propongo a manera de ubicación. Sospecho que confesar lo criollo y lo suburbano de nuestro poeta no es afantasmarlo: es añadirle realidad (atmósfera que precisan todos los muertos, hasta los que se hacen los inmortales) y es también añadirle asombro. Desatinado y casi mágico espectáculo el de un compadre que alardea —

La Felicidad Escrita Ya he declarado que la finalidad permanente de la literatura es la presentación de destinos; hoy quiero añadir que la presentación de una dicha, de un destino que se realiza en felicidad, es tal vez el goce más raro (en las dos significaciones de la palabra: en la de inusual y en la de valioso) que puede ministrarnos el arte. Queremos ser felices y el aludir a felicidades o el entreverlas, ya es una deferencia a nuestra esperanza. A sabiendas o no, nunca dejamos de agradecer íntimamente esa cortesía. Muchos escritores la han intentado; casi ninguno la ha conseguido, salvo de refilón. Parece desalentador afirmar que la felicidad no es menos huidiza en los libros que en el vivir, pero mi observación lo comprueba. Sírvanos de repertorio el libro Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana, elegidas por Menéndez y Pelayo: antología famosa, cuyo título de Juicio Final no es imputable a su colector, sino a la empresa que lo obligó a juntar esas dos palabras que no se juntan, cien y mejores. Una de las primeras composiciones que veo es la Vida retirada de Fray Luis, imitación del horaciano beatus Ule y cuyo manifestado propósito es la descripción de un estado de felicidad. Pienso que no logra ni sugerirlo, pienso que en esa poesía tan festejada, el renombre sobrepuja a los méritos. ¿Cómo tenerle fe a esa dicha sermonera y vanagloriosa que se distrae, a cada rato, de su espectáculo sedicente de felicidad, para invehir contra medio mundo? ¿No es vergonzoso (para nosotros y para él) que el Padre Maestro Fray Luis de León no pueda ser feliz en el campo, sin complacerse, siquiera sea metafóricamente, con la imaginación de ausentes catástrofes y de ajenas calamidades? La combatida antena cruje, y en ciega noche el claro día se torna; al cielo suena confusa vocería y la mar enriquecen a porfía. No importa; ya el poeta se ha lavado las manos, prudencialmente: No es mío ver el lloro de los que desconfían cuando el cierzo y el ábrego porfían. Por tratarse de una poesía que es famosa y que muchos consideran inmejorable, quiero enfatizar otra equivocación de las que sobrelleva; por ejemplo, el traicionero renglón final de los que copio: El aire el huerto orea y ofrece mil olores al sentido, los árboles menea con un manso ruido que del oro y del cetro pone olvido. Oro y cetro en un jardincito... Acordarse tan inoportunamente de esos guarismos o arreos

de la ambición, es mentir desprendimiento y adolecer de la más estrafalaria codicia. O, en el mejor de los casos, es recurrir a una metáfora perjudicial. Basta recorrer la antología para encontrar numerosísimas celebraciones de dichas pretéritas y ninguna de dicha actual. ¡Qué difícil y hasta imposible ha de ser la dicha, ahora que se perdieron los Infantes de Aragón y las señoras y niñas tan paquetas de la corte del Rey Don Juan y el hipódromo tan concurrido de Itálica y los rojos pimientos y ajos duros de los españoles vellosos y otras muy lloradas pretericiones! Sin embargo, no ironicemos demasiado: eso de ubicar la felicidad en las lejanías del espacio y en las del tiempo, es achaque universal y lo padecen nuestros mil y un versos a la tapera. Los tramways de caballos y los compadritos que empezaban por un amejicanado chambergo gris y terminaban en botines de charol ¿no solicitan acaso nuestra nostalgia? Hoy cantamos al gaucho; mañana plañiremos a los inmigrantes heroicos. Todo es hermoso; mejor dicho, todo suele ser hermoso, después. La belleza es más fatalidad que la muerte. La antología nos muestra sin embargo unas trovas (la palabra composición es demasiado envarada y premeditada) que dan idea cabal de felicidad. Aludo al romance del conde Arnaldos. Lo transcribo íntegro para desarmarlo después y para que averigüe el lector, la justicia o la equivocación de mi examen. Rezan así los versos: ¡Quien hubiera tal ventura sobre las aguas del mar, como hubo el conde Arnaldos la mañana de San Juan! Con un falcan en la mano la caza iba a cazar, vio venir una galera que a tierra quiere llegar. Las velas traía de seda, la jarcia de un cendal, marinero que la manda diciendo viene un cantar que la mar facía en calma, los vientos hace amainar, los peces que andan nel hondo arriba los hace andar, las aves que andan volando nel mástil las faz posar. Allí fobló el conde Arnaldos, bien oiréis lo que dirá: —Por Dios te ruego, marinero, dígasme ora ese cantar.Respondióle el marinero, tal respuesta le fue a dar:Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va. ¿Cuál es la motivación del agrado peculiar de estos versos? He oído que su airecito misterioso es lo que nos gusta; personalmente, yo creo que lo de menos es la respuesta

Me atrevo a aseverar lo contrario: sobran laboriosidades minúsculas y faltan presentaciones válidas de lo eterno: de la felicidad, de la muerte, de la amistad.

Otra Vez La Metáfora La más lisonjeada equivocación de nuestra poesía es la de suponer que la invención de ocurrencias y de metáforas es tarea fundamental del poeta y que por ellas debe medirse su valimiento. Desde luego confieso mi culpabilidad en la difusión de ese error. No quiero dragonear de hijo pródigo; si lo menciono, es para advertir que la metáfora es asunto acostumbrado de mi pensar. Ayer he manejado los argumentos que la privilegian, he sido encantado por ellos; hoy quiero manifestar su inseguridad, su alma de tal vez y quién sabe. Suele solicitarse de los poetas que hablen privativamente en metáforas y se afirma que la metáfora es única poetizadora, que es el hecho poético, por excelencia. Sin embargo, la poesía popular no ejerce metáforas. Léanse los romances viejos, el del conde Arnaldos, el del rey moro que perdió Alhama, el de Fontefrida, y luego los romances ya literarios de Góngora o de D. Juan Meléndez Valdés y se advertirá en éstos una pluralidad de metáforas y en aquéllos su inasistencia casi total. Idéntica observación sale de confrontar las genuinas coplas camperas con las epopeyas de Ascasubi y de José Hernández. El hecho puede tal vez resolverse así. Las cosas (pienso) no son intrínsecamente poéticas; para ascenderlas a poesía, es preciso que las vinculemos a nuestro vivir, que nos acostumbremos a pensarlas con devoción. Las estrellas son poéticas, porque generaciones de ojos humanos las han mirado y han ido poniendo tiempo en su eternidad y ser en su estar... Afirmo que también en poesía anda bien la fórmula de Unamuno: Los mártires hacen la fe. ídolos a los Troncos, la Escultura; Dioses, hace a los ídolos el Ruego, como cautelosamente pensó y enrevesadamente escribió D. Luis de Góngora (Sonetos Varios, XXXII). Por consiguiente, asevero que cualquier tema de la literatura recorre dos obligatorios períodos: el de poetización y el de explotación. El primero es pudoroso, torpe, casi lacónico; vaivén de corazonadas y de temores lo hace pueril y apenas si se atreve a decir en voz alta cómo se llama. Su manera de hablar es la exclamación, el relato desocupado, la palabra sin astucia de epítetos. El segundo es resuelto, conversador: el tema ya tiene firmeza de símbolo y su solo nombre —cargado de recuerdos valiosos— es declarador de belleza. Su voz es la metáfora, consorcio de palabras ilustres. (Creo de veras que la metáfora no es poética; es más bien pospoética, literaria, y requiere un estado de poesía, ya formadísimo. La poesía de los vocablos entreverados por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar.) Remy de Gourmont observa: En el estado actual de las lenguas europeas, casi todas las palabras son metáforas. El hecho es irrecusable y basta hojear un diccionario etimológico para testificar su verdad pero le falta virtualidad polémica. Creo que es imposible prescindir de metáforas al hablar y que es imposible entendernos sin olvidarlas. ¿A qué pensar en ingenieros de puentes cuando oigo la palabra pontífice y en cinturones cuando oigo la palabra zona y en chivatos cuando oigo la palabra tragedia y en cuerdas trenzadas cuando oigo la palabra estropajo y en mandaderos si me hablan de ángeles y en precaverme de piratas si me hablan de abordar un problema? Desde luego hay categorías convertibles; el