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bleichmar los intersticios del relato parental, Apuntes de Psicología Clínica

los intersticios del relato parental

Tipo: Apuntes

2019/2020

Subido el 01/10/2020

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En los intersticios del relato parental a la búsqueda del inconciente infantil
Silvia Bleichmar
Publicado en Revista Actualidad Psicológica, Nº 313, Buenos Aires, Octubre 2003.
El psicoanálisis de niños no es ajeno, indudablemente, a los grandes problemas que
atraviesan la práctica analítica en general. Más aún, podemos decir que en este
campo se manifiestan de manera paradigmática muchos de los problemas que
aquejan tanto a su teoría como a los modos de intervención con los cuales se
pretende hoy el alivio del sufrimiento psíquico: el desligamiento entre teoría y práctica,
la acumulación de aporías que no anulan la verdad del descubrimiento freudiano pero
que somete a caución la racionalidad de una operatoria que muchas veces tropieza
más con la obcecación de los analistas que con la resistencia de los pacientes, la
ausencia de ordenamiento de las propuestas en el marco de una teorética que
posibilite su puesta a prueba respecto a la metapsicología garantizando al mismo
tiempo su revisión como cuerpo teórico y no como conjunto doctrinario, y en particular,
en la oscilación entre modos dogmáticos o intuitivos con la cual se justifica la toma de
decisiones, la elección de propuestas prescriptivas con las cuales definir el proceso
adecuado para la modificación de determinados modos de sufrimiento, de ciertas
formas de funcionamiento, de riesgos en general que acechan a la vida psíquica.
Sabemos que es imposible hoy sostener una técnica única para el ejercicio de la
práctica analítica. Se oponen a ello la diversidad de paradigmas, la dificultad para
lograr un corpus unificado de teoría, el hecho de que cada escuela ha ido
estableciendo, de uno u otro modo, formas de operar, modos de regir su trabajo, y que
estos modos mismos se ven a veces constreñidos por la pertenencia de los analistas a
instituciones que regulan su práctica. Por otra parte sabemos también que nadie
puede hoy, en nuestros tiempos, permanecer en "la pureza" de una opción teórica;
inevitablemente, las conversaciones de colegas, en los salones o en los pasillos,
impregnan de modo espontáneo los enunciados. Aun en los círculos más cerrados,
cuando de discutir material clínico se trata, analistas kleinianos terminan recurriendo a
la función del padre y a algunos lacanianos se les cuela uno que otro comentario sobre
la "madurez" o "inmadurez" de un niño. Cada uno de ellos, cuando intenta ampliar su
horizonte clínico – nos referimos por supuesto a quienes guardan capacidad de
compromiso, consigo mismo y con sus pacientes, no de los que por razones espurias
repiten siempre los mismos enunciados y les importa poco el destino de los seres
humanos cuya toma a cargo les compete - termina en el marco de una enunciación en
la cual su ser de sujeto kleiniano, lacaniano o de cualquier otro orden estalla en el
enunciado mismo.
Sin embargo la escisión en escuelas y paradigmas obliga, indudablemente, al
abandono de la ilusión de una técnica unificada que responda a una teoría
sólidamente instalada, por lo cual queda por definir si es posible la regulación de
modos de la práctica sobre la base de la confrontación de algún tipo de coherencia
intrateórica respecto al conjunto de principios reguladores que trasciendan lo
meramente institucional y, por supuesto, aquello a lo que obliga constantemente una
realidad que tiende hoy a regularse socialmente por la ley de mayor ganancia y no por
la ética de la mejor eficacia clínica.
Podríamos decir, en primer lugar y para ir puntuando estos elementos en común, que
más allá de las diferencias todos los analistas concordamos en la propuesta de una
etiología representacional del sufrimiento psíquico, y que esta convicción respecto al
carácter determinante de la realidad psíquica constituye el eje de nuestras
intervenciones y de nuestros diagnósticos
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En los intersticios del relato parental a la búsqueda del inconciente infantil Silvia Bleichmar Publicado en Revista Actualidad Psicológica , Nº 313, Buenos Aires, Octubre 2003. El psicoanálisis de niños no es ajeno, indudablemente, a los grandes problemas que atraviesan la práctica analítica en general. Más aún, podemos decir que en este campo se manifiestan de manera paradigmática muchos de los problemas que aquejan tanto a su teoría como a los modos de intervención con los cuales se pretende hoy el alivio del sufrimiento psíquico: el desligamiento entre teoría y práctica, la acumulación de aporías que no anulan la verdad del descubrimiento freudiano pero que somete a caución la racionalidad de una operatoria que muchas veces tropieza más con la obcecación de los analistas que con la resistencia de los pacientes, la ausencia de ordenamiento de las propuestas en el marco de una teorética que posibilite su puesta a prueba respecto a la metapsicología garantizando al mismo tiempo su revisión como cuerpo teórico y no como conjunto doctrinario, y en particular, en la oscilación entre modos dogmáticos o intuitivos con la cual se justifica la toma de decisiones, la elección de propuestas prescriptivas con las cuales definir el proceso adecuado para la modificación de determinados modos de sufrimiento, de ciertas formas de funcionamiento, de riesgos en general que acechan a la vida psíquica. Sabemos que es imposible hoy sostener una técnica única para el ejercicio de la práctica analítica. Se oponen a ello la diversidad de paradigmas, la dificultad para lograr un corpus unificado de teoría, el hecho de que cada escuela ha ido estableciendo, de uno u otro modo, formas de operar, modos de regir su trabajo, y que estos modos mismos se ven a veces constreñidos por la pertenencia de los analistas a instituciones que regulan su práctica. Por otra parte sabemos también que nadie puede hoy, en nuestros tiempos, permanecer en "la pureza" de una opción teórica; inevitablemente, las conversaciones de colegas, en los salones o en los pasillos, impregnan de modo espontáneo los enunciados. Aun en los círculos más cerrados, cuando de discutir material clínico se trata, analistas kleinianos terminan recurriendo a la función del padre y a algunos lacanianos se les cuela uno que otro comentario sobre la "madurez" o "inmadurez" de un niño. Cada uno de ellos, cuando intenta ampliar su horizonte clínico – nos referimos por supuesto a quienes guardan capacidad de compromiso, consigo mismo y con sus pacientes, no de los que por razones espurias repiten siempre los mismos enunciados y les importa poco el destino de los seres humanos cuya toma a cargo les compete - termina en el marco de una enunciación en la cual su ser de sujeto kleiniano, lacaniano o de cualquier otro orden estalla en el enunciado mismo. Sin embargo la escisión en escuelas y paradigmas obliga, indudablemente, al abandono de la ilusión de una técnica unificada que responda a una teoría sólidamente instalada, por lo cual queda por definir si es posible la regulación de modos de la práctica sobre la base de la confrontación de algún tipo de coherencia intrateórica respecto al conjunto de principios reguladores que trasciendan lo meramente institucional y, por supuesto, aquello a lo que obliga constantemente una realidad que tiende hoy a regularse socialmente por la ley de mayor ganancia y no por la ética de la mejor eficacia clínica. Podríamos decir, en primer lugar y para ir puntuando estos elementos en común, que más allá de las diferencias todos los analistas concordamos en la propuesta de una etiología representacional del sufrimiento psíquico, y que esta convicción respecto al carácter determinante de la realidad psíquica constituye el eje de nuestras intervenciones y de nuestros diagnósticos

Hasta acá, todo parece ordenado, pero sabemos que es insuficiente, que no basta, y que no sólo nos diferencian los modos de empleo del tiempo, de la justificación de las formas de pago, de los modos de intervenir o no intervenir, del empleo de la interpretación o del silencio, sino también, en el psicoanálisis de niños, como campo "de frontera", vale decir cuyo estatuto aún está en debate, ejerciéndose en los bordes de la constitución misma de la tópica psíquica, de la fundación del inconciente; instalándose en las fronteras de la intersubjetividad en los tiempos de instauración y pasaje de las determinaciones estructurantes del Edipo a las constelaciones singulares intersubjetivas; operando en los limites del lenguaje, en el momento en que el sujeto es nominado, hablado, lanzado a un mundo de símbolos cuya apropiación se incita y cuya significación se sustrae. Campo devastado por los intentos sistemáticos de difuminarlo ora en una psicología general, ora en un interaccionalismo intersubjetivo que asume aires de modernización bajo los auspicios de una "interdiscursividad" en la cual la especificidad de la neurosis, la determinación sintomal y hasta el inconciente mismo tienden a diluirse. Campo en el cual aún nos topamos tanto con el intento de puerilizarlo como de reducir las diferencias que impone su abordaje, y en el cual están en debate los modos de determinar la instalación del tratamiento e incluso el objeto: Individual, familiar, binomio, inclusión o no de los padres aún cuando se conserve la perspectiva del modelo clásico para el paciente. Se trata no sólo de opciones técnicas sino de determinaciones que afectan la práctica respecto al objeto y al método; definidas de modo intuitivo más que conceptual en la mayor parte de los casos, regidas por una teorética en los menos – vale decir por el empleo de un conjunto de propuestas metapsicológicas que rigen la práctica y que son, a su vez, sometidas a caución a partir de esta práctica misma. He abordado en múltiples trabajos mi preocupación respecto a la necesidad de ubicar en la consulta con niños los parámetros con los cuales es el modo de funcionamiento del aparato psíquico, es decir el momento de constitución del sujeto, aquello que determina la elección del empleo de una u otra forma de abordaje, subordinando entonces las premisas de instalación de la situación analítica a la existencia de inconciente constituido por represión, modo de aparición del conflicto, carácter del sufrimiento respecto a su instalación en el sujeto o en los otros significativos, y en particular la dominancia estructural que posibilita cercar las relaciones entre defensa y deseo en el marco del síntoma o del trastorno. Es entonces la perspectiva metapsicológica la que obliga a un proceso de indagación respecto a tales condiciones, indagación centrada tanto en el reconocimiento de la estructura del aparato psíquico en cuestión como de los determinantes históricos que llevaron a sus modos de organización y contenidos particulares. Que este proceso se denomine diagnóstico a falta de una palabra mejor no quiere decir ni que se intente una cosificación a partir de rotulación psicopatológica ni tampoco que los elementos de exploración asuman la forma del llamado "diagnóstico psicológico"que consiste en la aplicación de una andanada estandarizada de tests que no arrojan ningún tipo de hipótesis de trabajo. Sólo se trata, en este caso, de definir el mejor modo de abordaje, a partir de que la relación entre método analítico e inconciente debe ser definida a partir de los modos dominantes del funcionamiento psíquico. Habiendo tomado partido hace años por considerar al psiquismo infantil como siendo de origen exógeno, traumático y en desfasaje con el mundo natural, no me referiré a esto sino sólo para afirmar que si en múltiples trabajos anteriores apunté a la necesaria distinción entre el discurso parental y el inconciente infantil, si mi preocupación ha sido ir cercando los momentos de su constitución y el modo con el cual el inconciente se constituye por metabolización y diferenciación respecto a las condiciones de partida que incluyen los fantasmas de los otros primordiales – y en particular del adulto sexualizante - quisiera marcar hoy, en estos párrafos, la función que atribuyo a la entrevista madre – hijo (llamando madre en este caso, sólo por razones estadísticas, a quien tiene a su cargo tal implantación fantasmático - sexual

oscilaciones de su autoestima con obesidad. Luego de algunas entrevistas con los padres y otras a solas con el niño, éste vino a mi consultorio con su mamá, sentándose muy atentamente a su lado, en el diván, dispuesto a escuchar su relato y a intervenir para preguntar o corregir alguna información que considerara desacertada. "Fue mi primer embarazo logrado – dijo ella de inicio -, muy importante, muy deseado, porque yo había perdido otro embarazo". Había aclarado previamente ante esta señora, cuando le hablé de cómo íbamos a trabajar, que podía contar aquello que considerara adecuado, y que si había cosas privadas que surgieran tendríamos un espacio privado, posteriormente, donde compartirlas. Y agregué: "No se preocupe. Si llegara un momento en que en la entrevista Ud. recuerda algo que prefiere no contar delante de él, yo en ese momento la voy a ayudar y voy a intervenir diciendo: "Tu Mamá se acordó de algo que tiene que ver no con vos sino con una cuestión privada, de su intimidad, y así como acá pueden pasar cosas que son privadas tuyas, también hay cosas que son de tu mamá". Intentaba con ello abrir dos espacios, señalar que hay dos subjetividades, dos intimidades, lo cual considero fundamental para la constitución de la subjetividad: los espacios diferenciales de la intimidad, que remiten a la intimidad en la tópica, a las puertas cerradas, a la represión que separa al sujeto del otro y de su propio deseo, intimidad y espacio que ambos deben respetar, que yo misma voy a respetar. Pero no era el caso, y Armando, un tanto azorado, acotó: "¿Perdiste un bebé? ¿Por qué? ¿Qué pasó? Yo no sabía..." Entonces la madre siguió aclarándome a mí: "fue un embarazo anembrionario…" Y el niño nuevamente: "¿Qué quiere decir?" Y ella ahí le respondió: "No hubo bebé, sólo un huevito… "¿Cómo que no hubo bebé? ¿Dónde estaba el bebé?" A lo cual ella aclara: "No, no había bebé, solo estaba el huevito" y Armando concluyó con un tono resuelto y un tanto extrañado: "¿Entonces qué perdiste? ¿Un huevito?" Respuesta maravillosa que marcó una distancia, ya que durante años la madre había considerado guardar un secreto terrible, y el niño, con un realismo extraordinario al estar ausente de tal fantasmatización había otorgado una nueva significación. Y entonces la madre, pensativa, le acarició la cabeza y dijo "Y sí, un huevito, tenés razón" en el marco de una escena de mucha ternura. Despejado el fantasma del muerto que nunca existió, surgieron entonces los modos específicos de significación respecto al niño "Al año nació Armando, primero empezó a moverse y después no se daba vuelta y yo sentí que decía: mirá: acá estoy yo y hago lo que quiero. Fue la primera vez que sentí que él hacía lo que quería, cuando se empezó a mover y cuando decidió no darse vuelta". Armando se ríe con mucho placer cuando la madre dice esto, como garantizando que él hace lo que quiere, cuando justamente lo que viene apareciendo en las entrevistas previas es cómo está totalmente cautivo aún en las payasadas que no puede dejar de hacer para sus compañeros, en el rol que ocupa en la familia y en algo que luego se verá más claramente: la forma con la cual su madre se ha apropiado de su cuerpo al punto de que él engulle sin conciencia de la relación existente entre éste y su boca, cuerpo que no le pertenece, bañado y vestido aún por esta mamá que mistifica su independencia y que ve todo signo de diferencia como oposición y desafío. "Al final se dio vuelta – continúa -. Nació con 3,300 kg. buen peso, pero era muy largo, no era un bebé gordito; y yo le decía al pediatra ¿por qué no es gordito? Y él me contestó: tu hijo es flaco, nació flaco y va a ser flaco toda la vida, olvidate de un bebé gordito. Y a mi me gustaban los bebés gorditos…" Esta madre, que en la primera entrevista me contó que venía de una familia de obesos, que estaba muy preocupada por el sobrepeso de su niño, ni siquiera tenía noción de lo que estaba afirmando. Pero Armando, en tono de reproche hizo el señalamiento que yo no necesité formular: "Sí, ¿Y ahora?" A lo cual ella, sin responderle directamente, agrega: "Le di pecho hasta los 9 meses, yo no trabajaba y me encantaba darle". Y ante mi pregunta de si lo disfrutó, y si él era un bebé muy simpático respondió dejándome totalmente fuera de lugar: "No, agradable no,

caracúlico era" ¿Se acuerda de ese programa de televisión que hablaban de los caracúlicos? nosotros decíamos caracúlico es. Y el se ríe… porque curiosamente es una mamá que dice estas cosas... las dice tan desenfadadamente y con tanto afecto en el tono, que él no lo siente como algo lesionante y terrible, como que los dos se ríen de que él era caracúlico. Entonces dice, Y ¿por qué? y ella dice: y yo que sé por qué, así eras, siempre con cara de enojado. Bueno, no sé, tenía cólicos, le dolía la panza. Es interesante lo de caracúlico con los cólicos. Pido entonces que me cuente un poco más de esos cólicos, presumo la posibilidad de que haya habido cólicos del primer trimestre por la presencia de una mamá en la cual se combina la ansiedad con el deseo de alimentarlo en exceso, de tener un bebé gordito, de calmar toda angustia con comida. Lo cual es confirmado en los siguientes términos: "Duraron unos meses y luego se le fueron. Yo no podía despegarme…" En ese momento Armando la acaricia y le pone la mano sobre la rodilla como si la estuviera acompañando. Es una escena de mucha pñenitud afectiva entre ellos, pero no tensa, sino como si él la entendiera, como si él la acompañara, ahí. Y ella agrega "yo quería el bebé de juguete, sonriente, tranquilo y no sabía qué hacer cuando él empezaba con el llanto, no podía entender qué quería ni qué le dolía". El discurso muestra la dificultad para codificar: ella pretendía que el bebé le pusiera en evidencia qué era lo que le pasaba, que lo manifestara de algún modo distinto, y su angustia era desbordante: "Yo terminaba durmiendo en el piso, al lado del moisés. Le di chupete dos años, hubiera usado cualquier cosa para calmarlo…" – Y es evidente que lo que está en juego no es sólo el valor narcisista del pecho, ni el placer de intercambio, sino que la razón por la cual le daba de comer sin parar era porque necesitaba calmarlo. No pudiendo codificar de un modo que no fuera bajo formas orales la demanda de su niño, la boca debía ser constantemente llenada para que no expresara angustia. Y, cuando a los 9 meses quedó embarazada nuevamente, Armando empezó a tener diarreas a repetición, hizo un colon irritable, y dejó de comer verduras y azúcar porque todo lo evacuaba. "Me enteré del embarazo recién a los dos o tres meses, no me había dado cuenta" agrega, y se produce una escena que no fue sencillo desentrañar, porque Armando dice: "¿Y cómo te quedaste embarazada?" "Ya te expliqué, dice ella". Él insiste: "¿Pero no dijiste que no te enteraste?" Y ella: "Y, sí, no me enteré." Armando nuevamente: "¿Pero cómo no te enteraste?" - mientras le toca la pierna y avanza cada vez más con la mano... la madre intenta seguir hablando mientras le saca la mano pero sin aludir a ello, y él insiste en acariciarla, de modo insinuante… Pregunto entonces qué sabe él del nacimiento de los niños y le propongo a la madre que escuche lo que él realmente está preguntando, porque le está preguntando algo más. Armando me explica que el papá pone el bebé en la mamá. Y yo entonces aclaro que por eso preguntaba ¡cómo la mamá no se enteró, si el papá se lo puso adentro!. Entonces es cuando la madre aclara "No, mi amor, eso se hace también por pasión, por placer, por pasarlo ¡bárbaro"! – mientras le toma los cachetes con los dedos y le hace un gesto de cariño mientras lo mira a la cara… Y luego de esa escena tan erótica cuenta cómo se deprimió en el segundo embarazo, y tan deprimida estaba, que salió de la depresión pensando que peor hubiera sido un cáncer. Y luego de expresar este fantasma terrible relata que ella tiene una hermana diecisiete meses menor, y que siempre pensó que no le haría a su hijo lo que le hicieron a ella. Y ese embarazo lo vivió como algo de destino, y le produjo una sensación terrible, haciéndole revivir no sólo la separación primordial con su propia madre sino una falla terrible respecto a su propia función como madre, al no haber podido evitar hacerle a su hijo lo que sintió que tanto la dañó a ella. "Me sentía con mucha culpa, porque con mi hermana nos llevamos tan pocos meses… Yo me sentía tan mal, estaba muy deprimida, viví con mucha culpa este embarazo. Siempre pensé: no les voy a hacer a mis hijos lo mismo que me hicieron. ¡Y otra vez lo mismo! Me sentía muy culpable, cómo no lo había podido evitar… Entonces le permitía a él hacer lo que quería… No le ponía ningún límite, lo dejaba hacer de todo. Usó chupete hasta los dos años, si no

Metabolización y transformación del deseo del adulto, hiato abierto en el cual se constituye el fantasma infantil, sabemos que el sentido del síntoma, los complejos modos de producción de un trastorno, sólo pueden ser cercados, balizados, para generar las condiciones de su abordaje de un modo que posibilite su ensamblaje en el interior del psiquismo infantil cuando nos aproximamos a ellos tratando de definir su posicionamiento tópico y el modo de instalación del conflicto. Si la depresión materna funcionó como un elemento constitutivo del modo con el cual Armando organiza su relación al semejante, si los modos de sobreinvestimiento oral producidos por la ansiedad materna se combinaron con el deseo de un niño gordito en esta mujer que propició la obesidad de su hijo más de patrones genéticos familiares, es indudable que la causalidad que opera en el momento de la consulta para el despliegue del sufrimiento del niño no es del mismo orden que las condiciones que lo produjeron, y que es en los saltos y discontinuidades entre los miembros de esta díada más que en sus continuidades y ensamblajes donde se abre el sentido de los síntomas que el tratamiento debe ayudar a develar. La entrevista madre-hijo para transitar por la historia permite ese balizamiento, así como la circulación de significaciones coaguladas al abrir el relato para fracturarlo por líneas que son precisamente los puntos de significación fallida en las cuales se marca la presencia de la singularidad psíquica que permite la desaparición del acontecimiento y su transformación en traumatismo constitutivo, en discontinuidad subjetivizante.