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Este documento analiza la diferencia entre enfoques naturalistas y normativistas en el Derecho de Responsabilidad por Daño Extracontractual (RDE). El enfoque naturalista considera el RDE como respuesta a hechos y estados de cosas ontológicos necesarios, mientras que el normativista establece los parámetros de lo que constituye daño a través del propio sistema jurídico. Se discute la responsabilidad del sujeto causante del daño, la reparación del daño y la correspondencia entre daño y reparación.
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Tipo: Apuntes
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Juan Antonio García Amado Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de León (España)
1. Naturalismo vs. normativismo en la teoría de la responsabilidad por daño extracontractual.
En este artículo vamos a defender un planteamiento normativista del sistema de responsabilidad por daño extracontractual, si bien no podremos aquí fundamentarlo en toda la extensión requerida. El planteamiento opuesto correspondería a lo que llamaremos enfoque naturalista de dicho sistema.
Ese enfoque naturalista contempla el sistema de responsabilidad por daño extracontractual (en adelante RDE) como respuesta que el Derecho da a acontecimientos y estados de cosas que constituyen presupuestos ontológicos necesarios y que, en esa su predeterminación ontológica, marcan los perfiles inevitables de dicho sector jurídico, al tiempo que ponen límites a los contenidos posibles de la regulación que en él se contiene. Bajo tal punto de vista, las posibilidades configuradoras del Derecho están aquí esencialmente limitadas por determinados datos naturales o empíricos, por una “naturaleza de las cosas” que acota tanto la lista de respuestas posibles del Derecho, como la índole precisa de las mismas. Por un lado, está la realidad en sí de ciertos eventos o acciones y, por otro, el tratamiento posible que el ordenamiento jurídico puede prestar a dicha realidad. De ese modo, la vinculación entre esa realidad empírica o natural y su tratamiento normativo adquiere tintes de necesidad y los márgenes de la regulación jurídica aparecen acotados. Las respuestas posibles del Derecho están circunscritas por la presencia incuestionable de determinados datos de la realidad en sí, y la relación en este campo entre las normas jurídicas y su objeto no es contigente en lo ontológico ni meramente analítica en lo conceptual. El Derecho aquí no configura la realidad, sino que responde a ella y opera dentro de sus márgenes ineludibles.
Concretando más, bajo ese prisma naturalista el Derecho de la RDE se construye a partir de la presencia de los siguientes datos previos o externos al propio Derecho, datos que, por tanto, no están jurídicamente perfilados, sino que son el punto de partida o presupuesto previo en que tal regulación se asienta:
(i) La existencia de un daño efectivo que un sujeto padece.
Ese daño ha de ser objetivo, en el sentido de que su entidad, como tal daño, no está jurídicamente configurada, sino que el Derecho ha de partir de su constatación. El daño supone alteración de un orden prejurídico. Tal orden prejurídico puede venir descrito desde diferentes presupuestos filosóficos. Unas veces se tratará de un orden “natural”, de un diseño necesario del mundo y, dentro de él, de las relaciones humanas. Aquí encajarían planteamientos abiertamente
iusnaturalistas, pero también los que reflejan ontologías de tipo aristotélico. En otras ocasiones se parte de los “derechos morales” de las personas, concebidos desde tesis éticas de corte cognitivista y no estrictamente iusnaturalistas. En cualquier caso, la idea es que el daño supone alteración negativa de alguno de los bienes o intereses que el ser humano que vive en sociedad ha de ver necesariamente reconocidos por el Derecho y protegidos por él, de modo que la no reparación del daño no es meramente perpetuación de un ilícito jurídico, en su caso, sino y ante todo mantenimiento de una situación objetivamente indebida por atentatoria contra las esencias primeras de la humanidad y la convivencia social.
(ii) La causación del daño por el sujeto que por él ha de responder, del sujeto a costa del que ha de producirse su reparación.
En este punto la idea de causalidad es absolutamente esencial y es causalidad empírica, causalidad científico-natural la que se presupone. Entre la conducta del dañador y el daño que el otro sujeto padece debe darse una relación causal de ese tipo y, además, si falta esa causación decae el elemento primero y más esencial de la responsabilidad.
(iii) La reprochabilidad de la conducta del sujeto causante del daño.
Ese componente subjetivo parece claro si se habla de responsabilidad por dolo o negligencia. En dificultades mucho mayores se ve la teoría naturalista cuando se trata de dar cuenta de los supuestos de responsabilidad objetiva. Su salida más común consiste en rebajar el nivel de reproche subjetivo, sin prescindir por completo de la actitud subjetiva como razón de que el dañador deba responder. Es una decisión suya la que justifica su obligación de reparar el daño, aunque tal decisión no sea la de querer dañar o la de no ser suficientemente prudente para evitar el daño. Dicha decisión es la de embarcarse en una actividad potencialmente dañosa, asumiendo con ello la posibilidad, aun no querida, de que para otros se siga daño. Además, esa decisión está motivada por la búsqueda de un beneficio para sí, aunque se trate de un beneficio perfectamente legal y legítimo y aunque de la consiguiente actividad se desprendan también, incluso, ventajas para el conjunto social. Estamos, pues, ante la frecuente justificación de la responsabilidad objetiva por la combinación de creación de riesgo y búsqueda de beneficio.
(iv) La reparación del daño.
Cuando se den los elementos reseñados en los puntos anteriores (daño, causalidad y reprochabilidad) y de ese modo entendidos, la reparación del daño a cargo o por cuenta de ese sujeto que lo causó es presentada como consecuencia “natural”, en términos de restablecimiento de aquel estado de cosas o equilibrio “natural” que con el daño así causado se provocó.
Desde un punto de vista normativista , esos elementos o conceptos centrales de la RDE se contemplan de manera distinta.
(i) En cuanto al daño, un enfoque normativista parte de que el criterio para su establecimiento es normativo, es el propio sistema jurídico el que establece las pautas de lo que ha de contar como daño. Esto significa que lo determinante aquí no es la vivencia subjetiva de un evento como dañoso, ni existe una objetividad del daño en sí, sino que en cada sistema de RDE se toma como daño solamente aquel que encaje en los parámetros normativos correspondientes, a
pues “La existencia de perjuicio se presumirá siempre que se acredite la intromisión ilegítima” (art. 9.3). Es fácil imaginar casos concretos en que la acción que la Ley tipifica como “intromisión ilegítima” y que presume dañosa con presunción iuris et de iure , pueda no causar ningún perjuicio real al afectado o, incluso, reportarle beneficio. Ejemplo claro de cómo una idea puramente normativa de daño se impone sobre uno “natural” o real.
En resumen, de aquellos eventos o acciones que subjetiva o socialmente pueden ser considerados dañosos para un sujeto, cada sistema jurídico selecciona, mediante distintos procedimientos o mecanismos, los que van a ser tratados como tales en el sistema de RDE y, a partir de esa selección, el concepto jurídico de daño adquiere su autonomía frente a otros conceptos de daño.
(ii). La teoría normativa no considera esencial la presencia de una relación empírico-causal entre la conducta de aquel al que se imputa la responsabilidad por el daño y el daño mismo. Frente a la presencia esencial de dicha causalidad, tal como la afirman las doctrinas naturalistas, las normativas señalan que lo que aquí opera son mecanismos de imputación de esa responsabilidad a un sujeto. La causalidad científico-natural es uno de los elementos principales que el sistema normativo puede y suele tomar en cuenta a la hora de hacer tal imputación, pero sólo uno de ellos. Que a esos elementos fácticos se les denomine habitualmente causa en el lenguaje jurídico, no debe llevar a que se pierda de vista que estamos ante un concepto jurídico de causa, independiente en gran medida del concepto empírico-natural de causa.
Ni hay responsabilidad de un sujeto siempre que el comportamiento de éste se inserta en la cadena causal que lleva a la producción del daño, ni se inserta dicha conducta en tal cadena causal siempre que al sujeto se le imputa responsabilidad por el daño. Lo primero se aprecia siempre que entran en juego aquellos patrones de exclusión de la responsabilidad que los penalistas denominan reglas de imputación objetiva y que también en este campo concurren. Dichos patrones no niegan la condición de causa o concausa que reviste la conducta del sujeto, sino que excluyen la relevancia de dicha causalidad a efectos de imputación de la responsabilidad. No se discute tal causación empírica sino que, en el conjunto de las causas, el sistema jurídico realiza una selección y tal selección se lleva a cabo, como no puede ser de otra manera, con patrones propios y específicos del sistema jurídico mismo, con pautas jurídico-normativas.
Como segunda peculiaridad hemos mencionado que no siempre que se imputa responsabilidad a un sujeto se parte de la condición de que la conducta de éste forme parte de la cadena causal empírica. El caso más claro es el de la responsabilidad por omisión. En sentido empírico-natural, la inacción, el no hacer, no es causa de ningún evento. Cuando concurre responsabilidad por omisión, el sujeto se le imputa tal responsabilidad no por lo que causó con su no hacer, sino por no haber provocado con su hacer un curso causal distinto, alternativo, especialmente si estaba obligado a esa conducta y/o a (intentar) tal resultado. Pero en sentido jurídico sí se considera causa la omisión, y con ello se pone de manifiesto la especificidad del concepto jurídico de causa y su considerable independencia respecto del concepto empírico-natural. Sólo como ficción puede sostenerse la presencia aquí de un factor causal real.
Pero no es el de la responsabilidad por omisión el único supuesto en que así sucede. Es el caso también cuando la norma jurídica estipula que un sujeto responde como autor y causante del daño salvo que pruebe que no fue él quien lo causó. Se trata de supuestos de inversión de la carga de la prueba. Más no puede olvidarse que el que yo no sea capaz de probar que no hice X o que no causé Y sólo significa eso, que no hay prueba de que no hice tal o causé cual; en modo alguno se infiere de ahí que yo sí hice X o causé Y.
En suma, la relación empírico-causal entre la conducta del sujeto responsable y el daño no es ni condición necesaria ni condición suficiente para sentar jurídicamente la responsabilidad de dicho sujeto por el daño acontecido. Por tanto, ni el sujeto responde por todos los daños de los que su conducta es causa o concausa, ni responde jurídicamente sólo en los casos en que su conducta haya sido realmente causa del daño. Lo que sí es necesario en todo caso para la atribución jurídica de responsabilidad a un sujeto es que se cumplan los requisitos a los que el sistema jurídico vincula tal atribución de responsabilidad y que no concurra ninguno de los elementos que, conforme a tal sistema, excluyen dicha atribución. En consecuencia, en este campo se cumple la pauta general de todo tipo de responsabilidad jurídica, de la clase que sea: responde en cada caso aquel al que el sistema jurídico imputa dicha responsabilidad. Y a la hora de fijar normativamente los criterios de tal imputación, el ordenamiento jurídico puede tanto tomar en consideración datos empíricos como matizar el alcance de éstos o reemplazarlos por criterios puramente normativos.
(iii) En lo que se refiere al componente subjetivo, a la toma en cuenta de las intenciones o actitudes del sujeto al que el daño se va a imputar, sabemos que el sistema jurídico trabaja con dos consideraciones bien distintas. En los casos de responsabilidad por dolo o negligencia, la base de la imputación se sitúa en el reproche por la actitud subjetiva del dañador. La discusión en este ámbito quedaría bien ilustrada con los debates que en el Derecho penal acontecen entre las teorías naturalistas y las teorías normativistas de la culpabilidad. El problema radica ante todo en si es posible, en qué grado y con qué certeza llegar a conocer en un proceso judicial los determinantes psicológicos profundos del comportamiento de un sujeto. Llevado el tema a sus últimas consecuencias, nos aboca a las disputas filosóficas sobre la existencia o no del libre albedrío. Sin llegar tan lejos, cabe al menos sostener que es el propio sistema jurídico el que, a efectos de la virtualidad práctica de sus sistemas de atribución de responsabilidad, establece a qué conjunto de señales o datos subjetivos se puede o se debe asociar la afirmación de intención o de otras actitudes subjetivas y cuáles excluyen, a efectos jurídicos, la presencia de tales actitudes subjetivas o su relevancia para la atribución de responsabilidad. Se podría sintetizar esto en la idea de que también la culpa o la negligencia se imputan desde el sistema tanto o más que propiamente se constatan. Más aún, lo que de constatación el sistema exija es constatación pasada por el filtro de parámetros jurídico-normativos. Tal vez el ejemplo más claro de esto, aunque ni con mucho el único, es lo que tiene que ver con la licitud jurídica de la prueba.
En los supuestos de responsabilidad objetiva se prescinde de ese elemento de reproche subjetivo y se atiende a las características objetivas de la actividad del sujeto responsable. Ya hemos mencionado cómo, en el caso de la responsabilidad objetiva, desde los planteamientos que denominamos naturalistas se trata de salvar esa ligazón entre responsabilidad y sujeto responsable poniendo el énfasis en que éste responde por lo que son consecuencias de sus decisiones; en concreto, la decisión de embarcarse en una actividad que engendra riesgos para terceros y hacerlo
En cambio, bajo una justificación utilitarista o puramente preventiva de la pena, la intensidad de ésta puede, y hasta debe, hacerse depender de consideraciones sobre su fin social y su eficacia en términos globales, por lo que no es la gravedad del mal que el delito produce el único ni necesariamente el principal factor que tiene que tomarse en consideración.
Así pues, el vínculo ontológico o “natural” entre delito y pena queda más patentemente afirmado en las teorías retribucionistas, mientras que las utilitaristas o preventivas están más abiertas a romper dicha ligazón y a ver en la pena (y hasta en la noción misma de delito) un instrumento normativo^6.
¿Cuánto de esa discusión es extrapolable a nuestro tema? A grandes rasgos y como hipótesis de trabajo, se podría sostener que las doctrinas naturalistas en materia de RDE están fuertemente emparentadas con las teorías penales de corte retribucionista, pues insisten en la necesaria equivalencia entre daño y reparación, mientras que planteamientos como el del Análisis Económico del Derecho y otros enfoques de corte funcionalista rompen ese vínculo y tratan del hacer del Derecho de daños un instrumento de ingeniería social y de ponerlo al servicio de objetivos no puramente compensatorios, sino también preventivo-generales, y de ahí que se admita, por ejemplo, la imposición de punitive damages , de indemnizaciones con contenido sancionatorio y propósito más disuasivo que propiamente compensatorio del perjuicio real padecido por la víctima.
Sea como sea, las tesis naturalistas se topan aquí con dificultades semejantes a las del retribucionismo penal, especialmente en lo referido a la pregunta sobre cómo se mide el valor “real” del daño a fin de disponer su correspondiente indemnización. Y, como ocurre con los delitos, en ocasiones tal correspondencia será bien fácil y elemental, pero en otras estará mediatizada por una valoración en términos económicos de daños de muy difícil cuantificación objetiva en tales magnitudes.
Aquí de nuevo vamos a dar con la diferencia entre el lenguaje del Derecho, poblado de ficciones y de “como si”, y la realidad práctica del mismo. Lo que en las normas jurídicas o las sentencias suele presentarse en términos de correspondencia entre cuantía del daño y cuantía de la reparación, entre “valor” de lo uno y de lo otro, no es sino plasmación de parámetros normativos, no constatación objetiva de tales “valores”. Esas pautas son unas veces producto de la pura apreciación de los jueces, y en tales casos el problema teórico más interesante está vinculado a la prueba y su consideración; no meramente a la prueba del daño, sino, ante todo, a la prueba del valor del daño y a la valoración de dicha prueba^7. En otras ocasiones están dispuestas en normas legales. Entre nosotros el ejemplo más claro es el baremo de daños corporales presente en la Ley sobre
(^6) Ese planteamiento encuentra una de sus formulaciones más radicales en Jakobs y su escuela, ya que contemplan el castigo penal como una herramienta del sistema jurídico mediante el que éste vela ante todo por el respeto a sus normas más esenciales. Desaparece con ello la idea de bien jurídico-penalmente protegido y es el propio sistema jurídico el que a sí mismo se protege mediante la pena. Véase, por ejemplo, Jakobs, 1996 : 12ss; Jakobs, 1997; 10ss. Para una resumida visión de conjunto puede consultarse: García Amado, 2000: 233ss. (^7) Un vistazo elemental a la jurisprudencia sobre cualquier tipo de daños de valor no tasado legalmente puede hacer que nos preguntemos si el daño “vale” lo que vale, vale lo que establece una regla o patrón de medida jurisprudencialmente consolidado o vale lo que en cada caso decida cada juez que vale. Si esta última fuera la respuesta más certera, ello no supondría objeción para la doctrina normativista, pues se podría sostener que, en ausencia de determinación legal del valor del daño, rige la pura discrecionalidad judicial, pero generalmente no se impone ni puede imponerse una especie de valor “natural” u objetivo del daño, especialmente de aquel daño que no sea directamente daño económico.
Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de Vehículos a Motor^8. El tratamiento igual de lo desigual^9 , que el Tribunal Constitucional dio por bueno y compatible con el principio constitucional de no discriminación, es indicio contundente de que, al menos en muchos campos y especialmente en los casos de daño no directamente económico, el daño vale lo que el sistema jurídico dice que vale, no lo que es objetivamente su valor. Y esto último encaja de lleno en las tesis normativistas que estamos propugnando.
2. Dos enfoques posibles para el debate: el filosófico y el sistemático.
A la hora de juzgar si es más adecuada en este campo de la RDE una teoría naturalista o una normativista podemos partir de dos encuadres, que cabe denominar ideológico y sistemático.
(a) Bajo un enfoque filosófico-político , se trataría de discernir cuál de los dos planteamientos en discusión permite una más justa organización de las relaciones sociales en lo que aquí resulte concernido. Requerimiento mínimo de honestidad intelectual en este campo sería explicitar en el arranque en qué concepción de la justicia social se apoya quien realice tales juicios. A partir de ahí, el análisis tendrá siempre una doble dimensión. Por un lado, de valoración de la medida en que las vigentes instituciones y prácticas de RDE sirven al modelo de justicia social y, consiguientemente, al modelo de sociedad justa de que se parta, y, por otro, de propuesta de reformas de tales instituciones para adaptarlas a tal modelo.
En este punto se ubica el debate filosófico actual, básicamente en el ámbito anglosajón, entre concepciones de la RDE ligadas a la idea de justicia conmutativa y concepciones que vinculan dicho campo con la justicia distributiva. Entre los primeros, que suelen entremezclar la descripción aristotélica de la justicia correctiva y la idea kantiana de que ningún sujeto puede ser utilizado como instrumento al servicio de fines sociales, el derecho de la RDE no puede usarse como resorte para conseguir una mejor redistribución de los bienes o las oportunidades en la sociedad. El vínculo ontológico entre daño y reparación, sumado a dicho rechazo, por deshumanizadora, de toda visión socialmente instrumental de los individuos, lleva a estos autores^10 a marcar un límite irrebasable al derecho de daños: el daño es ruptura por un sujeto, y respecto de otro, de un estado de cosas que en este punto no se cuestiona, y la reparación ha de corresponderse exactamente con la recomposición de ese equilibrio roto entre esos dos sujetos. Si se entra en consideraciones sobre lo justo o injusto de esa posición relativa previa entre dañador y dañado o sobre la situación de uno y otro en relación con el conjunto de la sociedad, se cae en aquel instrumentalismo despersonalizador que se quiere evitar a toda costa. Por tanto, al derecho de la RDE debe serle completamente ajeno todo elemento de justicia distributiva. Para ocuparse de ésta se cuenta con otros sectores del Derecho y la política jurídica, comenzando por el Derecho fiscal y sus consiguientes políticas. No ha de extrañar, por tanto, que semejantes filosofías se muestren muy remisas a la hora de aceptar la extensión de los
(^8) Ahora, a tenor del Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor. (^9) No “vale” o debe “valer” lo mismo el brazo de un director de orquesta que el de un profesor de Derecho civil jubilado, por ejemplo, pero la Ley iguala su valor. (^10) Probablemente el más radical, coherente e insistente de ellos es Ernest J. Weinrib. Véanse, como muestra, los trabajos suyos incluidos en la antología Tort Law , que el mismo edita: Weinrib, 2002.
conveniencia. Dónde haya de estarse a la culpa y dónde a la responsabilidad objetiva, cuándo haya de correr con los costes de un daño el dañador y cuándo haya de padecerlos el dañado, por ejemplo, son cuestiones cuya contestación dependerá en cada caso y situación de un cálculo de costes bajo el prisma macro o de conveniencia social global. Ni justicia correctiva ni justicia distributiva como guías de la RED, sino eficiencia económica global.
Aquí, por tanto, la relativización de todo presupuesto ontológico o moral de la RDE es total y absoluta. En este sentido, las doctrinas del Análisis Económico del Derecho estarían más próximas a un planteamiento normativista que de uno naturalista. Puesto que queremos defender en esto el normativismo, hemos de hacer en este instante alguna precisión.
El Análisis Económico del Derecho es una doctrina con fuerte carga normativa, en el sentido de que, más que describir el funcionamiento de los sistemas existentes de RDE o de alguno de ellos, quiere proporcionar pautas para su mejor organización, a partir de esa concepción de la sociedad mejor a la que hemos aludido. En el fondo, el Análisis Económico del Derecho es una más de las teorías de la justicia social. En cambio, la que llamamos teoría normativista tiene un propósito fundamentalmente descriptivo, no prescriptivo. No se trata de dirimir qué modelo de RDE sirve mejor a un determinado ideal de sociedad, sino de examinar cómo operan realmente los sistemas actuales de RDE, de describir sus presupuestos teóricos y de determinar qué tipo de teoría explicativa, descriptiva, deja ver más coherentemente de la realidad de tales sistemas. Ahí es donde mantenemos que una teoría normativista se ajusta mejor a la realidad de los actuales sistemas de RDE que una de esas que llamamos naturalistas.
(b) Con esto último hemos llegado al segundo punto de vista o enfoque a la hora de juzgar de las ventajas e inconvenientes de una teoría naturalista o una normativista de la RDE. Es el enfoque que llamamos sistemático y en él nos vamos a concentrar, prescindiendo en adelante de la clase de debates mencionados en el punto anterior. Un enfoque sistemático tiene un propósito prioritariamente descriptivo. No propone modelos alternativos ni critica los vigentes desde concepciones de la justicia o pautas de moralidad, sino que intenta combinar la descripción de los sistemas normativos operantes en materia de RDE con la búsqueda del modelo teórico que brinde más coherente explicación de sus caracteres. Se trata, ni más ni menos, que de responder a la pregunta de si es posible concebir el derecho de la RDE como un sistema coherente tanto en sus contenidos normativos como, sobre todo, en sus conceptos explicativos, como un sistema normativo y categorial exento de contradicciones y paradojas, o con las mínimas posibles; o si, por contra, nos encontramos en un campo en el que prima un casuismo abiertamente antisistemático y una aplicación de categorías expositivas exenta de todo rigor lógico, analítico y metodológico.
Pues bien, así es como opinamos que una teoría normativista de la RDE permite una explicación mucho más congruente de ese conjunto normativo y una conciencia metodológica más clara y rigurosa a la hora de emplear en este terreno nociones como daño, causalidad, culpa, responsabilidad, etc. Mientras que las doctrinas naturalistas usan tales conceptos cual si se tratara de los mismos con los que se describe el mundo de la naturaleza y de los eventos no constitutivamente jurídicos, cayendo con ello en constantes aporías teóricas y viéndose abocadas al continuo recurso a ficciones que niegan su mismísimo punto de partida, las normativistas contemplan el sistema de la RDE como un constructo que únicamente puede entenderse y cobrar coherencia teórica y práctica
desde las propias categorías forjadas por el sistema jurídico; es decir, entendiendo que el sentido de conceptos como daño, causalidad, culpa, responsabilidad, etc. no es aquí su sentido “natural” o extrasistemático, y menos un sentido ontológico necesario, al modo de alguna forma de intelectualismo, sino un sentido especial y distinto, específicamente jurídico.
3. Un botón de muestra: la noción de causalidad y su papel en el sistema de RDE.
Es un tópico fuertemente arraigado el afirmar que constituye un elemento esencial para la atribución de responsabilidad la relación causal entre la conducta del responsable y el daño sufrido por el dañado^12. Aquí vamos a mantener, legislación en mano, que no existe tal esencialidad de la conexión causal. Desglosaremos dicha tesis en dos partes. La primera, para mostrar que, en el sistema de RDE, de tal conexión causal no se sigue siempre, ni mucho menos, la responsabilidad, entendida como obligación de compensar o indemnizar el daño. La segunda, para poner de relieve que no siempre que se imputa la responsabilidad existe dicha relación causal.
La imputación de responsabilidad no implica necesariamente atribuir la obligación de reparar al dañador , ya que el sujeto responsable puede no ser el dañador, el autor o causante del daño, si por tal se entiende aquel que lo causó. Ni todo dañador responde ni todo responsable es dañador. La terminología común, que asigna la condición de dañador al que con arreglo a Derecho aparece como responsable, no es sino un resabio más de aquel lenguaje naturalista que opera con puras ficciones y que acaba por confundir las ficciones –jurídicas- con la realidad misma de los hechos y las cosas. La equiparación entre dañador y responsable, presentada como uno de los axiomas del sistema de RDE, es otro resquicio de la vieja pretensión de legitimar la normatividad jurídica por su correspondencia con estructuras lógico-reales, con una especie de naturaleza de las cosas, con datos ontológicos de carácter prejurídico que, además, acarrean en sí el fundamento de la consiguiente respuesta jurídica, que aparece como respuesta “natural” y necesaria, como correspondencia predeterminada entre datos de la realidad como tal y su consiguiente regulación jurídica. Bajo tal punto de vista, el Derecho aprehende la realidad y con sus normas y decisiones reconduce al orden ontológicamente debido, “natural”, las rupturas o los desajustes acontecidos en ese orden necesario, prejurídico.
Bajo una óptica normativista, como la que aquí asumimos, sucede de modo inverso. El Derecho es un orden artificial y contingente que construye un mundo y un sistema de relaciones sociales en función no de cómo es la realidad de las cosas y de la convivencia, sino de cómo se considera que debe ser. No hay una preconfiguración ontológica del mundo o de las relaciones sociales por la que se deba velar y que haya de ser reconstituida cada vez que se ve alterada por la conducta humana, sino que se trata de diseñar y defender un modelo de sociedad y de convivencia y de poner los medios para hacerlo viable. Cuál sea dicho modelo dependerá del sistema de preferencias socialmente vigente y de las opciones político-legislativas de cada momento, pues, al fin y al cabo, en materia de RDE se trata de establecer criterios de distribución de beneficios y cargas entre los ciudadanos o, en otros términos, de decidir quiénes han de correr con los costes de
(^12) Entre muchos: O´Callaghan Muñoz, 207: 803 (“nexo causal: esencial”), De Ángel Yágüez, 1988: 241 (condición “de existencia de la responsabilidad civil”).
responsabilidad por daño extracontractual es una obligación “que nace de un acto ilícito”^14. Y no se pierda de vista que dicha tesis se mantiene aun en lo referido a los supuestos de responsabilidad objetiva, sin culpa. En palabras de O´Callaghan, “No es correcta la expresión de <<obligación nacida de culpa extracontractual>>, pues la obligación no nace de culpa, sino de hecho ilícito que ha producido el daño, tanto más cuando se va hacia una responsabilidad sin culpa y hay casos que explícitamente contempla la Ley como responsabilidad objetiva”^15.
¿Qué clase de antijuridicidad sería ésa? No tiene que ver necesariamente con una actitud subjetiva, con un propósito de dañar o con la indiferencia ante el daño posible que se derive de la propia conducta, sino con una alteración objetiva del orden adecuado de las cosas y las relaciones. Ahora bien, si pensamos en los casos de responsabilidad puramente objetiva, como los que la ley contempla en materia de daños personales derivados de la circulación de vehículos de motor, de navegación aérea o de energía nuclear, entre otros, vemos que el sujeto responsable no ha realizado ninguna conducta que el Derecho prohíba ni ha violado ninguna obligación de cuidado jurídicamente establecida. Por consiguiente, si algo hay de antijurídico en el daño, no radica en el hecho de que la conducta del responsable incumpla algún mandato jurídico-positivo. Pero, en puridad, el Derecho tampoco prohíbe en sí los accidentes automovilísticos o los aéreos o los que sucedan en las centrales nucleares, accidentes ajenos a culpa o falta de previsión o cuidado.
¿Puede ser antijurídico un resultado objetivamente dañoso para alguien pero que no se relaciona con el incumplimiento de ningún mandato jurídico-positivo? Sólo si consideramos que rige, como parte del sistema jurídico y como fundamento común de todo el sistema de RDE, un mandato que ni está positivado como tal ni necesitaría estarlo: el mandato de no dañar a otro, el mandato contenido en la vieja fórmula del alterum non laedere. Así, dice O´Callaghan que “(l)a acción u omisión debe ser ilícita , es decir, antijurídica, en el sentido de que contraviene el principio alterum non laedere y de que produce la infracción de la norma que protege el derecho lesionado”^16.
Aunque aquí no podemos detenernos excesivamente en este asunto, debemos preguntarnos cuál es, en Derecho, esa norma “que protege el derecho lesionado”, norma que sólo puede hacer antijurídica la conducta del “dañador” bajo dos condiciones: que prohíba la conducta del dañador y que presente la correspondiente obligación de indemnizar como sanción por tal incumplimiento normativo. Pues, por un lado, no toda obligación de realizar una prestación se ata a la realización de una acción antijurídica^17 , y, por otro, el vincular la obligación de reparar el daño a la previa realización de una conducta antijurídica tiñe tal reparación de carácter sancionatorio, tiene connotaciones de castigo por el comportamiento indebido. Nos parece que un enfoque así casa muy difícilmente con mecanismos de responsabilidad objetiva por daños que, sin culpa, se desprendan de actividades tan lícitas como conducir un coche o ser propietario de él, o como regentar una compañía aérea o explotar una central nuclear. No parece nada fácil encontrar en cualquier sistema jurídico, y desde luego en el nuestro, una norma positiva que genéricamente prohíba provocar objetivamente daño o perjuicio para otra persona, y de ahí que quienes defienden esta tesis de la
(^14) O´Callaghan Muñoz, 2007: 801. (^15) Ibid., p. 802. (^16) O´Callaghan Muñoz, 2007: 807. (^17) Piénsese, de nuevo, en las obligaciones fiscales o, en el ámbito civil, en múltiples obligaciones, como la de alimentos.
antijuridicidad como elemento esencial del daño tengan que echar mano de una especie de derecho natural de la responsabilidad civil extracontractual, que tendría su norma suprema en la mencionada prohibición de dañar a otro, en el alterum no laedere. Pero, como suele ocurrir con los iusnaturalismos de cualquier género, la dificultad de estas teorías se presenta a la hora de aclarar por qué sólo cuentan como daños antijurídicos aquellos a los que el Derecho positivo asocia una obligación de reparación, en lugar de todos los daños que efectivamente una persona causa a otra. De nuevo contemplamos cómo las doctrinas (ius)naturalistas acaban conformando la mejor defensa de sus opuestas, las normativistas, pues no hacen más que revestir de necesidad la contingencia del Derecho positivo: siempre que, conforme a Derecho positivo, alguien tiene la obligación de reparar un daño, sería, según estas doctrinas (ius)naturalistas, debido a que se ha vulnerado un mandato de no dañar a otro, mandato que es, a un tiempo, jurídico y prejurídico, o, mejor dicho, jurídico por prejurídico.
Pero el sistema sigue reconstruyéndose a base de ficciones. El esquema “naturalista” tradicional liga conducta dañosa, culpa, daño y obligación de reparación. El artículo 1902 del Código Civil español, base de nuestro sistema jurídico-privado de responsabilidad por daño extracontractual, tiene una dicción claramente culpabilística, pues se refiere al que causare daño a otro “interviniendo culpa o negligencia”. Pero ese planteamiento originario del sistema no sólo se ha visto alterado por leyes especiales que prevén supuestos de responsabilidad objetiva, sino por una jurisprudencia que ha ido objetivando^18 el sistema general a base de estirar y estirar el artículo
Puestas así las cosas, ya no hay problema para entender que los casos de objetivización de la responsabilidad no desentonan de las exigencias culpabilísticas del art. 1902. Oigamos a O´Callaghan: “Efectivamente, se va cada vez más hacia la objetivación de esta llamada responsabilidad extracontractual, es decir, la obligación de reparar el daño que nace del acto ilícito se produce de forma objetiva por el hecho de causar el daño. El que causa un daño (nexo causal: esencial) tiene obligación de repararlo, objetivamente; se habla demasiado de culpa: la culpa está inmersa en la acción; porque si no hubiera habido culpa (o dolo, que es peor) en aquella acción que causó el daño (repito; que causó) no se hubiera producido éste. De lo que deriva la esencialidad del nexo causal: si una persona causa (con nexo causal) un daño, lo ha causado con
(^18) En palabras de O´Callaghan, “así como normalmente la jurisprudencia sigue a la doctrina (...), en este tema es la jurisprudencia la que ha evolucionado y la doctrina ha ido totalmente a remolque. Lo cual tiene una clara explicación: la jurisprudencia tiene que resolver casos concretos, debe adaptarse a la realidad social, hace una interpretación evolutiva, marca una unidad de criterio y, en definitiva, complementará el ordenamiento jurídico , como dispone el artículo 1.6 del Código civil. Y en todo ello, ha avanzado hacia la objetivación” (O´Callaghan Muñoz, 2007:802). Ya tenemos ahí la justificación de que se le haya dado la vuelta al artículo 1902 del Código Civil: lo que ha hecho la jurisprudencia es, a la vez, interpretación evolutiva y complementación del ordenamiento jurídico.
la negligencia del perjudicado, como dispone el párrafo segundo del artículo 1 de Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor.
Puesto que, en doctrinas de este tenor, la culpa se reconduce a la causa, el paso siguiente consiste en afirmar que no es correcto hablar de compensación de culpas y que hay que hacerlo de concurrencia de causas. No se compensan las culpas, sino que “se debe computar el grado de causa y distribuir la reparación del daño”^22. Ahora bien, un planteamiento tal sólo se puede entender sobre la base de la previa asimilación de causa y culpa. Si la culpa está en la causa y la causa es la culpa, en un ejemplo como el anterior del atropello es posible sostener que son causas las que concurren, no que la culpa de la víctima (o de quienes respondan por su conducta) sirva para moderar el montante de la indemnización. Llevado el razonamiento a su extremo y puestos a hablar de compensación de causas, no de compensación por obra de la culpa de la víctima, tendríamos que concurrencia de causas habría siempre, pues la mera presencia de la víctima, su simple estar o no estar, hacer o no hacer, es en todo caso concausa que hace empíricamente posible el acaecimiento del daño. Y con esto llegamos a una de las tesis que aquí defendemos: no es que propiamente las causas se compensen, pues en un plano puramente empírico de la causalidad no tiene sentido hablar de que las causas se compensen. Las causas concurren en relaciones y encadenamientos que tienden al infinito y es el sistema normativo el que recorta, de entre esas causas, las que para él cuentan como tales y en la proporción que él establezca. En dicho plano empírico no hay rupturas del nexo causal^23. Sólo en el plano normativo se subrayan, de entre las causas, las que se tengan por relevantes y se decide la medida de esa relevancia.
Esa misma doctrina que proclama la esencialidad del nexo causal mantiene una peculiar idea de la ruptura del nexo causal, sentando que siempre que un sujeto no responde es porque se ha dado una ruptura de dicho nexo. Si toda causación presupone incluso culpabilidad, de manera que hasta la responsabilidad objetiva acaba por ser responsabilidad de base culpabilística y, con ello, no desentonante de lo dispuesto en el art. 1902, toda causación engendra responsabilidad, por lo que siempre que se hace una excepción a la responsabilidad se tiene que explicar porque ha desaparecido tal causación por obra de una ruptura del nexo causal. Esto lleva al extremo de entender, incluso, que el caso fortuito o la fuerza mayor suponen ruptura de ese nexo causal que, de no haber sido interrumpido, desencadenaría la responsabilidad de un sujeto^24. Pero, ¿realmente cuando el daño es efecto de una causa consistente en un suceso de caso fortuito o fuerza mayor, se interrumpe alguna cadena causal que vincule el daño con la conducta anterior de un sujeto? Parece muy difícil y sumamente artificioso entenderlo de esa forma. Donde la fuerza mayor o el caso fortuito sirven para excepcionar la imputación de responsabilidad a un sujeto es en aquellos casos
(^22) O´Callaghan Muñoz, 2007:. 804. En el mismo sentido: 809. (^23) O, todo lo más, se podría hablar de tal ruptura del nexo causal únicamente cuando de lo que podría haber sido efecto no se sigue causalmente la consecuencia que pudo ser: si X inocula a Y un virus mortal, pero Y se haya inmunizado frente a tal virus, de modo que no se produce el efecto letal normalmente esperable, se habría roto la cadena causal normal por obra –causal- de esa circunstancia. Pero, puesto que en materia de responsabilidad civil la mera tentativa que no produce ningún daño carece de efectos, tales “rupturas del nexo causal” son aquí irrelevantes. También la conducta de un tercero puede romper el nexo causal en ese sentido, cuando dicha conducta impide que la acción de X produzca su efecto sobre Y: X envenena a Y, pero antes de que dicho veneno pueda hacer su efecto, Z mata a Y de un disparo. (^24) Cfr. O´Callaghan Muñoz, 2007: 808.
de responsabilidad objetiva en los que la imputación de responsabilidad se hace con independencia de que realmente el sujeto haya causado el daño. En tales supuestos el sistema jurídico imputa la responsabilidad a un sujeto con independencia de que su conducta sea propiamente causa del daño, y el propio sistema establece la posible excepción: que dicho sujeto pruebe que el daño tiene su causa en un evento de caso fortuito o fuerza mayor. Si no lo prueba, la responsabilidad cae de su lado, aun cuando no haya prueba del nexo causal entre su proceder y el daño acaecido; responde como si fuera su conducta la causa.
Como provocadores de la ruptura del nexo causal se mencionan otros dos factores: la acción proveniente de un tercero y la acción del propio perjudicado. El primero de esos factores lo explica O´Callaghan así: “Cuando la causa es el hecho de un tercero, éste será el obligado a reparar el daño. Es decir, el que aparece como autor, puede acreditar la ruptura del nexo causal por razón de ser un tercero el causante del daño”^25. Tal modo de expresión suena contradictorio. Si el “autor” y causante es un tercero, ése que “aparece como autor” simplemente no es el autor, es decir, el causante. No es que se haya roto el nexo causal, sino que no existió tal nexo entre la conducta de ese mero sospechoso (si se permite la expresión) y el daño ocurrido; no es que se interrumpa la cadena causal, sino que tal cadena no pasa por él, salvo en un sentido latísimo de causalidad.
Tan complicada cuestión requeriría unas depuradas consideraciones casuísticas, una ejemplificación bien detallada. Pero el ejemplo que pone O´Callaghan para ilustrar su tesis más bien parece que refuerza la nuestra. Dice así: “Este fue el caso que contempló la sentencia de 11 de marzo de 1988, en el incendio del Hotel Corona de Aragón, de Zaragoza, en que hubo 76 muertos y la causa se probó que había sido la actuación de desconocidas terceras (sic) que provocaron el inicio del incendio en las cocinas del hotel”^26. Si ésa fue la causa y si ésa se probó como la única causa, la causa no fue otra y, por tanto, no hay ruptura de otro nexo causal.
El otro factor citado como razón de la ruptura del nexo causal es la acción del propio perjudicado. Y estamos en las mismas: o probamos o entendemos que no hay más causa del daño que la propia conducta del que lo padece, que “el que ha causado su propio daño ha sido él”^27 , en cuyo caso, si ésa es la causa, no hay otro nexo causal roto^28 ; o, si son varias las causas que pueden apreciarse como concurrentes^29 pero ante el Derecho sólo cuenta como causa la conducta de la víctima, nos encontramos ante un claro ejemplo de lo que afirmamos desde parámetros normativistas, un ejemplo de cómo es el propio sistema normativo el que, a efectos de imputar responsabilidad, selecciona, de entre las causas concurrentes, una sola como causa normativamente relevante^30.
Pero no terminan con esto los peculiares usos de esa noción de ruptura del nexo causal. Veamos unos cuantos más. En primer lugar, en relación con el art. 1903 del Código Civil, relativo a la responsabilidad de los padres por los “daños causados por los hijos que se encuentren bajo su
(^25) O´Callaghan Muñoz, 2007: 808. (^26) O´Callaghan Muñoz, 2007: 809. (^27) O´Callaghan Muñoz, 2007: 809. (^28) Pues en modo alguno el daño se habría dado sin esa causa que, por eso, cuenta como única. (^29) En cuanto que si alguna de ellas faltara el daño no habría sucedido. (^30) Esto en los supuestos llamados de culpa exclusiva de la víctima. En los casos de compensación de culpas o, como otros gustan mejor decir, de concurrencia de causas a efectos de reparto del costo del daño y, consiguientemente, de la responsabilidad, el sistema selecciona más de una causa como relevante a tal efecto.
Código Civil, que impone al poseedor de un animal o el que se sirve de él la responsabilidad por los perjuicios que causare, “aunque se le escape o extravíe. Sólo cesará esta responsabilidad en el caso de que el daño proviniera de fuerza mayor o de culpa del que lo hubiese sufrido”. La prueba de que el daño se produjo por causa de fuerza mayor o culpa de la víctima equivale, para dicho autor, a acreditación de que se ha roto el nexo causal. Idénticamente se expresa respecto a los casos de los artículos 1907 y 1908, estimando que esa responsabilidad, que presenta como objetiva, se excepciona por ruptura del nexo causal debida a caso fortuito, fuerza mayor o acto de tercero^35 , según los casos. Idénticamente dice a propósito de la responsabilidad por daños personales a tenor del art. 1.1 de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor^36 y, a la exención de responsabilidad, cuando de energía nuclear se trate, cuando el daño se ha producido por causa del perjudicado por fuerza mayor^37 , etc. Sólo podemos insistir en que aquí se estaría llamando impropiamente “ruptura del nexo causal” a lo que sería la probada ausencia de tal nexo.
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(^35) O´Callaghan Muñoz, 2007: 813. (^36) “Respecto a los daños personales , como se ha dicho, la responsabilidad es objetiva pura y así se desprende del artículo 1.1, párrafo primero, al disponer que el conductor (u otro sujeto responsable) sólo queda exonerado de su obligación de indemnizar el daño personal cuando se produce la ruptura del nexo causal: por acción de tercero (un tercero, por ejemplo, empuja al peatón cuando pasa el coche), por acción del propio perjudicado o por fuerza mayor, y ésta debe ser extraña a la conducción y al funcionamiento del vehículo, por lo que no lo es el defecto del vehículo o de alguna de sus piezas” (O´Callaghan Muñoz, 2007: 816). (^37) Vid. O´Callaghan Muñoz, 2007: 817-818.