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La crucifixión de Jesús: un análisis histórico y teológico - Prof. Gomez, Summaries of Religion

Un análisis detallado de la crucifixión de jesús, explorando los aspectos históricos y teológicos de este evento fundamental para la fe cristiana. Se examina el contexto de la época, las escenas de burla y maltrato previas a la crucifixión, la descripción de la ejecución en sí misma, y las reflexiones de los evangelistas sobre la angustia y el silencio de jesús en sus últimos momentos. El texto aborda cuestiones como la soledad de jesús, las palabras que pudo haber pronunciado, y la interpretación teológica de su muerte. Con una descripción minuciosa y un enfoque interdisciplinar, este documento proporciona una valiosa perspectiva sobre uno de los eventos más significativos de la historia cristiana.

Typology: Summaries

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sistema organizado al servicio de los más poderosos del Imperio romano y de la religión del
templo. Es Pilato quien pronuncia la sentencia: Irás a la cruz. Pero esa pena de muerte está
firmada por todos aquellos que, por razones diversas, se han resistido a su llamada a entrar
en el reino de Dios.
El horror de la crucifixión.
Jesús escucha la sentencia aterrado. Sabe lo que es la crucifixión. Desde niño ha oído hablar
de ese horrible suplicio. Sabe también que no es posible apelación alguna. Pilato es la autori-
dad suprema. Él, un súbdito de una provincia sometida a Roma, privado de los derechos
propios de un ciudadano romano. Todo está decidido. A Jesús le esperan las horas más
amargas de su vida.
La crucifixión era considerada en aquel tiempo como la ejecución más terrible y temida. Fla-
vio Josefo la considera la muerte más miserable de todas y Cicerón la califica como el supli-
cio más cruel y terrible. Tres eran los tipos de ejecución más ignominiosos entre los roma-
nos: agonizar en la cruz (crux), ser devorado por las fieras (damnatio ad bestias) o ser que-
mado vivo en la hoguera (crematio). La crucifixión no era una simple ejecución, sino una
lenta tortura. Al crucificado no se le dañaba directamente ningún órgano vital, de manera
que su agonía podía prolongarse durante largas horas y hasta días. Por otra parte, era nor-
mal combinar el castigo básico de la crucifixión con humillaciones y tormentos diversos. Los
datos son escalofriantes. No es extraño mutilar al crucificado, vaciarle los ojos, quemarlo,
flagelarlo o torturarlo de diversas formas antes de colgarlo en la cruz. La manera de llevar a
cabo la crucifixión se prestaba sin más al sadismo de los verdugos. Séneca habla de hombres
crucificados cabeza abajo o empalados en el poste de la cruz de manera obscena. Al describir
la caída de Jerusalén, Flavio Josefo cuenta que los derrotados eran azotados y sometidos a
todo tipo de torturas antes de morir crucificados frente a las murallas... Los soldados roma-
nos, por ira y por odio, para burlarse de ellos, colgaban de diferentes formas a los que cogí-
an, y eran tantas sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus cruces, ni
cruces para clavar sus cuerpos. La crucifixión de Jesús no parece haber sido un acto de en-
sañamiento especial por parte de los verdugos. Las fuentes cristianas solo hablan de la flage-
lación y la crucifixión, además de burlas y humillaciones de diverso tipo.
La crueldad de la crucifixión estaba pensada para aterrorizar a la población y servir así de
escarmiento general. Siempre era un acto público. Las víctimas permanecían totalmente
desnudas, agonizando en la cruz, en un lugar visible: un cruce concurrido de caminos, una
pequeña altura no lejos de las puertas de un teatro o el lugar mismo donde el crucificado
había cometido su crimen. No era fácil de olvidar el espectáculo de aquellos hombres retor-
ciéndose de dolor entre gritos y maldiciones. En Roma había un lugar especial para crucificar
a los esclavos. Se llamaba Campus Esquilinus. Este campo de ejecución, lleno de cruces e
instrumentos de tortura, y rodeado casi siempre de aves de rapiña y perros salvajes, era la
mejor fuerza de disuasión. Es fácil que el montículo del Gólgota (lugar de la Calavera), no
lejos de las murallas, junto a un camino concurrido que llevaba a la puerta de Efraín, fuera el
lugar de ejecución de la ciudad de Jerusalén.
La crucifixión no se aplicaba a los ciudadanos romanos, excepto en casos excepcionales y
para mantener la disciplina entre los militares. Era demasiado brutal y vergonzosa: el castigo
típico para los esclavos. Se le llamaba servile supplicium. El escritor romano Plauto (ca. 250-
184 a. C.) describe con qué facilidad se les crucificaba para mantenerlos aterrorizados, cor-
tando de raíz cualquier conato de rebelión, huida o robos. Por otra parte, era el castigo más
eficaz para los que se atrevían a levantarse contra el Imperio. Durante muchos años fue el
instrumento más habitual para pacificar a las provincias rebeldes. El pueblo judío lo había
experimentado repetidamente. Solo en un período de setenta años, cercanos a la muerte de
Jesús, el historiador Flavio Josefo nos informa de cuatro crucifixiones masivas: el año 4 a. C,
Quintilio Varo crucifica a dos mil rebeldes en Jerusalén; entre los años 48 al 52, Quadrato,
legado de Siria, crucifica a todos los capturados por Cumano en un enfrentamiento entre
judíos y samaritanos; el año 66, durante la prefectura del cruel Floro, son flagelados y cruci-
ficados un número incontable de judíos; a la caída de Jerusalén (septiembre del 70), nume-
rosos defensores de la ciudad santa son crucificados brutalmente por los romanos.
Quienes pasan cerca del Gólgota este 7 de abril del año 30 no contemplan ningún espectácu-
lo piadoso. Una vez más están obligados a ver, en plenas fiestas de Pascua, la ejecución
cruel de un grupo de condenados. No lo podrán olvidar fácilmente durante la cena pascual de
esa noche. Saben bien cómo termina de ordinario ese sacrificio humano. El ritual de la cruci-
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sistema organizado al servicio de los más poderosos del Imperio romano y de la religión del templo. Es Pilato quien pronuncia la sentencia: Irás a la cruz. Pero esa pena de muerte está firmada por todos aquellos que, por razones diversas, se han resistido a su llamada a entrar en el reino de Dios.

El horror de la crucifixión.

Jesús escucha la sentencia aterrado. Sabe lo que es la crucifixión. Desde niño ha oído hablar de ese horrible suplicio. Sabe también que no es posible apelación alguna. Pilato es la autori- dad suprema. Él, un súbdito de una provincia sometida a Roma, privado de los derechos propios de un ciudadano romano. Todo está decidido. A Jesús le esperan las horas más amargas de su vida.

La crucifixión era considerada en aquel tiempo como la ejecución más terrible y temida. Fla- vio Josefo la considera la muerte más miserable de todas y Cicerón la califica como el supli- cio más cruel y terrible. Tres eran los tipos de ejecución más ignominiosos entre los roma- nos: agonizar en la cruz (crux), ser devorado por las fieras (damnatio ad bestias) o ser que- mado vivo en la hoguera (crematio). La crucifixión no era una simple ejecución, sino una lenta tortura. Al crucificado no se le dañaba directamente ningún órgano vital, de manera que su agonía podía prolongarse durante largas horas y hasta días. Por otra parte, era nor- mal combinar el castigo básico de la crucifixión con humillaciones y tormentos diversos. Los datos son escalofriantes. No es extraño mutilar al crucificado, vaciarle los ojos, quemarlo, flagelarlo o torturarlo de diversas formas antes de colgarlo en la cruz. La manera de llevar a cabo la crucifixión se prestaba sin más al sadismo de los verdugos. Séneca habla de hombres crucificados cabeza abajo o empalados en el poste de la cruz de manera obscena. Al describir la caída de Jerusalén, Flavio Josefo cuenta que los derrotados eran azotados y sometidos a todo tipo de torturas antes de morir crucificados frente a las murallas... Los soldados roma- nos, por ira y por odio, para burlarse de ellos, colgaban de diferentes formas a los que cogí- an, y eran tantas sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus cruces, ni cruces para clavar sus cuerpos. La crucifixión de Jesús no parece haber sido un acto de en- sañamiento especial por parte de los verdugos. Las fuentes cristianas solo hablan de la flage- lación y la crucifixión, además de burlas y humillaciones de diverso tipo. La crueldad de la crucifixión estaba pensada para aterrorizar a la población y servir así de escarmiento general. Siempre era un acto público. Las víctimas permanecían totalmente desnudas, agonizando en la cruz, en un lugar visible: un cruce concurrido de caminos, una pequeña altura no lejos de las puertas de un teatro o el lugar mismo donde el crucificado había cometido su crimen. No era fácil de olvidar el espectáculo de aquellos hombres retor- ciéndose de dolor entre gritos y maldiciones. En Roma había un lugar especial para crucificar a los esclavos. Se llamaba Campus Esquilinus. Este campo de ejecución, lleno de cruces e instrumentos de tortura, y rodeado casi siempre de aves de rapiña y perros salvajes, era la mejor fuerza de disuasión. Es fácil que el montículo del Gólgota (lugar de la Calavera), no lejos de las murallas, junto a un camino concurrido que llevaba a la puerta de Efraín, fuera el lugar de ejecución de la ciudad de Jerusalén.

La crucifixión no se aplicaba a los ciudadanos romanos, excepto en casos excepcionales y para mantener la disciplina entre los militares. Era demasiado brutal y vergonzosa: el castigo típico para los esclavos. Se le llamaba servile supplicium. El escritor romano Plauto (ca. 250- 184 a. C.) describe con qué facilidad se les crucificaba para mantenerlos aterrorizados, cor- tando de raíz cualquier conato de rebelión, huida o robos. Por otra parte, era el castigo más eficaz para los que se atrevían a levantarse contra el Imperio. Durante muchos años fue el instrumento más habitual para pacificar a las provincias rebeldes. El pueblo judío lo había experimentado repetidamente. Solo en un período de setenta años, cercanos a la muerte de Jesús, el historiador Flavio Josefo nos informa de cuatro crucifixiones masivas: el año 4 a. C, Quintilio Varo crucifica a dos mil rebeldes en Jerusalén; entre los años 48 al 52, Quadrato, legado de Siria, crucifica a todos los capturados por Cumano en un enfrentamiento entre judíos y samaritanos; el año 66, durante la prefectura del cruel Floro, son flagelados y cruci- ficados un número incontable de judíos; a la caída de Jerusalén (septiembre del 70), nume- rosos defensores de la ciudad santa son crucificados brutalmente por los romanos.

Quienes pasan cerca del Gólgota este 7 de abril del año 30 no contemplan ningún espectácu- lo piadoso. Una vez más están obligados a ver, en plenas fiestas de Pascua, la ejecución cruel de un grupo de condenados. No lo podrán olvidar fácilmente durante la cena pascual de esa noche. Saben bien cómo termina de ordinario ese sacrificio humano. El ritual de la cruci-

fixión exigía que los cadáveres permanecieran desnudos sobre la cruz para servir de alimen- to a las aves de rapiña y a los perros salvajes; los restos eran depositados en una fosa co- mún. Quedaban así borrados para siempre el nombre y la identidad de aquellos desgracia- dos. Tal vez se actuará de manera diferente en esta ocasión, pues faltan ya pocas horas para que dé comienzo el día de Pascua, la fiesta más solemne de Israel, y, entre los judíos, se acostumbra a enterrar a los ejecutados en el mismo día. Según la tradición judía, un hombre colgado de un árbol es una maldición de Dios.

Las últimas horas.

Qué vivió realmente Jesús durante sus últimas horas? La violencia, los golpes y las humilla- ciones comienzan la misma noche de su detención.

En los relatos de la pasión leemos dos escenas paralelas de maltrato. Las dos siguen de in- mediato a la condena de Jesús por parte del sumo sacerdote y por parte del prefecto roma- no, y las dos están relacionadas con los temas tratados. En el palacio de Caifás, Jesús recibe golpes y salivazos, le cubren el rostro y se ríen de él diciéndole: Profetiza, Mesías, quién es el que te ha pegado?; las burlas se centran en Jesús como falso profeta, que es la acusación que está en el trasfondo de la condena judía. En el pretorio de Pilato, Jesús recibe de nuevo golpes y salivazos, y es objeto de una mascarada: le echan encima un manto de púrpura, le encajan en la cabeza una corona de espinas, ponen en sus manos una caña a modo de cetro real y doblan ante él sus rodillas diciendo: Salve, rey de los judíos; aquí todo el escarnio se concentra en Jesús como rey de los judíos, que es la preocupación del prefecto romano.

Probablemente, tal como están descritas, ninguna de estas dos escenas goza de rigor históri- co. El primer relato ha sido sugerido, en parte, por la figura del siervo sufriente de Yahvé, que ofrece sus espaldas a los golpes de sus verdugos y no rehuye los insultos y salivazos. La mascarada de los soldados, por su parte, se inspira probablemente en el ritual de la investi- dura de los reyes, con los símbolos bien conocidos de la clámide de púrpura, la corona de hojas silvestres y el gesto de la prosternación, en el que toma parte, según Marcos, toda la cohorte (600 soldados!). Se trata, sin duda, de dos escenas profundamente reelaboradas en las que, de manera indirecta y con no poca ironía, los cristianos hacen confesar a los adver- sarios de Jesús lo que realmente este es para ellos: profeta de Dios y rey.

Esto no significa que todo sea ficción, ni mucho menos. En el origen de la primera escena en el palacio de Caifás parece que subyace el recuerdo de bofetadas asestadas por uno o varios guardias del sumo sacerdote en la noche del arresto. Este trato vejatorio a los detenidos era bastante habitual. Cuando, treinta años más tarde, por los años sesenta, Jesús, hijo de Ana- nías, fue arrestado por las autoridades judías porque profetizaba contra el templo, recibió numerosos golpes antes de ser entregado a los romanos. Algo parecido se puede decir del escarnio por parte de los soldados de Pilato. La escena no se inspira en ningún texto bíblico y la actuación vejatoria con un condenado es verosímil. Los soldados de Pilato no eran legiona- rios romanos disciplinados, sino tropas auxiliares reclutadas entre la población samaritana, siria o nabatea, pueblos profundamente antijudíos. No es nada improbable que cayeran en la tentación de burlarse de aquel judío, caído en desgracia y condenado por su prefecto. No sabemos exactamente lo que hicieron con Jesús. La descripción concreta que ofrecen los evangelios parece inspirada en burlas e incidentes como el que narra Filón. Según este escri- tor judío, el año 38, para burlarse del rey Herodes Agripa de visita en Alejandría, tomaron a un deficiente mental llamado Carabas y lo entronizaron en el gimnasio de la ciudad: le pusie- ron en la cabeza una hoja de papiro en forma de diadema, le cubrieron las espaldas con una alfombra como manto real y le dieron a sujetar una caña a modo de cetro; luego, como en los mimos teatrales, unos jóvenes se pusieron de pie a ambos lados imitando a una guardia personal, mientras otros lo homenajeaban.

Los soldados de Pilato comenzaron realmente a intervenir de manera oficial cuando su pre- fecto les dio la orden de flagelar a Jesús. La flagelación, en este caso, no es un castigo inde- pendiente ni un juego más de los soldados. Forma parte del ritual de la ejecución, que co- mienza por lo general con la flagelación y culmina con la crucifixión propiamente dicha. Pro- bablemente, después de escuchar la sentencia, Jesús es conducido por los soldados al patio del palacio, llamado patio del enlosado, para proceder a su flagelación. El acto es público. No sabemos si alguno de sus acusadores asiste a aquel triste espectáculo. Para Jesús comienzan sus horas más terribles. Los soldados lo desnudan totalmente y lo atan a una columna o un soporte apropiado. Para la flagelación se utilizaba un instrumento especial llamado flagrum,

ejecuta a Jesús. Es lo acostumbrado en estos casos. Al parecer, el letrero de Jesús estaba escrito en hebreo, la lengua sagrada que más se utilizaba en el templo, en latín, lengua ofi- cial del Imperio romano, y en griego, la lengua común de los pueblos del Oriente, la más hablada seguramente por los judíos de la diáspora. Debe quedar muy claro el delito de Je- sús: rey de los judíos. Estas palabras no son un título cristológico inventado posteriormente por los cristianos. No es tampoco una notificación oficial que recoja las actas del proceso ante Pilato. Se trata más bien de una manera de informar a la población para que la ejecu- ción de Jesús sirva de escarmiento. De manera inteligible y con su pequeña dosis de burla, se advierte a todos de lo que les espera si siguen los pasos de este hombre que cuelga de la cruz.

Jesús es ejecutado con otros condenados. Al parecer era bastante habitual este tipo de eje- cuciones en grupo. Las fuentes cristianas hablan solo de otros dos crucificados. Pudieron ser más. No sabemos si eran bandidos capturados en algún tipo de refriega contra las autorida- des romanas o, más bien, delincuentes comunes condenados por algún crimen castigado con pena de muerte. Algunos ponen en duda el hecho: piensan que se trata de un detalle inven- tado a partir de textos bíblicos como Isaías 53, 12 o el Salmo 22, 17 para mostrar con más fuerza la atrocidad que se ha cometido contra Jesús, que, siendo inocente, ha sido ejecutado como un criminal cualquiera. Tal vez el detalle fue recogido con esa intención, pero no pare- ce un hecho ficticio. Seguramente Jesús fue ejecutado junto con otros condenados siguiendo una práctica habitual. Sin embargo, la forma de representar a Jesús en un lugar preeminente y central, en medio de dos bandidos, se puede deber a razones de estética cristiana.

Terminada la crucifixión, los soldados no se mueven del lugar. Su obligación es vigilar para que nadie se acerque a bajar los cuerpos de la cruz y esperar hasta que los condenados lan- cen su último estertor. Mientras tanto, según los evangelios, se reparten los vestidos de Je- sús echando a suertes qué es lo que se llevará cada uno. Probablemente fue así. Según una práctica romana habitual, las pertenencias del condenado podían ser tomadas como despojos (spolia). El crucificado debía saber que ya no pertenecía al mundo de los vivos.

Los evangelios han conservado también el recuerdo de que, en algún momento, los soldados ofrecieron a Jesús algo de beber. No es fácil saber lo ocurrido. Según Marcos y Mateo, al llegar al Gólgota, antes de crucificarlo, los soldados ofrecen a Jesús vino mezclado con mirra, una bebida aromática que adormecía la sensibilidad y ayudaba a soportar mejor el dolor; se nos dice que Jesús no lo tomó. Al final, poco antes de morir, ocurre algo totalmente diferen- te. Al oír a Jesús lanzar un fuerte grito invocando a Dios, uno de los soldados se apresura a ofrecerle un vino avinagrado, llamado en latín posea, una bebida fuerte, muy popular entre los soldados romanos, que la tomaban para recobrar fuerzas y reavivar el ánimo. Esta vez no es un gesto de compasión para calmar el dolor del crucificado, sino una especie de burla final para que aguante un poco más por si viene Elias en su ayuda. No se nos dice si Jesús lo be- be. Probablemente ya no tiene fuerzas para nada. Este ofrecimiento de vinagre en los mo- mentos finales está tan arraigado en todas las fuentes que, probablemente, es histórico: una burla más, esta vez en plena agonía. Pero seguramente el detalle fue recogido en la tradición porque cobraba una hondura especial a la luz de las quejas de un orante que se lamenta así: Espero en vano compasión, no encuentro quien me consuele; me han echado veneno en la comida, han apagado mi sed con vinagre.

Ya solo queda esperar. Jesús ha sido clavado a la cruz entre las nueve de la mañana y las doce del mediodía. La agonía no se va a prolongar. Son para Jesús los momentos más duros. Mientras su cuerpo se va deformando, crece la angustia de su asfixia progresiva. Poco a poco se va quedando sin sangre y sin fuerzas. Sus ojos apenas pueden distinguir algo. Del exte- rior solo le llegan algunas burlas y los gritos de desesperación y rabia de quienes agonizan junto a él. Pronto le sobrevendrán las convulsiones. Luego, el estertor final.

En manos del Padre.

Cómo vive Jesús este trágico martirio? Qué experimenta al comprobar el fracaso de su pro- yecto del reino de Dios, el abandono de sus seguidores más cercanos y el ambiente hostil de su entorno? Cuál es su reacción ante una muerte tan ignominiosa como cruel? Sería un error pretender desarrollar una investigación de carácter psicológico que nos adentrara en el mun- do interior de Jesús. Las fuentes no se orientan hacia una descripción psicológica de su pa- sión, pero invitan a acercarnos a sus actitudes básicas a la luz del sufrimiento del justo ino- cente, descrito en diferentes salmos bien conocidos en el pueblo judío.

Entre los primeros cristianos existe el recuerdo de que, al final de su vida, Jesús ha vivido una lucha interior angustiosa. Incluso le ha pedido a Dios que lo liberara de aquella muerte tan dolorosa. Probablemente nadie sabe con certeza las palabras precisas que ha pronuncia- do. Para acercarse de alguna manera a su experiencia, acuden al Salmo 42: en la angustia de este orante escuchan un eco de lo que ha podido vivir Jesús. Al mismo tiempo asocian su plegaria en este terrible momento a formas de oración que ellos mismos recitan y que pro- vienen de Jesús: sin duda él ha sido el primero en vivirlas en el fondo de su corazón. Quizá, al comienzo, no se sabe concretar cuándo y dónde ha vivido Jesús esta crisis, pero muy pronto se sitúa el hecho en el huerto de Getsemaní, en el momento dramático en que se va a producir su detención.

La escena encoge el alma. En medio de las sombras de la noche, Jesús se adentra en el huerto de los Olivos. Poco a poco comienza a entristecerse y angustiarse. Luego se aparta de sus discípulos buscando, como es su costumbre, un poco de silencio y paz. Pronto cae al suelo y se queda prosternado tocando con su rostro la tierra. Los textos tratan de sugerir su abatimiento con diversos términos y expresiones. Marcos habla de tristeza: Jesús está pro- fundamente triste, con una tristeza mortal; nada puede poner alegría en su corazón; una queja se le escapa: Mi alma está muy triste, hasta la muerte. Se habla también de angustia: Jesús se ve desamparado y abatido; un pensamiento se ha apoderado de él: va a morir. Juan habla de turbación: Jesús está desconcertado, roto interiormente. Lucas subraya la ansiedad: lo que experimenta Jesús no es inquietud ni preocupación; es horror ante lo que le espera. La carta a los Hebreos dice que Jesús lloraba: al orar le saltaban las lágrimas.

Desde el suelo, Jesús comienza a orar. La fuente más antigua recoge así su oración: Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. En este momento de angustia y abatimiento total, Jesús vuelve a su expe- riencia original de Dios: Abbá. Con esta invocación en su corazón se sumerge confiadamente en el misterio insondable de Dios, que le está ofreciendo una copa tan amarga de sufrimiento y muerte. No necesita muchas palabras para comunicarse con Dios: Tú lo puedes todo. Yo no quiero morir. Pero estoy dispuesto a lo que tú quieras. Dios lo puede todo. Jesús no tiene ninguna duda. Podría hacer realidad su reino de otra forma que no entrañara este terrible suplicio de la crucifixión. Por eso le grita su deseo: Aparta lejos de mí esa copa. No me la acerques más. Quiero vivir. Tiene que haber otra manera de que se cumplan los designios de Dios. Hace unas horas, al despedirse de los suyos, él mismo estaba hablando, con una copa en sus manos, de su entrega completa al servicio del reino de Dios. Ahora, angustiado, pide al Padre que le ahorre esa copa. Pero está dispuesto a todo, incluso a morir, si es eso lo que el Padre quiere. Que se haga lo que quieres tú. Jesús se abandona totalmente a la voluntad de su Padre en el momento en que esta se le presenta como algo i absurdo e incomprensi- ble.

Qué hay en el trasfondo de esta oración? De dónde brota la angustia de Jesús y su invoca- ción al Padre? Lo que le aflige es, sin duda, tener que morir tan pronto y de una forma tan violenta. La vida es el regalo más grande de Dios. Para Jesús, como para cualquier judío, la muerte es la mayor desgracia, pues destruye todo lo bueno que hay en la vida y no conduce sino a una existencia sombría en el sheol. Tal vez su alma se estremece aún más al pensar en una muerte tan ignominiosa como la crucifixión, considerada por muchos como signo del abandono y hasta de la maldición de Dios. Pero todavía hay algo más trágico para Jesús. Va a morir sin ver realizado su proyecto. Ha vivido con tal pasión su entrega, está tan identifi- cado con la causa de Dios, que ahora su desgarro es más horroroso. Qué va a ser del reino de Dios? Quién va a defender a los pobres? Quién va a pensar en los que sufren? Dónde van a encontrar los pecadores la acogida y el perdón de Dios?

La insensibilidad y el abandono de sus discípulos lo hunden en la soledad y la tristeza. Su comportamiento le hace ver la magnitud de su fracaso. Ha reunido en su entorno a un pe- queño grupo de discípulos y discípulas; con ellos ha empezado a formar una nueva familia al servicio del reino de Dios; ha elegido a los Doce como número simbólico de la restauración de Israel; los ha reunido en esa reciente cena para contagiarles su confianza en Dios. Ahora los ve a punto de huir dejándolo solo. Todo se derrumba. La dispersión de los discípulos es el signo más evidente de su fracaso. Quién los reunirá en adelante? Quién vivirá al servicio del reino de Dios?

La soledad de Jesús es total. Su sufrimiento y sus gritos no encuentran eco en nadie: Dios no le responde; sus discípulos duermen. Apresado por las fuerzas de seguridad del templo, Je-

eso su relato de la pasión es la marcha serena y solemne de Jesús hacia la muerte. No hay angustia ni espanto. No hay resistencia a beber el cáliz amargo de la cruz: La copa que me ha ofrecido el Padre, no la voy a beber?. Su muerte no es sino la coronación de su deseo más hondo. Así lo expresa: Tengo sed, quiero culminar mi obra; siento sed de Dios, quiero entrar ya en su gloria. Por eso, después de beber el vinagre que le ofrecen, Jesús exclama: Todo está cumplido. Ha sido fiel hasta el final. Su muerte no es la bajada al sheol, sino su paso de este mundo al Padre. En las comunidades cristianas nadie lo ponía en duda.

Es fácil también entender la reacción de Lucas. El grito angustioso de Jesús quejándose a Dios por su abandono le resulta duro. Marcos no había tenido ningún problema en ponerlo en boca de Jesús, pero tal vez algunos lo podían interpretar mal. Entonces, con gran libertad, lo sustituye con otras palabras, a su juicio más adecuadas: Padre, en tus manos abandono mi vida. Tenía que quedar claro que la angustia vivida por Jesús no había anulado en ningún momento su actitud de confianza y abandono total en el Padre. Nada ni nadie lo había podido separar de él. Al terminar su vida, Jesús se entregó confiado a ese Padre que había estado en el origen de toda su actuación. Lucas lo quería dejar claro.

Sin embargo, a pesar de todas sus reservas, el grito recogido por Marcos: Eloí, Eloí, lema sabactaní!, es decir, Dios mío, Dios mío!, por qué me has abandonado?, es, sin duda, el más antiguo en la tradición cristiana y podría remontarse al mismo Jesús. Estas palabras pronun- ciadas en arameo, lengua materna de Jesús, y gritadas en medio de la soledad y el abando- no total son de una sinceridad abrumadora. De no haberlas pronunciado Jesús, se hubiera atrevido alguien en la comunidad cristiana a ponerlas en sus labios? Jesús muere en una soledad total. Ha sido condenado por las autoridades del templo. El pueblo no lo ha defendi- do. Los suyos han huido. A su alrededor solo escucha burlas y desprecio. A pesar de sus gritos al Padre en el huerto de Getsemaní, Dios no ha venido en su ayuda. Su Padre querido lo ha abandonado a una muerte ignominiosa. Por qué? Jesús no llama a Dios Abbá, Padre, su expresión habitual y familiar. Le llama Eloí, Dios mío, como todos los seres humanos. Su invocación no deja de ser una expresión de confianza: Dios mío! Dios sigue siendo su Dios a pesar de todo. Jesús no duda de su existencia ni de su poder para salvarlo. Se queja de su silencio: dónde está? Por qué se calla? Por qué lo abandona precisamente en el momento en que más lo necesita? Jesús muere en la noche más oscura. No entra en la muerte iluminado por una revelación sublime. Muere con un porqué en sus labios. Todo queda ahora en manos del Padre.

14. - Resucitado por Dios.

Por qué?. Esa es también la pregunta que se hacen los seguidores de Jesús. Por qué ha abandonado Dios a aquel hombre ejecutado injustamente por defender su causa?. Ellos lo han visto ir a la muerte en una actitud de obediencia y fidelidad total. Cómo puede Dios des- entenderse de él? Todavía tienen grabado en su corazón el recuerdo de la última cena. Han podido intuir en sus palabras y gestos de despedida lo inmenso de su bondad y de su amor. Cómo puede un hombre así terminar en el sheol?

Va Dios a abandonar en el país de la muerte al que, lleno de su Espíritu, ha infundido salud y vida a tantos enfermos y desvalidos? Va a yacer Jesús en el polvo para siempre, como una sombra en el país de las tinieblas, él que había despertado tantas esperanzas en la gente? No podrá ya vivir en comunión con Dios él que ha confiado totalmente en su bondad de Pa- dre? Cuándo y cómo se cumplirá aquel anhelo suyo de beber vino nuevo juntos en la fiesta final del reino? Ha sido todo una ilusión ingenua de Jesús?

Sin duda les apena la muerte de un hombre cuya bondad y grandeza de corazón han podido conocer de cerca, pero tarde o temprano este es el destino de todos los humanos. Lo que más les escandaliza es su ejecución tan brutal e injusta. Dónde está Dios? No va a reaccionar ante lo que han hecho con él? No es el defensor de las víctimas inocentes? Se ha equivocado Jesús al proclamar su justicia a favor de los crucificados?

Dios lo ha resucitado!

Nunca podremos precisar el impacto de la ejecución de Jesús sobre sus seguidores. Solo sabemos que los discípulos huyeron a Galilea. Por qué? Se derrumbó su adhesión a Jesús? Murió su fe cuando murió Jesús en la cruz? O huyeron más bien a Galilea pensando simple-